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Nordeste

martes, 30 de octubre de 2012
Viento de mar, al menos en la costa más al norte, la que limita con Inglaterra, mar de por medio, que recibió a: Romanos, Fenicios y Normandos, entre leyendas de sirenas y piratas, entre las peleas del Mariscal Pardo de Cela y el Obispo de Mondoñedo, entre pleitos por la explotación del saín de la ballena, o el enfrentamiento entre la reacción y la ilustración en tiempos de Ibáñez y su complejo industrial alrededor de Sargadelos.

Como recordaba el propio Barral:
“Yvonne había fundado una taberna marinera, L’Espineta, resucitando una botiga de mar con toneles en la Eixida, en la playa, no lejos de mi casa. Lo había hecho con la intención de ayudar a Danae y a su nueva familia, proporcionándole un trabajo de fines de semana y vacaciones. Esta taberna se convirtió enseguida, sin que nadie se lo hubiera propuesto, en punto de cita de raros y subversivos, en guarida de filósofos, con gran aprensión de las conformadas gentes del lugar (...) L’Espineta se llamaba así en memoria del antiguo trajo pescador, del barrio de los secaderos y las botigues de los pescadores pobres, los remitgers, barrio que estaba separado del resto de la población, en la parte de poniente de la playa. Espineta es el nombre de un guiso feroz, de un matahambre que se hacía antiguamente con salazón de espina de atún y era el más barato de los cocimientos pensables”.

Yo conocí y viví este mundo cada vez que me escapaba del asfalto de la Barcelona de los años 70, dónde había ido a parar tras el Madrid Universitario de la Complutense del 68. Quizá, buscaba en el Mediterráneo tarraconense, un refugio que me devolviera mis carencias de yodo y salitre cantábrico. Sólo que en la costa dourada, el viento de mar que predomina no es nuestro nordeste, le llaman “Garbí” y es de tierra, mientras que el nordeste de allí, es la famosa Tramontana.

El 73 fue mi año bohemio en Barcelona, el de las noches eternas con música latino americana que hablaban del Ché, o de cómo una democracia asentada en la madurez parlamentaria, se había ido al traste, en Chile, por la intervención de la CIA, dejando en el camino a personajes de leyenda como Salvador Allende y Víctor Jara: No necesitaba más que ponerme el Poncho Montonero que me había traído mi padre de Argentina, regalo de mis primos Montoneros, perseguidos por los milicos del último golpe militar contra el justicialismo, dónde militaba mi familia de Córdoba.

Incluso había Jazz, en aquella calle Tuset entre el Púb. 240 de Aribau, Casa Tejada y el Niti-Día, sin olvidar las discotecas de moda alrededor de Calvo Sotelo y Diagonal, con alguna que otra escapada al "Silvis" de Castelldefels.

La música y la literatura han de ir de la mano. Lo había aprendido en la Complutense. Lo refrendé en Barcelona. Ya mi espíritu lo había asumido y no me desprendería nunca de tal sentimiento.

Por todo esto que antecede en mi narración, un buen día, al enseñarme lo que había sido una vivienda marinera del San Ciprián de mi infancia, casi en frente de nuestra casa, en aquel Porto de Abaixo, que comenzaba justo después del Coto, en el callejón que mi tío Manolo utilizaba para dirigirse desde nuestra casa a la casa de su madre, dónde había nacido y vivía su hermano Darío; me pareció que podía y debía ser una taberna marinera nacida bajo el espíritu de Barral, que era tanto como trasladar la inspiración del Mediterráneo de los 70 al Cantábrico de los 90.

Y así un nacido en Gijón, pero de raíces claramente sanciprianesas, con el que había compartido mi infancia y mi juventud incluso en Madrid, al que había recuperado como amigo, que tenía vocación de artista, decoró y creó lo que iba a ser un lugar mágico para toda A Mariña, un refugio y una cita para quienes desean sentir el duende de la inspiración, que peregrina por las constelaciones y baja a la tierra para depositarse en momentos y lugares dignos de su presencia.

Aquella taberna marinera, con mesas azules, paredes de piedra y puerta de dos hojas, una encima de la otra, a la vieja usanza, con mostrador de madera y pequeñas ventanas hacia la mar, en las que los bancos recordaban el pasado sobre el que asentaba la vida de nuestras gentes, fue reducto de creativos y libre pensadores a los que el viento trajo e inspira con su fuerza y sonido, para comunicar su obra o descargar su alma entre acentos propios o ajenos que terminaron por hacerse comunes en ese afán tan revolucionario y atemporal que supone cambiar el mundo para hacerlo más soportable y hermoso.

Exposiciones de artes plásticas, fotografías, poemas, tertulias, encendidas discusiones, música y pensamientos compartidos sobre el amor y el desamor, la libertad o la muerte. Poco a poco nos hicimos famosos, casi un icono. Y llegaron gentes de otras partes del Cantábrico, de Madrid, de otras regiones o comunidades, de pueblos y de asfaltos. Hubo quien nos quiso contemplar. Hubo quien nos quiso ofrecer como un producto más de hostelería, y ahí comenzó a romperse el hechizo.

Por aquella taberna del Nordeste pasaron: Agustín Ibarrola, al que había conocido con motivo del Foro de Ermua, un colectivo creado tras el espíritu que dijo ¡basta ya! A ETA y sus secuaces, para instalar la cultura de la violencia y el terror entre los que no pensaban en nacionalista vasco o peor si cabe, estábamos dispuestos a cambiar la situación para que de una vez por todas se instalara la democracia en el País Vasco. Ibarrola y su esposa, Mari Luz, se hicieron mis amigos y vinieron a mi pueblo, al igual que yo les visitaba en su caserío cercano al bosque mágico de Oma.

Una muchacha hija de gallegos, cuyo tío era el presidente del Centro Gallego de Llodio, al que yo pertenecía, ganó el premio Planeta de novela, con la obra, “Melocotones helados”. Y pronunció el pregón de las fiestas de San Prudencio de Alava, desde mi iniciativa en el Gobierno Foral del Territorio Histórico. Aquella ex niña prodigio era, Laura Espido Freire, a la que habían enseñado a escribir en la Tétrada Literaria de Llodio, y que se hizo mi amiga, hasta el punto de acudir a nuestro pueblo en varias ocasiones, vestirse de Maruxaina, dedicar un cuento a nuestra sirena y participar de las reuniones de Os Aventados, en la Taberna del Nordeste, lugar que inspiró a Xoán Guerreiro, tras una discusión filosófica entre artistas, para hacerle un retrato.

El más prendado por el ambiente de la vieja casa de marineros, fue Amado Gómez Ugarte. Era asiduo aventado, que acudía a las reuniones de la primavera y terminó pasando sus vacaciones veraniegas en nuestra Mariña. Incluso presentó un Diciembre, una de sus novelas en el Faro de San Ciprián. Solía decir que nuestra mar y nuestro viento le inspiraban. Discutía con Guerreiro de cuestiones relacionadas con el nacionalismo político y cultural, que nuestro querido pintor hiper realista, terminó de entender, con los viajes a Euskadi, en plena vorágine del terrorismo.

Pero cualquier lugar de esta Galicia nuestra, está preñado de buenos y malos espíritus; es la dualidad entre el bien y el mal que forma parte del aurea de los ausentes sobre los presentes. La Taberna del Nordeste no podía ser menos.

Quizá como respuesta a la presencia de toda suerte de estampitas de vírgenes y santos, que a modo de pegatinas murales, fueron decorando el Camelot de la libertad. Quizá por la manía freudiana del tabernero que se empeñó en ocupar todos los espacios, como hace con la cartulina en la que juega a ser dibujante de monigotes con motivo de A Maruxaina. Quizá por lo fácil que resulta hablar de los demás, sin encomendarse al conocimiento de causa, precisamente por el desconocimiento sublime que da la incultura y que termina sacando a colación pública las miserias del cotilleo de los enanos y marujas.

A lo que antecede, se le puso música de copla. Algo cañí y desde luego muy acorde con las necesidades de algunos, para reinar en una especie de cueva de congrio, desde la que se filtraba una realidad virtual, a la que había que adornar con gestos histriónicos del anfitrión que no se conformaba con ser un hombre oprimido por su mujer, dueña y señora de todo lo que disfrutaba en vida.

Había cambio. Lo mismo que en la televisión se mostró la basura que triunfa en audiencias con la insolencia y la impunidad de poder escarbar en el derecho fundamental a la intimidad, el tabernero quiso emular a María Rosa Quintana, mientras su esposa, emulaba a María Teresa Campos, o al menos en el aspecto de croqueta.

Pero allí, habían nacido OS AVENTADOS. Aquellos que cuando llegan al conjunto de islas cristianizadas por el Obispo de Cartago –Cipryanus- sentían en su cara y hasta su alma, el mensaje del padre viento que llega de su conjunción con la madre mar.

Tal maridaje, del que vienen estirpes como la de los Mariño, hijos de caballero y sirena; nos impulsó a tomar al Dios Eolo como fuente de inspiración, como fuerza motriz del pensamiento y la creación, para comunicar a nuestros semejantes lo que percibíamos ente colores, sonidos y sombras. Habían nacido los hijos del viento, un colectivo libertario que amando a la tierra y a la libertad, trataron, en todo momento de señalar lo más generoso de nuestra tierra, paisaje y paisanaje, auténtico patrimonio de la humanidad, convertido en tercera generación de los derechos humanos, los derechos a conservar, cuidar y divulgar, la materia de nuestro mundo mágico.

Hoy, el colectivo de Os Aventados, llevamos quince años de singladura. Hemos estado presentes de numerosas efemérides. En la Feria “Arco”, en el Café Gijón del paseo de Recoletos cerca de la señá Cibeles. En Barcelona, paseando entre museos, desde Picasso, hasta el románico del Pirineo catalán. En el Guggenheim del barrio de Deusto en Bilbao, que rinde pleitesía católica al Obispo San Felicísimo, como y cuando se hizo popular entre las gentes de mi pueblo San Ciprián, y paseaba en hornacina –tumbado- entre las casas de piedra con tejados de pizarra, en sus cocinas fabricadas en los altos hornos de la siderurgia de Sargadelos.

Bien es verdad que, OS AVENTADOS, decidimos huir de la fortaleza del viento. Ya que a tal señor, no se le debe ni se le puede encarcelar. Debe estar siempre en libertad, entre playas y rompientes, entre puertos y calles que bajan de tierra a la mar.

Se cerró el ciclo de la taberna que un día quiso ser como la Espineta, para elegir ser un lugar vulgar, dónde el mal vino o la cerveza, apenas son motivos para descansar el espíritu a la búsqueda de los dos géneros literarios más viejos: El epistolario, y la conversación.

Ahora, otras gentes tratan de recuperar el encanto del lugar. Puede ser, un negocio más de la hostelería que ampara la crisis de otros sectores. Puede volver a ser, un punto de encuentro de pensamientos y actitudes para mejor proveer en el espacio de la cultura. Es una incógnita que despejará el transcurrir del tiempo. Si así fuera, volverán las musas como vuelve la Santa Compaña por noviembre, a los caminos de nuestra histórica Gallaecia.

El nordeste, sigue siendo nuestro amigo, el que nos emociona a los que somos de aquí, a los que nos criamos con él, como si de nuestro ángel de la guarda se tratara, mientras el haz de luces del faro de la Atalaya, recorría callejones y ventanas, a modo de ronda en tiempos de los Tercios de Flandes en la Imperial Toledo.
Mosquera Mata, Pablo A.
Mosquera Mata, Pablo A.


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