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Arte y coexistencia

jueves, 15 de febrero de 2001
Al comienzo de la década de los sesenta, el llamado informalismo abstrato representa el final de un camino en el que no era posible ir más allá. Pero tampoco era posible la vuelta atrás. Culminaba así un proceso histórico de contestación global contra todo lo que fueron y representaron los cánones académicos y los esquemas tradicionales. Ortega definió todo este proceso como “la deshumanización del arte”. El nuevo arte surgido en el siglo XX termina dinamitando no sólo la forma, sino también el color, la estructura y hasta la noción de espacio, para caer – finalmente – en el “nadismo”.

Llegados a este punto había que comenzar de nuevo, pero partiendo de la nada, con una única condición: no repetir nunca las fórmulas del pasado. ¡Casi nada! Se le exige al artista que acometa una empresa fabulosa: crear de la nada. Lo que ocurrió después ya lo sabemos: frente a unos pocos aventureros esforzados, verdaderos exploradores de los resortes expresivos y los espacios metafísicos (tanto interiores como exteriores), surgieron legiones de bucaneros que, apropiándose de la obra creada por los pioneros, irrumpieron en los mercados de ocasión haciéndose pasar por innovadores y vanguardistas, repitiendo una y mil veces las fórmulas ya explicitadas hasta la saciedad medio siglo antes. ¿Para qué devanarnos los sesos si ya está todo hecho? Actitud de ética muy dudosa, y estéticamente despreciable, porque si bien puede ser cierto que en arte está todo hecho también es verdad que todo está por hacer. Como ha ocurrido siempre.

A un paso del nuevo siglo, superada ya la vieja polémica, hoy coexisten en el universo artístico las dos grandes corrientes: figuración y abstracción, con todas sus infinitas gradaciones. La libertad de creación es una histórica aportación del siglo XX a la plástica; efectivamente, por primera vez el artista dispone de un amplio e inagotable abanico de posibilidades expresivas, tanto conceptuales como técnicas. Hoy convive el hiperrealismo con lo gestual, el geometrismo postcubista con el neoexpresionismo, lo puramente visual con lo metafísico. Esa es la gran conquista de nuestro tiempo. Ahora sólo resta conseguir que algunos despistados ( y los organizadores de algunos certámenes) comprendan, de una vez, que tan contemporáneo es un cuadro abstracto, como una obra figurativa. Porque, en definitiva, lo único que cuenta es la creatividad y la maestría técnica, sea cual sea la tendencia. Y que sepamos distinguir la verdadera novedad de lo meramente novedoso.

Quizás convenga recordar que fue en 1910 cuando Kandinsky pintó su famosa acuarela, considerada la primera obra abstracta del arte contemporáneo, y que en 1916, en torno al poeta rumano Tristán Tzara, se funda en Zúrich el movimiento Dadaísta, con lo cual la incorporación a la pintura de todo tipo de materiales es ya un hecho, así como la decisiva influencia que en adelante va a ejercer la literatura sobre las artes plásticas.

A fin de cuentas, ya se sabe que la única realidad que existe en un cuadro mismo. Porque, aún en la obra más realista, la imagen plástica no es más que una pura convención, que nos recuerda más o menos los objetos reales. Y por otro lado, por muy abstrata que pretenda ser, en toda obra humana palpitará, larvada, alguna “tenaz reminiscencia de ciertas formas naturales”. Así pues, ¿a qué viene tanto dogmatismo y tanto empecinamiento por ambas partes, si figuración y abstracción forman parte de un todo, y están condenadas a coexistir, siendo como son las dos caras de una misma moneda?.
Pero ocurre que siempre hay alguien que le dice al pintor cómo tiene que pintar, al escultor cómo debe esculpir, al poeta cómo debe componer el verso. Frente a este dirigismo que pretenden ejercer envanecidos críticos y mercaderes, debemos ser capaces de defender la libertad conquistada, negándonos a reprimir nuestros impulsos artísticos más espontáneos, por querer figurar siempre en la cresta de la ola de cada momento. Porque eso sería oportunismo plástico, que nos conduciría –irremediablemente – a un empobrecedor mimetismo uniformista, o lo que es lo mismo: a seguir los dictados de una moda impuesta, como sucede en la indumentaria.

Y a los que dicen que hay que hacer una obra testimonial, habrá que explicarles que no podemos aspirar a dejar testimonio de nada ni de nadie, con nuestra obra, si –para empezar – no somos capaces de dejar testimonio de nosotros mismos.

Quizás sea el momento de apearnos de ese fraudulento tren que marcha penosamente sobrecargado de retórica, arrastrando el paso muerto de tanta literatura barata, tanta teoría especulativa redactada por encargo y que suele “descubrir” aspectos insospechados al autor, sobre su propia obra, haciéndole sonreír conmiserativamente en más de una ocasión. Quizás resulte ya urgente que volvamos la vista hacia nosotros mismos y nuestro entorno humano, y nos empapemos de la alegría o el dolor de nuestros semejantes. Y descubramos de nuevo la belleza y el significado de la palabra solidaridad, sin miedo a que nos tachen de decadentes, buscando con humildad la imprescindible maestría en el oficio, sin que nos preocupe que a ello le llamen virtuosismo. Y, sobre todo, recuperar la poesía como concepto estético, porque sin ella el arte no sería más que un oficio, un mero procedimiento técnico.

Lo cierto es que, en definitiva, si algo bueno nos ha proporcionado este siglo – en cuestiones de arte – ha sido la pluralidad y la heterodoxia, tanto en la forma como en el color. Todos los caminos iniciados por los pioneros siguen estando ahí, abiertos y coexistiendo. Que nadie pretenda cerrarlos. Constituyen un infinito abanico de posibilidades expresivas, para que cada artista ejercite su libertad de opción, adentrándose por el camino que más le plazca, para continuarlo, pero sin repetir la andadura, siempre a la búsqueda de su propia senda.

Y no nos dejemos engañar demasiado por esos dos impostores: el triunfo o el fracaso. Porque, frecuentemente, la gloria está más en la belleza de la lucha que en la propia victoria. En todo caso, se triunfa o se fracasa en el mundo y el mundo no termina en nuestras murallas; justamente ahí es dónde comienza.
Sánchez Folgueira, Gonzalo
Sánchez Folgueira, Gonzalo


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