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Pelotas de fraile (I)

miércoles, 21 de abril de 2010

¿Nunca las han tenido ustedes en la mano? Por tierras de Castellón de la Plana sí las tienen y las manipulan muy bien y parece ser que son un bocado de mucha enjundia y riquísimo al paladar, delicatessen, vamos. Pero no, no se trata de eso. Se trata de un pobre hombre e inútil ciudadano para la estadística de los que arreglan el mundo y lo dejan en paz y buena compaña, que se dice. Él mismo lo narra, más o menos así:

“El genocidio que tuvo lugar en Rwanda el año 1994 cosechó más de un millón de víctimas, entre las que están mi padre, mi hermano y un buen número de parientes, muchos amigos y vecinos. Nuestras casas y nuestros bienes fueron destruidos completamente. Yo, como estaba ya en el convento, dejé el país junto con otros frailes en pleno genocidio. Personalmente no estaba tranquilo, porque sabía que mi padre y mi hermano habían muerto.

En julio de 1995, un año después del genocidio, regresé a Rwanda para tener una visión del drama. Fue un momento difícil para mí. Llegué al lugar donde había vivido y vi que no había más que tierra, bajo la que podría estar la fosa donde habían echado a mi padre. En un primer momento la gente de la aldea no quería que me acercara, pues pensaban que había venido con militares para vengarme. Era el tiempo de la venganza. Entonces fue necesario encontrarme con la gente y hablarle: asegurarle que no deseaba venganza, sino encontrar a los asesinos. Algunos de éstos ya estaban en la cárcel; otros habían desaparecido. Pedí permiso para poder visitarlos en la prisión. Algunos eran viejos “amigos”. Y aunque algunos no reconocían su crimen, les dije que habían cometido un pecado grave, que tenían necesidad de una conversión y de una reconciliación, primero con Dios y después con los supervivientes. De mi parte, les dije, deseaba perdonarlos. Después organicé una Misa de funeral digna de mi padre, en la que dije que perdonaba a todos aquellos que habían hecho mal a mi familia.

Todavía se advertía que, por doquier, rebrotaban sentimientos de odio y de venganza. Se crearon pequeñas asociaciones en las que las dos etnias pudieran encontrarse y hablar abiertamente. Asociaciones de viudas a consecuencia del genocidio y mujeres cuyos maridos estaban en la cárcel por sospechosos de haber tomado parte en las masacres . Al principio los encuentros fueron difíciles pero poco a poco logramos establecer un buen punto de partida para proseguir por los caminos del perdón y la reconciliación.

También en nuestras comunidades de la familia franciscana conocimos algunos casos tan graves que en alguna comunidad la convivencia entre personas de las dos etnias resultaba imposible. Entonces tuvimos que organizar algunos encuentros en los que cada miembro era invitado a hablar de aquello que vivó durante el genocidio y en los que cada uno decía lo que le resultaba difícil de aceptar, y al final conseguimos vivir juntos“.

Hasta aquí la experiencia -que no la receta- del franciscanito este. Antigua como todas las antiguallas del evangelio. O sea, que el bueno del hermano se buscó al asesino de su padre, se acercó a él despacio para que no se le escapase, le clavó la mirada con la brutalidad de un felino fiero y, llevándose el sentimiento a sus cristianas y santas pelotas, le lanzó un certero zarpazo de perdón tal que se estrangularon ambos el tuétano fino del odio y toda la articulación de la memoria histórica imprescindible.

¡Un par! Más grandes que los del caballo de Espartero y nada parecido con las tropas pacificadoras de nuestra España actual y modernísima, por supuesto.

Mourille Feijoo, Enrique
Mourille Feijoo, Enrique


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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