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Por ser... flor de invierno

miércoles, 26 de diciembre de 2012
Érase una vez una muchacha que vivía rodeada de lujo .Sin darse cuenta se estaba ahogando en el pozo de los vicios. Un palacete era su residencia y la de los progenitores. Mansión levantada sobre los cimientos de la más grande ambición, torres de sillares de oro y murallas de egoísmo y desconsideración por los demás. Daba la impresión, sin temor a error, de que en esa singular fortaleza moraban rapaces y no seres humanos, pues esos señores eran despóticos tiranos que maltrataban a los que les servían. Ejemplo poco edificante para la que estaba llamada a ser su heredera, esa joven tan bella como arrogante. Esa casona más bien parecía el castillo del mismísimo Herodes.

Ellos creían, equivocadamente, que no carecían de nada porque cuando salían de cacería por sus posesiones todos les rendían servil pleitesía, no por respeto y admiración y, por contra por miedo y temor a que ese señor descargara sobre ellos su ira.

Un día, esos moradores de ese búnker de materialismo, observaron estupefactos que los jardines que rodeaban a su palacete se estaban secando y todas las plantas quedaban marchitas y, ninguna flor brotaba por más que aquellos jardineros las regaban. En cambio, lo que sí nacían eran duros y espinosos cardos que hacían que aquella tierra antes ubérrima, ahora era un triste erial.

Los pobres y sufridos criados soportaban como podían los duros reproches de esos amos que les culpaban de no saber hacer florecer en esos parterres y jardines flor alguna por culpa de ser descuidados e ignorantes en sus menesteres pues, sobraban fuentes, aljibes, pozos y canales para inundar de agua de vida esas parcelas. Muchos de ellos fueron despedidos y hasta maltratados físicamente. Nadie quiso ser jardinero de aquella mansión. Forzaban a muchos criados a ser jardineros, pero al no conseguir el objetivo de hacer revivir las plantas eran también cesados.

Enviaron a pueblos, cercanos e ignotos, mensajeros ofreciendo sueldos a precio de oro a aquella persona que deseara ser cuidador de aquel legendario palacete.

En una de aquellas jornadas llegó a esa residencia un viajero que dijo estar enterado de esa situación y aseguró que él volvería a conseguir hacer florecer aquellas flores pero, para lograrlo la más joven de los moradores, es decir, la linda muchacha tendría que acompañarle a ver y tocar La Flor del Invierno, la que solamente florece durante un par de meses en Begonte, un pueblo de Galicia. Los padres que solamente querían tener esa riqueza floral que les faltaba no tuvieron reparo en dejar que su hija marchara con aquel viajero, pero antes le preguntaron que esa Flor de Invierno en qué momento estaba más encendida y cuál era su color.

Aquel desconocido les dijo que el instante de exaltación era en Navidad y su color el de la nieve misma, el blanco de pureza. Ante esto la señora repuso que allí en su hogar celebraban la Navidad como creyentes que eran. Lo hacían con gran boato, copiosas comidas, engalanando todo, montando el belén e intercambiándose deseos y regalos por doquier.

El viajero con cara de asombro les respondió que estaban muy equivocados, que no le extrañaba que, con ese comportamiento de tanto derroche, se alejaban del espíritu de la Navidad.

Dicho esto marchó acompañado de la joven mientras los padres quedaban atónitos. La hija se despidió diciendo que quiere ver a esa Flor de Invierno para conseguir que sus jardines vuelvan a ser lo que eran.

Después de muchas semanas, ya en el mismo Adviento, llegaron el guía y la joven al pueblo de Begonte.

Perpleja quedó la muchacha al ver cual era la Flor del Invierno, ni siquiera fue necesario que su acompañante se la mostrara. La reconoció enseguida, se trataba de una iglesia blanca que contiene entre sus pétalos de espiritualidad, esas puertas que están abiertas a todos los que allí llegan, a la grandiosa Flor del Invierno: el Belén de Begonte.

Cuando la joven lo vio, percibió el aroma de pureza de la Navidad de verdad, al rozar con sus manos los pétalos de aquella flor, en ese instante, se produjo, allá en las tierras lejanas de las que ella era reina, una grandiosa transformación.

Aquella mansión se tornó en humilde portal donde sus padres ya ancianos tenían y ofrecían a todos la flor que ellos, como todos los humanos llevamos dentro, el corazón y que, en aquel caso, la de aquellos señores se había marchitado por culpa de la desmesurada ambición.

Aquellas tierras volvieron a ser jardines de flores que no necesitaban de más jardinero que al mismo Dios, ni otra agua que el maná de la lluvia porque, gracias a la Flor del Invierno de Begonte, se había producido el milagro de que aquellos corazones estaban entregados y abiertos a la solidaridad y cooperación, y ahí, en esos predios, siempre brotan flores que son semejantes a la del Belén de Begonte, la que en diciembre y enero abre sus albos pétalos ofreciendo a todos los vientos la grandeza espiritual de la Navidad, ésa que es el cáliz de la Flor del Invierno donde beben todos los seres humanos que están llamados a ser vergel de pureza.

Se preguntará nuestro lector que fue del viajero y de la chica.
El viajero sigue incansablemente recorriendo los caminos del mundo y es un espíritu puro que puede llegar, en cualquier tiempo y a cualquier lugar para guiarte hasta la felicidad.

La muchacha se convirtió en una estrella fugaz, esa que cualquier noche de invierno, por su brillo tan grandioso, atrae tu mirada hacia el cielo para recordarte que si sigues su estela, irás camino de La Navidad, y serás, con la regadera del amor, un modesto jardinero/a del jardín que es antesala de la más bella eternidad.

Con el tiempo el mundo entero comprendió que aquella Flor de Invierno era la única perenne de entre todas y, por ello fue reconocida Patrimonio Universal de la Humanidad.

Este nombramiento ya lo debía haber tenido años antes, pero, también el Rey del Mundo tuvo que morir para ser reconocido como tal.
Llegó a tiempo y, como era de esperar como un regalo de una Epifanía cualquiera.

Desde entonces aquella Flor, el Belén de Begonte, fue centro de peregrinación y el mismo Apóstol está en el cielo pletórico y exultante porque, cuando llegan a Compostela todos los peregrinos traen en su bordón, junto a la concha , una flor blanca que la adquirieron en tierras begontinas.

Esa flor , desde esas épocas, desde los tiempos de esta historia, es una realidad, y para conseguirla, se cuestionará el lector que premisas o que penitencia hay que cumplir, sencillamente visitar en tiempo de Navidad el Belén de Begonte y, llevar en nuestras manos una varita de cualquier árbol autóctono gallego y, al instante, nada más salir de visitarlo, en esa varita, siendo pleno invierno habrá brotado una flor que es réplica exacta de la Flor de Invierno pues en sus diminutos pétalos verás, siempre que la mires con los ojos del corazón, el Belén de Begonte.
Pol, Pepe
Pol, Pepe


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