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El Café (Relato breve, pero verídico)

viernes, 20 de noviembre de 2009
El Caf (Relato breve, pero verdico) Ayer, después de comer, estimulado por la llegada del verano, decidí salir a tomar un café (cosa que no suelo hacer habitualmente). Como cinéfilo y romántico recalcitrante que soy, elegí para ello una cafetería de la que no soy asiduo, decorada nostálgicamente al estilo de los años treinta. Su nombre coincide -no por casualidad- con el título de una célebre película que protagonizara Humphrey Bogart, cuya acción transcurría en una blanca ciudad del norte de África. La experiencia fue tan desconcertante como un recital de piano interpretado por un calamar manco. Ahora les cuento.

Me acomodé sobre un taburete, en la esquina de la barra más próxima del teléfono -ya que tenía que hacer una llamada- y pedí un cortado. Descolgué el auricular, metí una moneda y marqué… Un contestador automático me informó que la persona con la que deseaba hablar no podía atenderme en aquel momento. Colgué antes de que terminara el mensaje (me molesta hablar con las grabadoras y los inspectores de pesas y medidas).

Estaba embobado vertiéndome el azúcar en la tacilla cuando, sin más, el barman se encaró conmigo lanzándome esta pregunta misteriosa: “Perdone, ¿es usted notario?”.
- Pues no, aunque ya quisiera (respondí, tan escamado como un besugo).
- Ah, bueno, pero ¿espera a alguien? (continuó preguntando el barman)
- Si (contesté, soló para tratar de averiguar qué se estaba cociendo allí).
- ¿Cómo se llama usted? (el interrogatorio era ya abiertamente inquietante)
- Inocencio.
- ¡Qué le vamos a hacer! Entonces nada.
- ¿Es que tiene algún recado para mí? (pregunté, iniciando el contraataque)
- Déjeme ver… (me dijo retirándose hacia el otro extremo del mostrador).

Mientras esperaba una respuesta, dejé de remover con la cucharilla y comencé a ingerir mi café, reflexionando distraídamente sobre los libros de Historia de España que se veían obligados a estudiar los españoles de hoy, en cuyo texto –al parecer- no figura para nada la palabra España, saltándose a la torera toda la Edad Media (que ya es saltar)… Y en eso estaba cuando divisé a una elegante dama, rubia y verdaderamente atractiva, la cual caminaba sonriente y decidida hacia mí. Una vez situada a mi lado, me miró con sus ojos claros y brillantes, preguntándome con voz suave y tono confidencial:
- Disculpe, ¿espera a alguien?
- ¿Quién, yo? (pregunté a mi vez, absolutamente desconcertado).
- Verá, es que el barman me comentó que estaba usted citado aquí…
- Pues, verdaderamente… a decir verdad, sí, espero a alguien.
- ¿Deseaba usted hablar conmigo?
- No. Lo que ocurrió fue que el camarero me preguntó si yo era el notario, le dije que no y le pedí que mirara si había algún recado para mí. Nada más.
- ¡Ah!… Entonces perdone caballero.
- De nada, señora, es usted muy dueña. Quizás en otras circunstancias…

Pero la dama de ojos claros brillantes ya no me escuchaba… Sonriendo a lo Lauren Bacall se alejaba ya, caminando elegantemente (igual que había venido), aunque esta vez en dirección contraria, desapareciendo por una puerta situada al final de la barra.
Yo me quedé allí, sólo, con el pocillo de café ya vacío y con una sensación de irrealidad muy próxima al nirvana. Tanto así, que me marché sin pagar.
Supongo que aún me dura la cara de idiota que se me puso de resultas de tan surrealista situación, cuyo enigmático desenlace continua siendo un misterio insondable para mí. Y eso que he leído todas las novelas de Allan Poe, Conan Doyle y hasta las obras completas de Ágatha Christie. Pero ni con esas…

Sánchez Folgueira, Gonzalo
Sánchez Folgueira, Gonzalo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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