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Música, siempre...

Alén, Pilar - viernes, 05 de septiembre de 2025
Adioses... y reencuentros. Es lo normal en esta época del año: recogida de bártulos veraniegos, cenas de última hora... y retorno -casi siempre, resignado- a la normalidad, a la rutina, en medio del no se sabe si real o ficticio "síndrome postvacacional". Este año, por los males que hemos padecido, parece poco probable que todo eso se repita para parte considerable de la población tal y como hasta ahora la hemos conocido.

Quizás por ello no esté de más endulzar este singular "año histórico" del que todavía queda bastante por delante (bueno, malo o desconcertante), sacando a la luz datos y hechos que pueden ayudar a sobrellevar y poner de relieve que, aunque pueda parecer al revés, no es tan cierto aquello de "cualquier tiempo pasado fue mejor", como dice Jorge Manrique en sus Coplas. Más bien, como deja traslucir el poeta, lo "mejor" no es el pasado, sino "lo no venido", es decir, el futuro... por duro y difícil que se nos antoje.
¿Estamos para "músicas"? ¿Están estos tiempos de crispación, desaliento, corrupción, mentiras y desmotivación "para gaitas" o "para templar gaitas"?... Ante esta lógica -e inquietante- duda cargada de incerteza, por lo que a este tema se refiere, nuestros antepasados más cercanos -me refiero a los de Compostela- nos dejaron algunas lecciones de vida muy significativas. La más valiosa quizás, y de la que emanan otras, es que la música y quienes a ella se dedican o la hacen aflorar, han estado presentes siempre, a las duras y a las maduras. También en tiempos difíciles.

A lo largo de toda la era moderna y contemporánea, se constata -a veces con no poco sonrojo- que los músicos, en su legítimo derecho a sobrevivir y progresar a base de ella, fueron extremadamente pedigüeños. Hay centenares de documentos que dan fe de esto.

Pedían una y otra vez para todo, con máxima y exquisita educación, pero sin reparo alguno, como si nunca alcanzaran a tener suficiente para vivir en paz y armonía... ni respirando su propia música. Ante estos datos, si no se indaga qué hay detrás de tan inusitada insistencia y persistencia, pasarían a ser considerados, sin más miramientos, como unos "caraduras". En cambio, si se escarba un poco, se encuentran abundantes motivos que tiran por tierra ese argumento y otros que pudiéramos elucubrar.

Cuando entraban a formar parte de la plantilla de la Catedral -o sea, de la gran factoría musical de Santiago hasta la era decimonónica- se les abastecía de lo más elemental: ropa adecuada para las funciones, clases y profesores ad hoc para ejercitarse debidamente, un salario que se convenía de antemano y estaba supeditado a revisión según su oportuno rendimiento... No se lanzaban, por tanto, al vacío. Eran personas (algunos, pobres infantes, pues desde los seis años ya podían ser admitidos como "niños de coro") que contaban con escasos posibles. Por ello, al pasar a formar parte de una institución que lo era todo en la ciudad -no solo a nivel religioso, si no como bien se sabe, a nivel económico y social- se esforzaban por estar a la altura de su nueva situación, siendo conscientes en todo momento del "honor", "decencia" y "decoro" (son palabras que aparecen en los documentos) que les otorgaba su nuevo estatus. Eran, en definitiva, coherentes con sus obligaciones y con el cargo que desempeñaban, así fuesen mayores o menores, según el escalafón en el que se movían.

¿Por qué, o para qué, pedían entonces si ya se les pagaba y abastecía oportunamente y, además, se sentían honrados por la labor que hacían?... Por lo mismo que pedimos todos cuando se desequilibra nuestro "estado de bienestar": una calamidad natural (las hambrunas causadas por las sequías, pestes, malas cosechas, "danas", incendios...), un imprevisto familiar (el fallecimiento de la esposa u otros dependientes a su cargo, el casamiento de un hijo...), un accidente o problema personal (una enfermedad o malestar inesperado, un desplazamiento no previsto...). Las causas son múltiples, como múltiples son las necesidades sobrevenidas al ser humano, tanto entonces como ahora.

Hay otro dato curioso que, para los "picheleiros" puede resultar de interés. Vivir en Compostela era un privilegio no exento de incomodidades. Vemos que no todos los músicos pedían con la misma intensidad y asiduidad. Y eso también tiene una explicación que empieza por una primera apreciación -no todos cobraban y necesitaban lo mismo - y una posterior constatación menos evidente y por lo tanto difícil de imaginar si no nos situamos en la época. Tanto en Santiago, como en otras pequeñas villas con catedrales (Sigüenza es un caso bien conocido) muchos de esos músicos no solo sobrevivían con el salario que cobraban, sino que se abastecían de lo que cultivaban en sus huertos o de los animales que cuidaban. Sí... Compostela era una aldea: una urbe con halo cosmopolita, meta de insignes e incluso reconocidos -y también anónimos- peregrinos llegados de los más inusitados lugares, pero con unas condiciones habitacionales que dejaban mucho que desear. Era un lugar en el que vivir no era "doado".

Algunos de los ilustres viajeros que la visitaron dejaron tan penosas impresiones que produce no poco pesar traerlos a colación ahora. Y no solo se refieren a Santiago, sino a toda Galicia: "... Uno de los países más desagradables que vi jamás en todos los sentidos... Se calcula que hay 20.000 gallegos, empleados en todos los oficios serviles que no pueden hacer las bestias". Así lo aseveraba James Bruce, viajero inglés de la segunda mitad del s. XVIII.

Ni siquiera la Catedral ni el incipiente ambiente universitario de la ciudad atraían a algunos visitantes. Véase lo que relata William Darlymple tras su estancia en 1774: "La catedral no es nada extraordinario; hay algunas reliquias y otras chucherías para mostrar a los extranjeros..." // "Este lugar es también universidad, pero hay pocos estudiantes, y no goza de una gran reputación".

Otro testimonio demoledor es el de Alexandre Jardine en su paso por Compostela en 1778; aunque resalta alguna pequeña bondad, la impresión general es tremebunda.

Sobre la Catedral escribe: "Con todas sus riquezas y ornamentos, no es más que una mazmorra melancólica (...). Sobre la ciudad apuntala: "Las calles y los mejores edificios, construidos con un gusto bárbaro, están en su mayor parte sucios y en ruinas..." Y, pese a todo, añade un dato realmente sorprendente viniendo además de un inglés: "Pero lo mejor de aquí es la música sacra, que a menudo es muy hermosa, tanto en lo que respecta a la composición como a la ejecución, a cargo de buenas voces e instrumentistas".

Menos es nada. Y la experiencia vivida por Jardine, junto a otros hechos que se irían sumando a lo largo del XIX, llevan a entresacar como un leitmotiv esclarecedor: por lo general, los músicos de la Catedral (que es como decir: los músicos de Compostela) supieron anteponer su oficio -más o menos satisfactoriamente remunerado- a sus
legítimos intereses personales, aun en medio de no pocas calamidades. Y eso se debía a que eran conscientes de por y para quienes ejercían su trabajo y sus dotes: el templo, Compostela, sus gentes y sus visitantes. Esa consideración les confería, sin duda, un modo de vida, pero también les reputaba una notoriedad y una relevancia social que les hacía estar por encima de las circunstancias. De ahí que, incluso en momentos convulsos, continuaran con sus tareas a pesar de los pesares, haciendo incluso horas extra para suplir a quienes se fueron o desaparecieron sin más, aportando a la Catedral, a su entorno y a la historia multisecular de Compostela, un legado del que hoy solo cabe enorgullecerse.

Es lícito pensar que no estamos para músicas ni para músicos ni gaitas... pues los tiempos no son propicios para nadie, y menos para veleidades o "frivolidades" de unos pocos "insensatos" que gozamos y/o nos distraemos con la música. Pero ¿qué haríamos sin ella y sin ellos?... Quizás, en el peor de los escenarios, cabría imaginar que si callaran... las piedras tomarían el relevo y, a ellos y a nuestros adoquines, se sumarían todas las personas dotadas de un mínimo de sensibilidad que, épocas de máxima complejidad y dureza, apreciaron que con la música fue más llevadero el sinuoso
camino.

Puede que ahora, la música vuelva a hacer más soportable la ya conocida pero siempre renovada y ambigua incertidumbre que nos rodea. No se trata de volver a los balcones, como cuando la pandemia, ni de tragar con toda melodía -mejor sería decir, ruido maléfico y ensordecedor- que se nos ponga por delante. Pero quizás sí de valorar lo que siempre está y no se ve... Ya escribía con cierta belleza el compositor y tratadista A. Rodríguez de Hita en 1757 sobre la Música (con mayúsculas), tras reflexionar sobre su naturaleza: (...) es dulce, y suave al ánimo, productiva de efectos de amor puro, símbolo perfecto de la unión y amistad; halagüeña y embelesadora, triste con el triste, alegre con el alegre, melancólica en el féretro; deliciosa en el vergel; aliento en la guerra; descanso en la paz; claridad en la confusión; compañía en la soledad (...) descendiente del Cielo, y que nos llama a su contemplación. En resumen, concluye certeramente: "Es útil en general, útil respecto al músico y a ella misma; útil respecto al que la ejecuta, y al que la oye; útil respecto a lo espiritual, y a lo temporal (...).
Alén, Pilar
Alén, Pilar


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