En 1971, durante mi beca del Instituto de Cultura Hispánica (Avenida de los Reyes Católicos, Madrid, hoy sede de la AECID), se me antojó conocer España los fines de semana utilizando ese estupendo método anterior a las modernas aplicaciones: el auto stop.

Como mi presupuesto (7.000 pesetas mensuales de las aquellas) debían alcanzar para la habitación en un piso compartido, alimentación, transportes, etc., recurría al booking de la época, preguntando en un comercio céntrico por la habitación más barata del lugar. Con un menú de viaje extremadamente minimalista, yo bien podría ser incluido hoy en una encuesta dentro del grupo vulnerable y en riesgo de pobreza.
Pero conocí algo de España y llegué a Galicia y Santiago de Compostela, la tierra de esos gallegos habituales en los bares y pizzerías de Buenos Aires. Maravillado por la ciudad y por la simpatía de sus habitantes, a los que mi acento les recordaba afectos ausentes del otro lado del Atlántico, me saqué una foto en la puerta del Hostal de los Reyes Católicos (mi presupuesto no daba para más).
Como mi futuro a esos 23 años se limitaba a terminar la Diplomatura en Seguridad Social y volver a Argentina a continuar mi carrera, no recuerdo otras expectativas.
Después de Galicia viajé a Extremadura, Andalucía y, agrandado, en Semana Santa me fui a Roma a saludar al Papa, aunque a los que realmente saludé fueron a los napolitanos con visita a Pompeya incluida. Cuando se terminó el curso, ¡oh, París!, y Londres, Amsterdan, Rothemburg ob der Tauber, San Remo, la Costa Azul...
Luego tocó la vuelta, unos años dolorosos y sin trabajo, el divorcio, el Máster en Salud Pública, la vicedirección del hospital de Esquel, en la Patagonia, el encuentro con la chica que alumbró mi existencia, dos años maravillosos, y la dirección de un hospital rural cerca de Bariloche. El caos y la violencia nacional me llevaron a convertirme en médico de familia en un pequeño pueblo de provincia, donde en los ratos libres me hice albañil, agricultor, ganadero y corresponsal de una revista, mientras la chica de Esquel me daba 5 hijos.

En 1989, imaginando el futuro del país, emigré con mi familia a Málaga, donde fui recibido tan bien como en Galicia, como si regresara a mi casa. El Monumento a los Migrantes, en el puerto, materializa mi agradecimiento a esa ciudad. Luego vino la Clínica y las clases en la Universidad, y en los ratos libres fundé dos asociaciones y fui electo Consejero del Comité Italiano. Más tarde vinieron las esculturas, los monumentos, los premios, las exposiciones y los viajes por medio mundo, hasta que llegaron los libros. Mientras tanto, mis hijas y mi nuera me daban 13 nietos.
Y 54 años después de aquella foto, me planté por fin en la Plaza del Obradoiro y me alojé en el Parador con mi chica de Esquel. Y todos los empleados, que no habían nacido en 1971, nos atendieron como amigos, como nunca nos atendieron en los cientos de hoteles en que nos hemos alojado. Comprobé cuánta razón tenía el periodista y escritor Xulio Xiz cuando me concedió la ciudadanía gallega "in pectore".
Como parece que me queda algo de carrete, no descarto la ilusión de hacer una escultura en Galicia que hable de las ausencias, el mar y los reencuentros.
Andrés Montesanto. Un gallego "sin papeles".