En 1971 y con 23 años, aprovechaba los fines de semana de mi beca en Madrid para recorrer España en auto stop. Un sábado llegué a Vigo con una dirección en la que me presenté sin avisar. El señor, pariente lejano de un conocido de mi ex suegro, que por supuesto no me conocía, se portó como un gallego que recibe a un argentino, como si fuera su propio sobrino. Además de alojarme esa noche, me llevó de paseo al centro de la ciudad donde compró una enorme centolla, que su simpatiquísima mujer cocinó en mi homenaje.

Después de una amena tertulia donde me preguntaban por gente que yo no conocía, una nueva excursión por la ciudad y por la noche me llevó a cenar al Parador de Baiona, que llevaba pocos años abierto.
Cuando nos recibió el maitre y escuchó mi acento me trató con especial deferencia y en algún momento me comentó que días atrás habían estado el general Perón y su secretario Jorge Antonio cenando en la misma mesa, y Antonio le había dejado una tarjeta de su despacho en Madrid para que lo visitara si viajaba en alguna ocasión a la capital. Al despedirnos, me dio esa tarjeta y me insistió que lo fuera a ver porque sabía que recibía gustoso a todos los argentinos que pasaban por España. El resultado de esa entrevista está publicado en mi primer libro, "Buscando a Elena".
Hace unas semanas, 54 años después de aquella visita, volví al Parador y mientras disfrutaba en la cafetería la copa de bienvenida con mi esposa, tuve la sensación de haber estado alguna vez ahí.

El personal de la recepción me confirmó que ese salón fue el antiguo comedor. Cosas que tiene la vida.
Cuando arribamos a ese imponente Castillo de Monterreal, como de costumbre llovía. Una vez alguien me dijo o lo soñé, que la lluvia de Galicia son las lágrimas que derramaron todas las madres cuando despedían a sus hijos que emigraban a América, y hasta que no regresaran todos no iba a parar de llover. Espero que los miles de hispanoamericanos que están llegando y llegarán, muchos descendientes de aquellos emigrantes, se homologuen como retornados y permitan brillar al sol un poco más de tiempo. Bueno, pero las comprensivas nubes se retiraron unas horas para permitirnos recorrer los más de 3 kilómetros de la impresionante muralla con la vista perdida en la pequeña bahía, la boca de la Ría de Vigo, las islas Cíes y el océano infinito. Y más allá imaginé a miles de gallegos y sus descendientes mirando el océano en sentido contrario.
Con respecto al vecino de Vigo, no recuerdo su nombre ni conservo su dirección. Es una más de tantas personas anónimas que se han cruzado por mi vida y me facilitaron el camino, a las que estaré siempre agradecido.
Al abandonar la fortaleza pensé: qué bien quedaría en esos jardines una de mis esculturas de hormigón, con sus huecos de esperanza entre Vigo y América. Quizás, tal vez.
Andrés Montesanto, un ilusionado escultor.