Morreu Fisterra
Dedicado a mi amigo y compañero en el Colectivo Turcón, José Blas Sánchez Jiménez,
por su interés en el realismo mágico y sus palabras de disfrute en la lectura de mis artículos
basados en este registro literario.
Dedicado a las personas que, como yo, tienen la dicha de vivir dos veces: una en la vida real,
la otra en las historias narradas en sus libros.

- ¿A qué se dedica usted? -le pregunté curioso, ante la llamativa mochila de enorme colorido y la presencia en sus manos de una voluminosa carpeta donde asomaban varios pliegos cartográficos.
- A rescatar, rías, ríos y otros humedales de la voracidad de los seres humanos.
Lo observé sorprendido, Luego, con una sonrisa amigable y sincera, reconocí:
- Me gusta su profesión. Es usted una especie de Quijote de los humedales. ¿Cómo lo hace?
- Siempre en camino, sin volver la vista atrás. Recorro un espacio tras otro. La gestión no me interesa, para eso dispongo de personas de confianza. Me ha gustado su comparación. Acaso me encuentre menos cuerdo que su personaje literario. Y usted ¿a qué se dedica?
- A habitar los espacios que usted pretende rescatar. Sólo que los míos no se encuentran en tierra firme, están rodeados de mar.
- ¿Rodeados de mar? -preguntó extrañado él.
- Exacto. Son islas. Mi periplo vital me lleva a saltar de una isla a otra -recuerdo que le respondí.
- ¡Qué interesante! Es usted un verdadero lobo de mar.
Ahora que lo pienso, podría recordar palabra por palabra todo mi encuentro con él.
Se llamaba Fisterra y su nombre se lo había dado un promontorio alto e indomable que desafía, bravo y altivo, a todo un océano Atlántico.
Y era él quien había muerto. Había muerto Fisterra, el salvador de rías y humedales.
Cerré los ojos para recordar la fecha. Aún no habían pasado cien días desde que el hombre capaz de cambiar el mundo se había marchado.
Era en verdad lamentable que, a pesar de su enorme empeño, jamás lograra el objetivo de salvar el mundo natural.
Demasiados imbéciles existían en el mundo, ignorantes que se jactan de lo único que saben hacer bien, amasar dinero a costa de lo que sea.
- Para hacerse rico, uno no puede permitirse el lujo de tener escrúpulos. En la carrera por el dinero y el poder, todo vale -manifestaban, seguros de sus aseveraciones.
Demasiado poderosos, mientras sus cuentas de resultados y sus fortunas crecía hasta cifras estratosféricas, los bosques desaparecían, lagos y lagunas se secaban, agonizaban mares y océanos convertidos en cloacas donde los plásticos eran ya más abundantes que los peces y donde la biodiversidad ya no era tan diversa.
La muerte de Fisterra era algo que se veía venir. Llevaba esperándose hacía mucho tiempo. A fin de cuentas siempre sucede lo mismo, son almas puras, personas desprendidas, visionarios capaces de comprender que sólo el planeta funciona si todos los seres vivos que lo habitan conviven en armonía y respeto. Aquello que biólogos y ecólogos definieron siempre como equilibrio ecológico y que el ser humano se había empeñado en destrozar.
No había duda, los espíritus nobles y los generosos filántropos de la naturaleza no tenían cabida en un mundo tan egoísta como perverso.
Recordé entonces al alemán de Camelle y como murió de pena cuando la ambición, la improvisación y la falta de respeto hacia la vida embarcaron en un petrolero monocasco llamado Prestige, aunque de prestigio carecía, dotado con bandera de conveniencia, en este caso la de Las Bahamas, bandera que le aseguraba escaso, tal vez nulo, control en las medidas de seguridad.

Se vistieron de luto las costas gallegas y llegó el crudo a la costa del Cantábrico hasta alcanzar la norteña costa francesa. El vertido, ajeno a fronteras, contaminó la costa atlántica española y también la portuguesa. Murió la vida que en ellas se encontraba y la desesperada lucha ante tamaño desastre hizo que miles de voluntarios procedentes del mundo entero se acercaran al océano, otrora limpio y rico, y se involucraran en la mayor campaña de limpieza que tierras españolas han visto en su historia.
Manfred Gnädinger, Man para quienes lo conocían como el alemán residente en Camelle, era pintor, escultor y filósofo, vivía como un anacoreta, como un ermitaño, como un hombre despojado de todas las vanidades personales y sociales, prácticamente desnudo. Pastor de sus esculturas en piedra, amante de la Naturaleza en su sentido pleno, no pudo sobrevivir ante la visión del crudo envolviendo su jardín de esculturas, su jardín del mar. Enfermo de tristeza, abandonó el cuidado de su cuerpo y murió de pena.
Yo, que lo conocí en un hermoso momento, acompañado por tres entrañables amigos que recorríamos juntos una de tantas vías jacobeas, siento rabia y mucha pena. Es triste reconocer que una acusada sensibilidad en un mundo en extremo insensible, enferma y mata.
No es de extrañar que años después, justo el sábado día ventinueve de febrero del presente año -no busquen la precisión en la fábula pues fábula es la vida misma-, Fisterra, el mecenas español capaz de salvar de la depredación humana centenares de rías, ríos y humedales, haya fallecido.
Este es mi sentido homenaje al hombre que conocí. Su inmensa personalidad me obliga a realizar una pequeña semblanza del momento histórico en que entablamos amistad.
Fue, justo por estas fechas, hace un quinquenio. Recuerdo que me encontraba en Malpica de Bergantiños, sobre las arenas de la playa. Yo era un hombre con vestimenta de mar. Sujetaba con firmeza a mi piragua, varias garrafas de agua potable y unas bolsas impermeables, tipo bidones flexibles, que llevaba a tope de víveres. Curioso e intrigado por el personaje que se aproximaba, caminando sobre la arena, ajusté bien las cinchas de la carga y esperé por él.
Entablamos un breve diálogo. El que inicia este artículo es parte de él. Yo me dirigía a Sisarga Grande, una de las islas Sisargas, en la costa cantábrica gallega a la altura de la playa donde me encontraba. En el faro teníamos nuestro nido de amor Carmela y yo. ¡Eran otros tiempos! La pasión y la aventura formaba parte de nuestro día a día y la emoción y el riesgo nos animaban a recorrer isla tras isla, bordeándolas. Habíamos comenzando por las islas Canarias, seguido con las atlánticas gallegas y llegado a donde nos encontrábamos ahora, estas pequeñas islas cantábricas.
Me dijo que se llamaba Fisterra. Recorría la costa cantábrica en busca de rías. A todas pretendía salvar. Su sana locura le llevaba a comprar todos los terrenos inundables, en teoría carecían de valor, luego los gestionaba como espacios naturales, sin presencia humana. Esta condición era incuestionable. Llevaba ya no sé cuantas rías pequeñas y comenzaba a adquirir las rías grandes. Le pregunté cómo podía abordar compras tan disparatadas, de extensiones tan amplias.
- El oro, amigo Albenes, el oro. Ese metal tan codiciado por el ser humano desde tiempo inmemorial y que, sin embargo, no sirve absolutamente para nada si tuviéramos que llevarlo a la boca y alimentarnos con él. Tan inútil como el dinero, estimado visitante de las islas, ambos no se pueden comer.
Y continuó su camino, en busca de otras rías. Yo boté la piragua al agua y navegué en busca de mi amada.
Ante estos episodios en que buenas personas, carismáticos personajes abandonan este mundo por la tristeza que les provoca las nocivas actuaciones de un ser humano desnortado, ganas me dan de bajar la piragua de nuevo, esa piragua de mar que he guardado y lleva años anclada en lo alto del garaje con firmes correas, limpiarla bien, engrasar sus partes metálicas y volver al mar.
Revisar la pala de carbono, esa pala tipo Rasmusson que permite la entrada y salida en el agua con el máximo aprovechamiento energético, menor esfuerzo muscular y una velocidad de palada y avance únicos.
Y salir en busca de más islas. Ir tras una que se encuentre perdida, en un lugar del planeta donde los seres humanos sean parte de la naturaleza, sin más, donde los recursos que necesiten no vayan más allá de alimentos y materiales básicos para protegerse, materiales conseguidos sin dañar el medio natural. Un lugar donde los alimentos sean producidos en ese lugar, donde el atardecer y el amanecer sean fenómenos naturales que culminen o inicien el día desde la contemplación y la emoción que supone el contacto íntimo con la Naturaleza, donde las palabras, los gestos y el silencio sean los medios de comunicación con otras personas con las que compartir cada día, cada tarde, cada noche la pasión por vivir y el embrujo de las estrellas.
Abro los ojos y respiro hondo varias veces. Se trata de una respiración consciente. Controlar la respiración mediante la práctica del pranayama.
Dejo la mente en blanco, a sabiendas de que, una vez más, el planeta vuelve a estar en manos de ególatras, dictadores y multimillonarios insensatos que se comportan como elefantes en una cacharrería. Todos tienen el poder, aunque dudo que sean del todo conscientes del poder que tienen, de la responsabilidad asociada y de las consecuencias derivadas de su egolatría, del enorme riesgo que supone el hecho de poder poner en marcha interesadas guerras, alimentar la industria armamentística o saberse dueños de un maletín núclear.
Pienso que, tal vez el planeta, tal y como lo conocemos ahora, necesita que alguien lo apague un tiempo para que en él, la Naturaleza, pueda efectuar un reseteo total. Pero parece ser que tal reseteo se torna inviable con la presencia del ser humano.
En el peor de los casos, cientos de especies, tanto animales como plantas -la mayoría de pequeño o microscópico tamaño-, capaces de soportar elevados niveles de radiación nuclear, serán las elegidas para iniciar un nuevo equilibrio ecológico. Hará falta muchísimo tiempo, pero de trabajar con millones de años por delante, la naturaleza tiene experiencia y sabe.
En esta hipotética nueva ecuación, la especie humana es posible que no se encuentre. Si lo pienso bien, si con ello recupera el planeta un nuevo equilibrio y una nueva diversidad biológica, hasta no me desagrada la idea.
Cierto que será otra biodiversidad, nuevas especies, pero la vida continuará su proceso.
Nota del autor:
Fisterra y Albenes son personajes literarios, protagonistas de las novelas: O segredo dos trasnos y Ka i ak: una isla, una piragua y unas botas de montaña.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.