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Esteta

Espiño Meilán, José Manuel - lunes, 29 de septiembre de 2025
Cuando la ironía es nuestra mejor aliada.

Dedicado a todos los falsos estetas que no tienen vergüenza alguna
en exponer y mostrar sus propias carencias en espacios ciudadanos.

No es un vulgar palabro o una palabrota extraída de un diccionario de uso poco habitual. El término esteta existe y, para evitar malas interpretaciones y aportar algo de luz a aquellos que acaban de encontrarse con él por primera vez, paso a acercarles su significado según la Real Academia Española (RAE).
Esteta:
1.- Persona que considera el arte como valor esencial.
2.- Persona versada en estética.
3.- Persona que afecta el culto de la belleza.
Esta palabra, con raíces francesas: "esthète", procede del griego, y es un término que me viene como anillo al dedo para explicar la gratificante sorpresa que me llevé hace unos días cuando observé una rotonda teldense ornada con tres extraordinarias obras de arte.
Esteta
Observar las fotografías adjuntas es darse cuenta uno, que se encuentra ante una obra de tal magnitud que, sin duda, su diseño y creación es propio de un esteta cultivado. La rotonda que, bajando del cruce de Melenara, distribuye el tráfico entre los que se dirigen a las playas de Melenara y Salinetas y los que se dirigen a las urbanizaciones de Playa del Hombre y Taliarte, me dejó atónito. Tuve que detenerme -venía caminando, forma habitual de moverme en áreas cercanas-, y esperar a que no pasara coche alguno para cruzar la carretera y acceder al interior de la rotonda.
¡Sorprendente! Aquello que observaba nada tenía que ver con el resto de las esculturas presentes en Telde. Ni el logrado grupo escultórico del escultor Máximo Riol en el parque de San Juan, ni las obras de otros afamados artistas que se encuentran dispersas en calles , plazas y rotondas del municipio: sirvan de ejemplo las existentes en la entrada a la playa de la Garita, en el paseo de la costa o el Neptuno de Arencibia, así como las que encontramos en diversos puntos en el barrio de San Juan, el barrio de San Gregorio, el parque Franchy Roca y alguna urbanización industrial -me viene a la mente la de El Goro, donde se exhibe una emblemática escultura del ya mencionado escultor Máximo Riol Cimas, hacen sombra a las que, al parecer, van a quedar instaladas -por el tiempo que llevan-, en la mencionada rotonda.
No, estimados lectores, aquello que tenía ante mis ojos era de otro nivel. Lo observado era propio del diseño de un esteta hortera, -perdón, me ha traicionado el espíritu-, quise decir de un esteta original, alguien que me impactó, dejando una profunda huella en mi interior. Sentía que estaba frente a tres obras que nada tenían que envidiar a las extraordinarias esculturas del David de Miguel Ángel, del San Pedro o de La Piedad, todas ellas obras del genio escultórico italiano nacido en Caprese, sitas en Florencia y Roma. Tanto es así que me extrañó no observar decenas de turistas fotografiando las mismas.
Por si no había posibilidad de hacerles un reportaje gráfico en otro momento o bien, la extraordianaria valía de las mismas determinara su retirada para exhibirlas en un museo más apropiado, fotografié una y otra vez cada elemento escultórico. Analicé la forma en que el esteta procuró su equilibrio en aquella rotonda polvorienta y sin vida alguna, que suponía el escenario perfecto para aquella composición. Se trataba de un simbolismo a la zafiedad, perdón, -otra jugada de la psique, debo controlarla-, quise decir un simbolismo a la estética.
Analizaré cada elemento, pues digno es de hacerse debido a su excepcional carga simbólica, su enorme valor monetario y su importancia testimonial.
El primero reproduce fielmente una lechera. Simboliza la abundancia, la vida a través de un recipiente de aluminio, que no es de aluminio, que encierra en su interior un líquido preciado como la leche, aunque tal líquido sólo se encuentre en la imaginación de quien la observa. Tuve que examinarla con detenimiento, rodear la figura una y otra vez, examinar la increíble sincronización de las piedras de diverso tamaño colocadas bajo la misma con el objetivo de mantener su equilibrio, aunque nos parezca a primera vista que es fruto de un pésimo apaño para salir del paso.
¡Extraordinario! Nada se había dejado a la improvisación. Simbolismo puro.
Esteta La segunda obra escultórica supera a la anterior. Se trata de un elemento etnográfico de primer orden: un horno de pan. Increíble su diseño hortera, vuelvo a pedir perdón por jugármela un inconsciente que a veces me cuesta controlar, su diseño artesanal, su pala y escoba y ese simbólico saco que hay en su interior que no guarda nada, pero sugiere que podrí albergar un elemento básico de la riqueza gastronómica de la tierra: el pan nuestro de cada día.
La tercera escultura me hizo pensar en el esteta o estetas que la habían diseñado y ejecutado. No tuve más remedio que vanagloriarlos y me embargó un profundo deseo de conocerlo o conocerlos. Aquello era una obra de arte en su máxima expresión. Representaba un pozo.
El agua, elemento esencial para la supervivencia del ser humano, cobra una dimensión especial en esta rotonda. Sorprende su diseño porque, no siendo habitual la presencia de pozos en la isla con un formato tan de nacimiento navideño o formato peninsular, eso de echar el cubo al pozo y recogerlo lleno de fresca y rebosante agua, sueña a desbordante imaginación. A nadie se le esconde que el agua de nacientes escasea y que, si los hubo en el pasado, un exceso histórico de explotación los agotó. El agua, una necesidad básica, un recurso tan preciado en las islas que, hasta hace pocos años, se almacenaba en bidones sobre las azoteas de las casas y en aljibes subterráneos, ahora, perdido el miedo a su escasez, silenciada la importancia del ahorro, un uso eficiente y su prudente gestión, la despilfarramos sin tino, desperdiciamos su valía, abusando de ella con el llenado y vaciado de cientos de piscinas, en las duchas y lavapies de cientos de playas y con jacuzzis y bañeras instaladas en muchas casas. Todo ello al servicio de un turismo de masas que dicta las normas -Banderas Azules europeas al servicio de los europeos-, y a la copia de costumbres despilfarradoras procedente de países como Noruega, Suecia o Escocia donde el agua es tan abundante como la tierra. Siempre sumisos a las pautas que marca el único dios existente: el Dios Dinero.
Y analicé el pozo de cerca. Parecía hecho de piedra, pero no era piedra, y su roldana parecía de hierro, pero no era hierro y su cubo que parecía hecho para recoger agua, no servía más que para recoger viento y silencio.
Cierto era que a mi cabeza acudían razones más que suficientes para dignificar aquella rotonda con otros planteamientos, y se me ocurrían un par de ellas que no admitían discusión alguna:
La primera se trataba de un merecido homenaje a los agricultores teldenses y al mundo de las plataneras. El plátano había sido cultivado en estos llanos -aún quedan relictuales parcelas-, y los muelles de Melenara y Salinetas habían proporcionado salida a tan importante producto agrícola, esencial en la primera mitad del pasado siglo para justificar la riqueza generada en Telde.
La segunda propuesta trataba de poner en valor una gran gesta aborigen, un homenaje al grupo de aborígenes capaces de llevar a cabo, con enorme valentía, la defensa de sus aguas y sus ganados, loada por el inmortal dramaturgo Lope de Vega en la Dragontea, al narrar tan singular victoria que culminó con la expulsión y fuga de los corsarios de Drake de los llanos y playa de Melenara.
Pero aquello que observaban mis ojos era superior a cualquier propuesta artística que pudiera hacerse en honor al pasado de la zona. Tenía ante mí la mayor obra de arte que una rotonda podía esperar en nuestro municipio. Dudas tenía que hubiese otra rotonda en Europa que gozase de mayor belleza y armonía.
Me pregunté si aquellas joyas arquitectónicas estarían aseguradas contra el vandalismo o el robo y tomé nota para, a la primera oportunidad, consultarlo en el Ayuntamiento.
Y así, extasiado ante tanta belleza, temiéndome víctima del síndrome de Sthendal, retomé el camino hacia la playa y, no dando crédito a lo contemplado, me preguntaba cómo era posible que no se hubieran producido accidentes en aquella rotonda, una vez los conductores de los vehículos quedaban cegados ante tanta maravilla escultórica.
Entendí entonces por qué no había planta alguna en toda la franja de diez mil metros cuadrados que, situados al margen derecha de la calzada, se extienden hasta la rotonda de la playa de Melenara. La razón estaba clara, había que guardar uniformidad con las esculturas observadas. Aquello exigía un erial exento de plantas. Un espacio polvoriento. Útil, eso sí, para ser ocupado por decenas de vehículos como aparcamiento, una forma perfecta de apelmazar la tierra volviéndola improductiva. Perfecta conjunción: la cutrez extrema y el absoluto caos.
Y comprendí entonces por qué el barco, bautizado “Virgen del Carmen, Taliarte. Melenara” que se encuentra en la rotonda de Melenara estaba abandonado, roto, destrozadas sus cuadernas, horadado, sucio, con la pintura desconchada, rotos sus cristales, arruinado y saqueado su interior. En pocas palabras, convertido en una piltrafa. No había duda, formaba parte de aquella estética tan lograda. Un pozo, una lechera y un horno, todos elementos emblemáticos, que representaban como ningún otro este lugar costero, conjugados con terrenos vacíos, sin planta alguna, carentes de vida.
Y fue entonces cuando comprendí que yo, de estética, no sabía nada. Mis conocimientos sobre la belleza estaban desfasados, caducos. Era una pena, lo reconozco, pero de arte, nada sabía.
Lo que me dolía en verdad es que tan iluminados estetas también consideraban ignorantes a todos aquellos vecinos de los cuatro núcleos urbanos: Playa del Hombre, Taliarte, Melenara y Salinetas que me habían enviado mensajes por wasap las últimas semanas, que me habían parado por el paseo o en la playa y que asombrados me preguntaban el significado, la razón de aquellos extraños y descontextualizados elementos de cartón piedra en la rotonda.
- Será por los fuegos de Melenara -aventuraba uno.
- Tendrá que ver con las fiestas -elucubraba otro.
- Le habrán sobrado esas piezas del Carnaval y, o no tienen almacén o no saben donde depositarlas -comentaba con sorna un tercero.
Ninguno de ellos entendía cómo no se habían plantado palmeras canarias, dragos, cardones, tarajales, cualquier planta canaria propia de este piso vegetacional y que exigían poco mantenimiento. Al menos, decían, sería una buena manera de lograr un criterio de ajardinamiento, enriqueciendo con nuevas plantas las que ya están desarrollándose en los jardines colindantes, tanto las que cuidan los vecinos como los árboles y arbustos presentes en la circunvalación costera. Tampoco entendían cómo no se había diseñado algo que ennobleciera el Paseo y no lo chabacanizara, cómo se había llegado a abandonar hasta tal punto un barco donde ya no era posible su arreglo y recuperación sino su desguace.
Pensé, en un principio, que, tal vez todos aquellos vecinos y usuarios de las playas no eran estetas, nada sabían de estética, luego tuve la impresión de que su crítica y su reflexión estaban realizadas desde valores que siempre había apreciado: sencillez, sinceridad, sentido común y gusto
Es justo reconocer que si lo que acababa de observar era estético, tampoco yo podía considerarme un esteta.
Reconocer que los estetas eran ellos, entes humanos capaces de convertir una rotonda en un almacén de residuos y un barco en un impresentable e indignante desecho camino del vertedero, es algo que jamás podré hacerlo.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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