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Noche vieja: Bajo la luna de San Silvestre

jueves, 15 de febrero de 2001
Después de ser asistido en el servicio de urgencias a causa de una obstrucción de la glotis, sobrevenida por acumulación de las doce uvas reglamentarias (problema que fue resuelto por el sanitario de turno utilizando un desatascador de inodoros, manejado con inusitada destreza), me dirigí hacia mi automóvil con la sana intención de trasladarme al Círculo de las Artes y terminar de emborracharme en compañía de alguna gaucha divina que estuviera por la labor. Pero tuve que prescindir del coche al comprobar que sus cuatro ruedas habían sido apuñaladas sin piedad, y que en el cristal parabrisas alguien –sin duda bienintencionado- me había dedicado el siguiente pensamiento, escrito en caracteres góticos y con ancha brocha: “FELIZ AÑO NUEVO, TÍO”.

Decidido a que nada ni nadie me enturbiara la fiesta, eché a andar alumbrado por la Luna de San Silvestre, que en tal ocasión lucía un bonito halo circular, revelador de la terrorífica helada que estaba cayendo sobre la amurallada ciudad (y sobre un servidor) en aquel momento. Por el camino, sin saber por qué, dióme por pensar insistentemente en los inocentes progenitores de aquel genial humorista que había rajado las cuatro ruedas de mi coche, seguramente para mejor realizarse como persona. Cuando estaba a punto de superar la media cogorza que portaba, gracias a los gélidos goterones que me iban cayendo por el cogote (procedentes de los atascados canalones de todas las casas del trayecto), al doblar una esquina pisé un charco con agua solidificada, resbalé acrobáticamente, y después de un doble salto mortal improvisado, fuí a dar con mis huesos al mismísimo centro de la calzada.
Como quiera que en aquel preciso instante pasaba por allí un todoterreno, lleno hasta la bandera de inofensivos jóvenes que se trasladaban de una discoteca a otra (ciegos de deleznable espumoso y whiski de garrafa), se produjo un fuerte encontronazo (entre el todoterreno y yo). Ni que decir que del brutal choque entre estas dos fuerzas desatadas de la naturaleza, el que llevó la peor parte fuí yo, que de resultas, quedé bastante deteriorado.

Cuando conseguí ponerme en pie, entre la rechufla de aquella horda alucinada, decidí seguir mi camino con la cabeza bien alta, aunque rota por bastantes sitios. Estaba dispuesto a no cejar en mi empeño de correr una juerga histórica. Difícil empresa ya que, al llegar al Círculo, unos impecables conserjes –perfectamente uniformados- me impidieron la entrada a causa de mi desastrado aspecto, “poco adecuado para asistir a una reunión social”, según me indicaron amablemente. Me extrañó muchísimo ya que portaba un caro smoking, sustraído del ropero de mi hijo (bastante más alto que yo). Pero, como no quería armar camorra, me fuí de allí pacíficamente, después de morder la nariz de aquél que se opuso a mi entrada con mayor énfasis. Para entonces las heridas ya habían dejado de sangrar y los hematomas comenzaban a doler reciamente…

Entré tambaleante en el Café del Centro y me dirigí directamente al retrete. Al contemplarme en el espejo, comprendí al punto la razón de que me negaran la entrada en el Círculo; mi traje estaba roto y embarrado, mi cara llena de cardenales (cual cónclave vaticano), y abundantes manchas de sangre reseca. En conjunto, mi aspecto se asemejaba bastante al de un Mario Conde cualquiera, después de ser atropellado por una manada de búfalos americanos, o una recua de concejales a la entrada de un restaurante. Es decir, que mi aspecto causaba pavor. Después de asearme un poco, absolutamente agotado, me acomodé en una mesa y pedí un chocolate con churros. Eran ya las cuatro de la madrugada, y sereno. Lo ingerí ansiosamente, llorando como un niño (ya que el brebaje abrasaba). Finalmente, pagué (una barbaridad) y marché hacia mi casa, contento de haber recobrado la lucidez antes de cometer alguna tontería, que ya no está uno para estos trotes…

Dormí como una foca hasta las diez de la noche del día siguiente, momento en el que fuí reanimado en la Unidad de Cuidados Intensivos, en donde fuera ingresado por unos amables vecinos que me encontraron medio muerto en el rellano de la guardilla que habito. Jamás he vuelto a correr una juerga como aquella (ni San Silvestre lo permita)…
Sánchez Folgueira, Gonzalo
Sánchez Folgueira, Gonzalo


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