Dedicado a una persona excepcional que conocí en el Parque Nacional de Garajonay en la isla de
La Gomera, hace cuatro décadas. Su nombre Buenaventura Bravo -Ventura Bravo para quienes
lo tratamos personalmente-, maestro de profesión y maestro de la vida. Extraordinaria persona
que generaba admiración y cariño en quienes disfrutamosde su conocimiento y sabiduría popular.
-Garajonay, el bosque que ordeña nubes-. ¡Ojalá fuera mía, metáfora tan acertada! No lo es. Son palabras grabadas a fuego en la memoria de un grupo de alumnos, entusiastas con la Naturaleza y el conocimiento del medio, estudiantes en la década de los ochenta del pasado siglo, del Colegio Público ahora llamado Colegio de Educación Infantil y Primaria, Esteban Navarro Sánchez y de su profesor, éste que les escribe, hace cuarenta años.

Recuerdo el viaje como si hubiera regresado ayer de tan gozoso periplo. Nos acompañaba en el recorrido un joven biólogo del Jardín Canario Viera y Clavijo, Bernardo Navarro Valdivielso, uno de los pilares fundamentales para entender la gestación e historia del Jardín Canario, para visibilizarlo y otorgarle la categoría que como institución científica, conservacionista y divulgativa ostenta en la actualidad.
En la isla de La Gomera sería don Buenaventura Bravo nuestro anfitrión y guía en el Parque Nacional de Garajonay. Hermano mayor del doctor en Geología y catedrático de Petrología y Geoquímica de la Universidad de La Laguna así como un largo listado de cargos que ostentó en su largo período profesional, don Telesforo Bravo Expósito. Ambos hermanos, fueron prestigiosas personas, relevantes en el mundo de la ciencia y la docencia en Canarias.
El grupo de viaje lo formábamos siete personas, cinco jóvenes teldenses galardonados con el Premio Sventenius, el biólogo Bernardo Valdivielso y yo, como profesor del grupo de alumnos y coordinador del trabajo premiado. Quiero recordar que se trataba de su Segunda o Tercera Edición. ¡Qué pena que haya desaparecido tan importante reconocimiento al mundo educativo y a los trabajos de investigación juvenil versados en la botánica, la zoología y el patrimonio natural canario!
El Premio era en sí, de un valor extraordianrio. Valor formativo, viviencial, emocional y didáctico. Se trataba de un viaje a través de los cuatro Parques Nacionales Canarios. Un viaje donde el grupo de alumnos premiado gozaba de una inmersión plena en cada uno de los Parques pues se acampaba en ellos, se recorrían sendas capaces de expresar con el conocimiento de expertos acompañantes -botánicos, profesores y guías de los parques-, y las emociones inherentes a cada pasiaje, la valía excepcional de cada singular espacio. El Premio venía acompañado con la dotación de material específico para las pernoctas, lotes que se componían de mochilas y sacos de dormir para cada alumno premiado.
Si traigo estos recuerdos al presente, después de tantos años, es porque en esta segunda quincena de octubre, cuatro décadas más tarde, quise recrear la experiencia recorriendo los lugares visitados en aquel entonces, esta vez sin la compañía de mis alumnos y tan ilustres guías y acompañantes.
Quise rememorar una de aquellas lecciones magistrales donde, el querido maestro don Ventura, ideólogo junto a Eric Sventenius, fundador del Jardín Botánico Viera y Clavijo, precursores ambos de la figura de Parque Nacional de Garajonay -ahora una hermosa realidad-, explicaba a mis jóvenes alumnos:
- La laurisilva ejerce la labor de un pastor en el ordeño. Mientras el pastor ordeña su ganado de cabras y ovejas, los árboles y arbustos de la laurisilva ordeñan las nubes. Y eso es lo que observamos aquí, a nuestro paso, en nuestro sosegado discurrir por los senderos del Cedro. Acerquen sus dedos y toquen sus hojas, todas están húmedas, todas las hojas de esta enmarañada foresta se encuentran cubiertas de gotas de agua. agua que como una destiladera, dejan caer, gota a gota, sobre el mullido suelo. No llueve, pero el agua está siempre presente. El mar de nubes la atesora y los árboles la recogen y precipitan sobre el suelo. De ahí proceden las aguas que alimentan este riachuelo, en el corazón del Cedro. Discurre todo el año gracias a la continua labor de los árboles que le aportan tan valioso elemento. Y, no se engañen, retienen mucha agua. A este ordeño de las nubes, dejando a su paso buena parte del agua que contienen, se le conoce por lluvia horizontal.

Recuerdo la cara de cada alumno, rostros de sorpresa y alguna incredulidad, rota en el momento en que don Ventura sacudía la rama de un árbol del bosque de lauráceas -nunca supe de qué árbol se trataba-, y la ropa del desconfiado alumno se tornaba húmeda, mojada, obligado a dar un paso atrás, tras comprobar en su piel la veracidad en las palabras del maestro, ante aquella lluvia inesperada.
Y ahora estoy aquí, bajo el dosel arbóreo, en el corazón del Garajonay, con cuarenta años más pero con idéntica ilusión a la de aquellos días.
Y observo el musgo y los líquenes cubriendo las ramas y los troncos de los árboles y los minúsculos bosquetes de setas blanquecinas en los troncos más viejos y más húmedos, y escucho el sonido del agua discurrir por el arroyo como lo hacía entonces y observo el vuelo precipitado de una paloma rabiche, asustada a nuestro paso, y siento la humedad en las botas de montaña al pisar los charcones existentes en algunas vaguadas de la senda.
Cierro los ojos y escucho el agua, es música celestial para mis oídos como lo es para cualquier persona amante de la vida, y los abro luego para disfrutar con los vuelos cortos de una grácil alpispa, ahí mismo, justo junto al arroyo, sacudiendo su plumaje que acaba de desparasitar bajo un hilillo de agua.
Y siento en la piel la intensidad del descenso térmico. De los ventisiete grados y medio que señalaba el termómetro en el luminoso letrero de una farmacia en San Sebastián de La Gomera al frío que percibo en el interior del bosque de Garajonay, justo donde me encuentro. Aquí, en la umbría, bajo la espesura del bosque húmedo, apenas se alcanzan los diecisiete grados centígrados y el frío y la humedad se han instalado bajo los árboles. La luz del sol no alcanza el suelo del monteverde y el ambiente se mantiene en permanente penumbra.
Recuerdo entonces un par de estrofas del poeta gomero Pedro García Cabrera, poeta que me cautivó desde el primer momento de mi llegada a las islas por la enorme fuerza de sus versos, una canariedad sin límite, modernista musicalidad y extrema sensibilidad hacia las islas, la naturaleza y la vida:
A cara o cruz he lanzado
a la mar una moneda;
salió cuna y nací yo:
cuna o concha es La Gomera
De la misma poesía recuerdo otra estrofa, evocándome la leyenda de Garajonay y el corazón de este bosque encantado:
Sílbame el Garajonay
que va siempre sin pareja,
bailando el santodomingo
camino de las estrellas.
Es el Parque Nacional de Garajonay la manifestación más extensa y mejor conservada de la laurisilva canaria en el archipiélago.
Sus masas arbóreas ocupan la décima parte de la superficie de la Gomera y suponen la garantía del aporte hídrico necesario para la isla -no en vano se les denomina la fábrica del agua de La Gomera pues, incansablemente, árboles y arbustos están recargando el acuífero.
Cada árbol es un excelente captador de agua de las nieblas permanentes que cubren el bosque y un testimonio vivo de los bosques que hace millones de años ocupaban la cuenca mediterránea y se extinguieron por los cambios climáticos acaecidos. Inestimable Reserva biológica que alberga una gran variedad de especies endémicas, un enclave con un interés científico excepcional pues supone uno de los últimos refugios de la flora del Terciario, desaparecida del contiente durante las glaciaciones.
Garajonay, la esponja verde de la que mana vida, cuenta con la mayor cantidad de nacientes de todo el archipiélago que afloran por diversos lugares del monte y forman un riachuelo en la meseta central de la isla.
No es de extrañar que el Parque Nacional de Garajonay haya sido reconocido por la UNESCO, en el año 1986, como Patrimonio de la Humanidad.
Cuando regreso en el barco, camino de Las Cristianos, mientras observo la cúpula blanquecina cernida sobre la parte central de la isla, siento la satisfacción de saberlo vivo, es posible que menos frondoso que hace cuatro décadas pero fiel a su labor de ordeñar las nubes, de extraerles su preciado líquido, de alimentar el acuífero.
Siguen los calderones y las tortugas presentes en la ruta del ferry, y siguen observándose delfines realizando cabriolas mientras nadan siguiendo la estela del barco. No faltan las pardelas cenicientas, numerosas aún, con sus vuelos raseantes peinando el océano, confundiendo su parduzco plumaje con el de la espuma que forman las pequeñas olas.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.