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La leyenda del Ladrón

jueves, 07 de junio de 2012
Lo he dicho públicamente en varias ocasiones, lo que de verdad marcó mi vocación como escritor, lo que me lanzó definitivamente como una flecha hacia la diana del papel en blanco, hacia la invención de historias capaces de rellenar libros, fue la influencia de mis profesores y la lectura de las propuestas que colocaron sobre mi pupitre. Ellos fueron el arco, sus libros la tensión que necesitaba mi brazo, mi mano.

Sin aquellas lecturas quizá hubiese sido matemático, físico nuclear o periodista, quizá me dedicase a cualquier otra noble causa o profesión, pero sí tengo claro que sin ellas, aparte de no adquirir de por vida mi pasión por la literatura, sin ellas, me habría faltado un vértice fundamental en mi educación, conocimientos y cultura, y en mi propio desarrollo como persona.

Respeto hasta el infinito la labor del profesorado. Ahora que escribo para el gran público, es de justicia volver a esas raíces, a ese primer dardo que me atravesó y me dio el último empujón hacia este mundo mágico. Recuerdo y guardo cada clásico, cada novela, cada ensayo, los recuerdo y los guardo como el más preciado tesoro de un bucanero, muchos de ellos con mis propios comentarios de texto, las notas al margen, mis preguntas sin fin para las que ellos siempre tenían una respuesta escondida entre las monedas de oro del cofre de la sabiduría.

A veces pienso en la responsabilidad que recae sobre los hombros del que enseña, en cómo escogerá lo que va a proponer a sus alumnos, en qué pensarán éstos y de qué manera les influirán los textos mientras leen e incluso una vez sobrepasada la última página. No ha de ser tarea sencilla filtrar, seleccionar lo que ha de servir al chico o chica para que aprenda, para que sueñe, tal vez para que sea capaz de crear. No existen el conocimiento y la creación sin aprendizaje, ni aprendiz sin maestro.

Seleccionar ha de ser cada año una tarea más ardua, más compleja, el infinito arsenal editorial no facilita las cosas y el que selecciona, el que enseña, tiene un papel cada vez más difícil en una obra de teatro en la que es consciente de la importancia del libreto, de lo que éste puede influir en su espectador, en su alumno.

Pero de vez en cuando aparece una rara avis que se saca de la manga una joya de las letras universales, alguien capaz de combinar los ingredientes exactos de la fórmula: literatura y estilo exquisitos, capacidad de mostrar por si sola el camino al ávido de aprender siguiendo las huellas, y sobre todo, las dosis constantes e incansables de un clásico en estado puro. De vez en cuando se forja uno de esos clásicos.

“La leyenda del Ladrón”, del escritor español Juan Gómez-Jurado, ha sido forjada para pasar a la historia, para llegar a millones de lectores, pero también para atraer a ese aprendiz y para convencer a su maestro. Como escritor sé lo difícil que es crear una novela como ésta, alcanzar un estado de perfección como el que ha logrado este autor con su recién nacida obra.

Como lector y antiguo aprendiz, y lo seguiré siendo siempre, me hubiese gustado cruzarme en mis clases de literatura con las aventuras de Sancho, Francisco de Vargas o Clara.

Tramas perfectas, ritmo frenético pero bien estudiado, personajes logrados con maestría y capaces de arrastrarte por las botas hasta que llegas a sus páginas, y sobre todo una ambientación histórica increíble, fruto sin duda de una documentación extensa, exhaustiva y rigurosa, quizá el trabajo menos afable, más duradero en el tiempo y menos reconocido en el trabajo de un inventor de historias. Aventuras a la vieja usanza con todos los ingredientes del que sabe cocinar obras maestras, del que sabe marcar tendencia literaria pero también sentar cátedra en asignaturas tan dispares como la historia de la majestuosa España del XVI, geografía, política, medicina, botánica o una inmersión del lector en las relaciones sociales y personales de aquella sociedad compleja pero apasionante. Si además acompañamos el postre con dos guindas como William Shakespeare y Miguel de Cervantes, convertidos en guía y faro de un protagonista de leyenda, poco nos queda que decir y bastante que leer y posteriormente reflexionar.

Quizá no sea el mejor de los libros jamás escrito, o quizá sí, el tiempo dictará sentencia, pero sí podremos afirmar que “La leyenda del Ladrón” será objeto de estudio, de innumerables comentarios y críticas de defensores y detractores, de ríos de tinta en muy diversos idiomas y en países muy alejados de nuestro mapa actual, y del que reinaba en la España en la que Sevilla se convirtió en la capital del mundo.

Pero casi estoy convencido de que muchos maestros mostrarán esta magistral novela a sus alumnos, a los aprendices que primero se formarán y tal vez en el futuro se convertirán en mujeres y hombres capaces de templar sobre la forja alguna que otra obra capaz de dejar su sello en la línea sucesoria de la literatura universal. Sus pupilos habrán leído mucho y estudiado más, pero jamás olvidarán a ese maestro que les mostró la luz. Uno de esos rayos podría y debería ser “La leyenda del Ladrón”.
Núñez, Pablo
Núñez, Pablo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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