Camilo José Cela
miércoles, 30 de enero de 2002
No me gustan los florilegios apresurados en un trance tan irrepetible como el de la muerte. El respeto profundo a quienes emprenden el último viaje frena mis impulsos y deja en suspenso mi pensamiento, o el juicio que me haya formado sobre su obra. Bien sé que el que se va de este mundo ya no puede responderme, ni agradecerme siquiera una crítica benévola. Por eso prefiero el recogimiento y concentrarme en mí mismo antes de ofrecer, con las prisas momentáneas, que suelen ser malas consejeras, un comentario que resulte más emotivo que consciente, más emocional también por la ocasión en que se emite.
Esto me ha ocurrido ahora con el fallecimiento del escritor y Premio Nobel, Camilo José Cela. Leía con atención todo lo que se ha escrito sobre él, dispar en lo que se refiere a su figura y a su talante personal, y mucho más coincidente en la consideración y juicio sobre su obra. Camilo José Cela siempre fue un hombre polémico, y quizá él mismo alimentó la polémica con un prurito de vanidad y de descaro que no encajaban en las reglas más estrictas de las relaciones sociales. Ese afán suyo por distinguirse, por aladear de sus boutades y de sus tacos- soltar un taco es equivalente a palabrota en el diccionario de la Real Academia- le convirtió en un personaje contradictorio e imprevisible, capaz de atraer por su naturalidad expresiva o de asombrar por su procacidad y desvergüenza. Cosas de Cela, dirían algunos aprobando el atrevimiento de su lenguaje, mientras otros rechazaban sus expresiones adustas y malsonantes. Cela fue un provocador, no cabe duda, y le divertía su actitud provocativa porque de ella sacaba partido y aumentaba su popularidad y su fama. Tras esa buscada popularidad, con un tesón que pocos como él mantuvieron durante su vida, había una ambición irrefenable de crear un estilo propio. No lo discuto, ni tampoco niego lo que de beneficioso aportó a las letras españolas con sus primeras novelas y sus relatos de viajes. La familia de Pascual Duarte, por ejemplo, fue un aldabonazo de tremendismo ibérico en aquella España exhauta y adormecida de los años de la posguerra. Y años más tarde, La colmena, con mucho su mejor novela, sería el relato testimonial de una época, de un Madrid no inventado del que quiere ser fiel notario, sin apartarse un ápice de la realidad, lo que él mismo llama una humilde sombra de la cotidiana, entrañable y dolorosa realidad que él y todos han vivido en la diaria mundanidad de su tiempo. Porque La colmena lo que exalta, quizá por primera vez, es lo vulgar y lo cotidiano, lo que no posee grandeza alguna. Cela lo ha dicho con mucho grafismo: La colmena es una novela sin héroe, en la que todos sus personajes,como el caracol, viven inmersos en su propia insignificancia. Hasta aquí Cela es poco discutible como novelista y aún lo es menos como renovador y enriquecedor del lenguaje. Su modelo de narrador y de novelista había sido Pío Baroja, al que tanto admiraba, aunque ya en su temática y en la exactitud de la palabra escrita se apartase claramente de su maestro. Pero lo que La colmena dejaba entrever de experimentación formal pasa a ser en adelante el objetivo de una estética, que se decantará con perfiles muy personales. Es el Cela que va camino del Nobel con Oficio de tinieblas, 5 y Cristo versus Arizona, donde ya queda atrás la manera clásica de estructurar la novela, como si ésta hubiese perdido su condición de género literario para convertirse por la pluma de su innovador en una antinovela marcada por los rasgos de la heterodoxia.
Cela fue consciente del paso que daba y luego de la concesión del Premio Nobel en 1989 no hubo barreras ni límites para sus osadías estéticas. Aun respetando sus innovaciones yo ya hice notar en un artículo publicado en LA TRIBUNA el veinticuatro de marzo del pasado año la realidad desconcertante de un estilo que en las novelas más recientes, El asesinato del perdedor, La cruz de San Andrés y Madera de boj, invalida todo lo hecho por él y el concepto mismo de la novela que ya venía preparándose en Oficio de tinieblas, 5. Un caso excepcional y aparte lo constituyó para mí Madera de boj, la pretendida gran novela que se merecía la Costa de la Muerte y que Cela convirtió, lo dije en aquel artículo, en una parodia incomprensible de naufragios y tragedias que pierden en la obra de Cela su grandeza testimonial, ese hálito de tragedia viva que nos dejan los arrebatos del mar, viudas de muertos y viudas de vivos, que lloran en silencio, resignadamente, a los seres que no volverán a ver, como pago de un tributo a las fuerzas irracionales de la Naturaleza.
No le niego la gloria literaria a Camilo José Cela. No tuve trato personal con él y sólo supe de sus andanzas, literarias y de otro tipo, en mis años de estudiante en los duros y tristes años de la posguerra española. Un buen amigo talaverano, Emilio Ernesto Niveiro, que iba para gran escritor y se malogró en edad todavía temprana, me hizo un retrato perfecto del Cela joven que merodeaba con él por los cenáculos políticos y literarios del Madrid de entonces. Aquel Cela fue a más con el tiempo, sin mengua alguna de sus contradicciones y de sus miserias humanas.
Y a esto quiero yo llegar porque esas mismas contradicciones se han puesto de manifiesto en su entierro, en la vuelta definitiva de Cela a su querida Iria Flavia, la tierra gallega que le vio nacer. Las personas de su entorno más íntimo dieron fe de ello: por su ausencia, su primera esposa, enferma y envejecida y ya casi al borde de la muerte; por su presencia, dos seres en plano distinto y cada uno con su dolido sentir: su segunda esposa presidiendo la comitiva fúnebre, y su hijo legítimo cargando sobre sus hombros el ataúd del padre camino del camposanto. Allí, en el cementerio de Santa María de Adina, cantado por Rosalía en Follas Novas, el silencio sólo se rompió con el son morriñoso de las gaitas mientras la lluvia caía mansamente como es de ritual en estas tierras de Galicia. Cela descansará para siempre en ese camposanto de Adina que la cantora del Sar inmortalizó con sus versos, que yo quisiera reproducir aquí sin privarles del encanto de la lengua en que fueron escritos, porque la poesía traducida pierde el ritmo y la dulzura que emana de sus palabras:
O simiterio de Adina
N´hai duda que é encantador,
Cos seus olivos escuros
De vella recordazón;
Co seu chan de herbas e frores
Lindas, cal nóutras dou Dios;
Cos seus canónegos vellos
Que nel se sentan ó sol.
.
Moito te quixen un tempo,
Simiterio encantador.
Míguez, José Antonio