Especialmente dedicado a los vecinos de las aldeas de los concellos de Chandrexa de Queixa,
Montederramo, Maceda, Trives, Manzaneda, Vilariño, Laza, O Bolo, Viana, Larouco, A Pobra de Brollón, Petín,
A Rúa, Vilamartín de Valdeorras, O Barco, Rubiá, Carballeda... y demás municipios ourensanos a los que,
en 17 días de agosto, los incendios forestales les pintaron de negro el paisaje y les robaron sus vidas.
El fuego forestal es un problema ecológico y un lastre importantísimo tanto por el gasto que origina como por el valor sentimental de lo que destruye.

Los ourensanos, desde muy jóvenes, íbamos a Montederramo para aprender a encaramarnos a las cumbres de la sierra donde sucedieron increíbles historias de "fuxidos" en la postguerra, que escribieron páginas de heroica resistencia antifranquista. Al mismo tiempo que nos impresionaba el paisaje y su grandeza, admirábamos aquella lucha guerrillera de los "maquis" que nos contaba el viejo pastor de Edreira, mientras te ofrecía un trozo de sabroso queso curado.
Aquellos guerrilleros gallegos -decía el pastor al pie de la hoguera- "convirtieron las tierras del abuelo en un campo de batalla".
En Edreira vivió solo una familia, la del pastor Francisco Galán padre. Vivió hasta que sonaron los cascos "dos cabalos da noite" en el camino empredado que antes había sido vía romana...
Galán, su mujer y un grupo de guerrilleros, fueron asesinados en desigual lucha aquella noche, la más trágica noche que vivió la sierra con San Mamede por testigo.
Solo se salvó Francisco Galán hijo, que hace pocos años, a sus 84, aún seguía siendo pastor.
Hasta Edreira llegas, casi cresteando, desde A Pá, por la cara oeste del Xistral, a más de mil metros encima del valle por el que discurren las primeras aguas del río Queixa.
Paisajes de agua que tienen su cenit en la Xunta dos Ríos, muy cerca de la pequeña aldea de los Galán, hoy abandonada pero cuyas paredes nos cuentan aún como el abuelo Francisco se fue, recién estrenado el siglo XX, a las Américas de Cuba. Y de la isla, al nuevo continente.
Conoció la joven Caracas, el bullicioso Río de Janeiro, la inmensidad urbana de Buenos Aires y puso fin a su errante vida en un pequeño negocio de la uruguaya Punta del Este, en cuyo cementerio está enterrado...
Son muchas las historias de guerra, exilio y emigración que aquí suelen contar los pastores, que han tomado como suyo el también abandonado lugar de A Ferreiría, vestigio de una antigua y artesanal industria metalúrgica en plena sierra de San Mamede, buena prueba de que estas montañas fueron cuna de gente con iniciativa.
Entre Edreira y A Ferrería, hay lugares de ensueño que se confunden con el paraíso. Bañados por ríos de aguas limpias y siempre frías. Que cruzan caminos tan antiguos como la propia montaña, entre carballos, castiñeiros, acebos e incluso abedules.
¡Ay, mi amigo! Este es territorio que cansa... si lo haces a pie, que los años pasan para todos; pero las serpenteantes carreteras de montaña, las más bellas que jamás hayas soñado, te permiten utilizar el coche, el

quad o el caballo que te alquilarán en Montederramo para descubrir sus encantos naturales o... -como aquella vez de mis recuerdos- hacer el amor contemplando la belleza del abismo para gozar en lo más profundo de tu alma una nueva vida.
Aquí, al pie de la sierra de San Mamede, puede ocurrirte que bebas la esencia desnuda bebiendo las frescas palabras de cien ríos trucheros, los creadores del Mao que se ensancha como un mar en el Leboreiro.
Los espejos de la sierra te descubrirán en sus laderas el Bidueiral de Montederramo, que es espacio protegido considerado de interés europeo y rodeado de acebos, lo que quiere decir que por aquí pisa también el corzo bonito.
Hay en todo este territorio un total de 85 lugares diferentes habitados por menos de 1.500 personas y todos ellos están rodeados de la naturaleza más viva.
En el Caserío da Castiñeira, excelente alojamiento rural, me recomendaron aquella otra vez una jornada de pesca, pero no estaba uno para aprender el arte de la caña y sí para disfrutar de las frías gotas de agua sobre el cuerpo desnudo de mi ninfa, aquel atardecer repetido del verano caliente, con las manos perdidas en la inmensidad de la admirable belleza de su piel de nieve.
Nunca pedí perdón a Dios por esos pecados del sexo, que son tan naturales como los alisos que crecen en el bosque del río para madera de gaita.
Pero aquella tarde, a la vuelta, en el que fuera uno de los grandes monasterios benedictinos de nuestra historia, me sentí un alma descarriada ante la magnitud de aquellas paredes y la impresión que me causó su arquitectura.
Creí ver, rezando, ante el altar mayor, a la bella reina Teresa de Portugal, conocida como doña Urraca, creadora de aquel monumento y mucho más pecadora que yo según cuentan las crónicas.
Y recé. A mi manera, pero recé.