Opinión en Galicia

Buscador


autor opinión

Editorial

Ver todos los editoriales »

Archivo

El castillo de arena

Espiño Meilán, José Manuel - domingo, 31 de agosto de 2025
Un cuento de verano

Dedicado a Sergio y Lucía, mis nietos.
Y a Pilar Pérez Martínez, ilustradora y artista, estimada amiga y compañera docente
quien dio imagen a Juancho, el protagonista de este cuento.

Me encuentro en la playa sentado sobre la arena, levantando un castillo. Soy un niño rubio, mofletudo y saludable al que no le gusta moverse. El castillo de arena El deporte no se hizo para mí y caminar me cansa. Es aburrido correr o nadar ya que sólo puedes concentrarte en el esfuerzo que estás realizando, de otro modo te agotas al momento. El sudor y los jadeos no me agradan lo más mínimo y mucho menos pasar por la ducha para eliminar cualquier vestigio de olor a tigre que se te queda tras realizar actividades tan aburridas.
En cambio me encanta el gofio diluido en un tazón de leche, apelmazado en una pella con sabor a caldo de pescado, añadido al potaje de berros, amasado con plátanos escachados, en un escaldón coronado con un refrito de ajos tiernos o en unas ralas de gofio con caldo de verduras y reírme a todas horas. Dicen los mayores que soy un niño feliz y que les proporciona placer verme tan alegre.
Mi madre, segura de mi poco dinamismo, del desinterés manifiesto en alejarme de ella por una sencilla razón de indolencia y pasividad, no por ello relaja su labor de sargento de guardia. Jamás me pierde de vista. Si me lleva al parque y ve que me dirijo a uno de los columpios, no deja de observarme, levantando su mirada de la revista que siempre lleva en el bolso, comprobando una y otra vez que sigo allí, balanceándome adelante y atrás en el remo elegido.
Más fácil lo tiene cuando vamos a la playa. Muy tranquilo desde que me encontraba en su interior, -más de un susto le proporcionaron mis escasos movimientos prenatales-, soy capaz, como lo era entonces, de no mover un dedo durante muchas horas. La verdad es que han pasado mis primeros años y he hecho del sosiego, la tranquilidad y el sueño mis señas de identidad.
Detesto cualquier objeto redondo capaz de desplazarse con extrema rapidez y obligarme a ir tras él. Por eso rehúyo balones y pelotas de cualquier tipo que, como juguetes de equipo, procuren la más mínima posibilidad de estar con otros niños y correr tras ellos. Tales objetos diabólicos jamás tendrán un lugar en mi colección de juguetes y, si un aciago día encuentro alguno en mi habitación, al punto lo arrojaré por la ventana.
Para la playa me basta con mi juego de cubos, pala y rastrillo. Dos cubos de colores chillones, tan llamativos como la bandera española, esa que siempre enarbolan los adultos cuando les va bien y esconden bajo la cama cuando pierden: competiciones deportivas, dignidad, economía... Eso sí, asegura mi padre, lo único que jamás perdemos los españoles es la vergüenza. Mi padre afirma eso porque, según él, nunca la tuvimos.
Pues como les venía diciendo, allí estaba yo, en la playa, sobre la arena mojada, entretenido en levantar un enorme castillo con sus almenas, murallas, fosos y pasadizos.
Mi padre, más confiado, ni me presta atención, hojea un periódico local y se detiene en la sección de deportes. Se encuentra cómodo, recostado en su silla favorita, bajo la sombrilla preferida de mamá, un parasol de amplia copa que exhibe orgulloso los colores del arco iris. Aunque lee las crónicas de todos los partidos, sólo se detiene en las que tratan del Barcelona y el Atlético de Madrid, los eternos rivales de su equipo blanco. Manifiesta orgulloso ser del Real Madrid y lo defiende y corrobora el escudo blanco que adorna el cenicero de su coche y la bufanda, recuerdo de la décima supercopa que cuelga como un trofeo, de un cuadro en el salón. Pero no es cierto, la verdad es que todos sabemos que es una añagaza, un disimulo, la piadosa mentirosa que de cara a la galería esconde la desgracia de estar enamorado hasta la médula de los colores de un eterno de la segunda división. Es cierto, de nada vale ocultarlo, mi padre es un forofo a muerte de la Unión Deportiva y ante las desgracias acaecidas a su equipo año tras año, refunfuña y calla. Sólo ríe a mandíbula batiente cuando su enconado rival, el club chicharrero albiceleste, pierde sus partidos, queda en la clasificación por debajo del club de sus amores o desciende de categoría. En este caso abre una botella de Moët Chandon, una bebida alcohólica que toman los adultos y que al parecer les cuesta un riñón –nunca supe lo que vale en euros un riñón y por qué hay comprarlo si ya tenemos dos- y escancia las copas de la familia que, les guste o no, beben el champán francés mientras escuchan vociferar a mi progenitor: -Ahora sí que te va el dicho como anillo al dedo: Sal chicha del pozo–, y se parte de risa sin que exista forma de pararlo pues, según parece, se trata de un chascarrillo habitual en él, una especie de medio chiste, medio juego de palabras con cierto tufillo charcutero.
Me gusta quedarme así como estoy ahora, observando a los dos e imaginar sus pensamientos. En este preciso instante mis padres se han percatado de ello y a su vez hacen lo mismo. Estoy convencido de lo que están pensando:
El castillo de arena - «¡Ay! La imaginación de los niños –piensa mi padre, aunque nunca verbaliza tales pensamientos-. ¡Bendita inocencia! Son capaces de quedarse bobos con el vuelo de una mosca».
- «¡Mira que este niño nos ha salido tonto! ¿Cómo puede pasarse todo el santo día cargando arena para hacer un castillo que, quieras o no, al final se lo llevará el mar cuando suba la marea? ¡Cosas de niños!» -, sentencia mi madre.
Sonrío ante pensamientos tan alejados de la realidad. Es una pena que con la llegada de la madurez los adultos pierdan su capacidad de soñar, no sepan que este castillo es una fortaleza de verdad y que el pasadizo que estoy terminando se comunica con un laberinto que, al final del mismo, conduce al País de los cuentos.
- ¡Está bien, está bien! ¿También usted, amable lector, lo pone en duda? Pues si es así, sin duda se trata de un incrédulo adulto. De los jóvenes no desconfío pues la mayoría aún no han perdido la capacidad de soñar.
Pero volvamos a la historia. Sé que mis progenitores van a estar sentados ahí toda la tarde. Mamá con su revista de moda, donde los cuerpos de las modelos son ideales femeninos que jamás van a reflejarse en su cuerpo y papá, dormido profundamente, pues el periódico caído sobre su cara tapándole la cabeza y el cuello hasta el pecho delatan que hace tiempo abandonó la lectura para irse de viaje al mundo de Morfeo. Afortunadamente para su piel seca y arrugada de persona mayor, el diario se ha convertido en un venturoso protector solar.
Así pues es hora de abandonar mi cuerpo que se quedará aquí, inmóvil sobre la arena, vigilando la entrada del laberinto y protegiendo la construcción de pisadas involuntarias. Deseo dar libertad a mi espíritu para que se adentre en el tortuoso pasadizo en pos de las entrañas de la fortaleza.
Sus primeros pasos son inseguros. No está acostumbrado a caminar así, sin pies ni piernas, sólo con las alas del espíritu. Y no son alas tal y como las conocemos. En nada se parecen a las alas de un pájaro o las de un avión. ¡Para nada! Se trata de una forma de expresarme. Mi espíritu se mueve a través del pensamiento y si no estoy centrado en lo que hago, se vuelve torpe e inseguro y choca contra las paredes del subterráneo, paralizándose, costándole reaccionar de nuevo y continuar su periplo.
Por eso, cuando mi mente se detiene en las húmedas paredes de arena apelmazada que acabo de excavar, pierde su concentración y mi espíritu choca, una vez más, contra el techo del pasadizo.
- «¡Ya está bien Juancho! –protesta molesto. No es la primera vez que experimentamos el desdoblamiento y nunca has estado tan torpe. ¡Céntrate de una vez o regreso al cuerpo y no volveré a salir!» –amenaza el ente inmaterial, con evidentes signos de mal humor.
- ¡No! ¡Eso no! –imploro arrepentido. Me centraré en tu viaje y prestaré muchíiiiisima atención!
Aunque suene curioso, nada más lejos de mi intención que molestar al espíritu. Habla muy en serio y yo también. Concentro mi mente en el recorrido subterráneo. Parece increíble pero si cierro los ojos, soy capaz de ver con absoluta claridad toda la red del laberinto por donde mi espíritu trata de orientarse y encontrar la salida.
Una vez terminado el pasadizo de arena, justo antes de inundarse del agua salobre que supone haber alcanzado el nivel marino, un seto vegetal enano muy cuidado, podado con jardinero arte, presenta delicadas formas poligonales. Tal disposición se repite hasta el infinito, resultando imposible encontrar la salida del mismo.
- Un laberinto incapaz de resolver si no fuera porque lo observo desde lo alto, con mi vista de niño humano. Es la visión aérea y de conjunto lo que me permite recorrerlo con claridad y descubrir donde se oculta la única salida. –reconozco divertido.
Con el pensamiento dirijo a mi espíritu en la dirección acertada y, sin manifestar cansancio alguno, en pocos minutos alcanza la salida.
Guardo silencio y escucho.
- ¡Qué curioso! Ni sudas ni jadeas. –manifiesto, sorprendido.
- ¿Cómo quieres que sude, majadero? ¿Cómo voy a sentirme agotado, pequeño simplón? Carezco de sustancia, esa sustancia grasienta que a ti se te antoja insoportable cada vez que tienes que desplazarte de un lugar a otro. Mi naturaleza es inmaterial y si no hay materia no hay ardores, ni sudores, ni frío, ni calor, ni dolor, ni…
- ¡Basta ya de palabrerío! Sal de una vez del laberinto y dime qué ves. Yo ya no te puedo ayudar. Una cúpula oscura cubre todo el espacio existente más allá de él. –le apremio, ansioso por saber que se esconde tras esa cúpula que, inventada o no, me impide la visión.
- ¡Luz! ¡Mucha luz! Eso es lo primero que percibo. Una luz suave, relajante, cálida.
- ¿Una blanca o amarilla, tal vez la luz del Sol?
- No. Una luz difusa, a veces de color rojizo, otras anaranjado.
- ¿Y qué más? ¿Cómo es el suelo?
- No hay. Me desplazo sobre una sustancia indefinible y elástica. Coloco una extremidad, si así puedo llamarse al hecho de pensarlo y mi pie, inexistente e ingrávido, avanza un paso sin hundirse pero realmente bajo mi espíritu no hay suelo alguno.
- ¡Qué raro es todo eso que me cuentas! ¿Y al frente? ¿Qué ves?
- Mira tu mismo. No sé qué magia tiene este lugar pero vuelvo a estar dentro de ti. Eres tú, cuerpo y espíritu el que se encuentra en este lugar, bajo la cúpula.
Era cierto. Me palpé para comprobar que era yo quien se encontraba allí, bajo una inmensa campana de cristal oscuro. Necesité pellizcarme en las mejillas para corroborarlo. Al momento sentí un dolor agudo y ambas enrojecieron tras la acción. Supe entonces que me encontraba alejado del amparo de mis padres y, lleno de temor ante tan extraña situación, traté de serenarme.
- «Esta vez he ido demasiado lejos, tengo que hallar una puerta o un orificio amplio por donde quepa mi cuerpo y salir de aquí». –pensé.
Quise regresar por el laberinto, aún a sabiendas de que tal vez fuera imposible encontrar la salida sin la visión global del mismo pero necesitaba intentarlo, regresar al pasadizo de arena y volver a la playa pero, por más que busqué dentro de la cúpula la entrada al laberinto, éste había desaparecido. Sencillamente, no estaba allí.
Lejos de desesperarme, opté por la única vía posible, seguir hacia adelante. Analicé antes el espacio semiesférico donde me encontraba. Se trataba de una cúpula de cristal de mediano tamaño que crecía a medida que caminaba. Por más que lo intentaba nunca llegaba a alcanzar pared alguna.
Caminé algunos pasos pero nada observé que llamara mi atención. Era como si aquel lugar estuviera en perpetua creación y se formaba ante mí, de un momento a otro con la misma velocidad que desaparecía a mi espalda el espacio recorrido.
- «¡Qué curioso, -pensé-, un lugar donde nada y todo existe a un tiempo!»
Quise comprobarlo. Miraba al frente y cuanto más me concentraba, más nítidas se volvían las imágenes de lo observado. Luego cerraba los ojos y los volvía a abrir. Imágenes neblinosas ocultaban los objetos y seres antes definidos con absoluta claridad hasta que mi vista se concentraba de nuevo. Volví la vista atrás. Aunque pusiera toda mi atención en la mirada y me esforzara en ello, imágenes turbias de objetos indefinibles gravitaban dentro de una atmósfera irreal de colores cambiantes. Nada distinguía en ella, todo era pasado.
Debería centrarme y mucho, en lo que estaba por venir. Así que, vista al frente, comencé a fijarme con enorme interés en lo que sucedía ante mí.
Observe como al fondo, a la derecha, se perfilaba una casita. Era una casita minúscula con paredes blancas y techo colorado. En su fachada se abrían siete ventanitas minúsculas y, curioso, me asomé a su interior. Una niña dormía plácidamente, ocupando siete camas minúsculas.
- ¡No puede ser! –manifesté asombrado-. ¡Estoy en el cuento de Blancanieves! ¿Qué hago aquí? –me pregunté, sin encontrar una respuesta que me convenciera.
En silencio, sin hacer el menor ruido, no dando crédito a lo que mis pupilas me confirmaban, regresé a la senda que me había llevado hasta la casa. No había dado un paso en el camino de vuelta cuando comprendí que no era posible la marcha atrás pues todo había desaparecido.
- ¡Está bien! ¡Está bien! –manifesté enfadado, como si me dirigiera a un ser juguetón y caprichoso capaz de manejar aquel micromundo a su antojo-. Si el pasado no existe seguiré siempre hacia adelante.
Rodeé la casa, pasé junto a un pozo minúsculo situado al lado de un frondoso limonero y proseguí la senda que se dirigía, cuesta arriba, en dirección a otra casa, ésta más iluminada y pintoresca, que se alzaba en lo alto de una colina. Aún no me había alejado mucho cuando a mis oídos llegaron las voces musicales de un grupo de enanitos que regresaba de trabajar. Volví la vista atrás y como ya me esperaba, nada vi con claridad, solo siete colores danzantes que, alegremente, formaban una especie de sensación caleidoscópica.
No tardé mucho en llegar. Se trataba de una casa multicolor. La variedad de colores se la proporcionaban los caramelos y chocolates de los que estaba hecha. Fresa, plátano, limón, nata, menta, chocolate blanco, chocolate negro. Un abanico de olores y sabores que capturaron mi atención al aproximarme a ella. Al llegar, los gritos asustados de unos niños me sorprendieron.
- ¡Socorro! ¡Socorro! -clamaba la voz infantil de un niño.
- ¡Ayúdanos! –imploraba otra vocecilla, en este caso de una niña, triste y apenada.
Me asomé a la ventana. Asombrado observé a un niño más gordito que yo, encerrado en una jaula de caramelo. Fuera de la jaula, una niña de menor edad le cogía una mano y lloraba desconsoladamente.
No me fue difícil entrar en la casa pues la puerta se encontraba entornada, sujeta apenas con una sencilla aldaba. Estaba claro que con el niño encerrado en aquella dulce prisión, su hermanita no se escaparía de allí. Me acerqué a la jaula y haciendo palanca con el atizador de una enorme chimenea que dominaba el salón en uno de los barrotes de caramelo, éste saltó por los aires. Tuve que romper otro para que pudiera pasar el niño. Tenía toda la apariencia de estar muerto de miedo, de hambre estoy convencido que no.
- ¡La bruja, la bruja! ¡Escápate mientras puedas! –gritaron a un tiempo, mientras, sin esperar siquiera a presentarse y agradecerme su salvación, volaban hacia la puerta, escapando por ella.
- ¿Así que rompiendo las cosas de los demás? –tronó a mi espalda la voz de una mujer muy enojada.
Me quedé de piedra. Al parecer la bruja había regresado y se encontraba allí, sujetándome por un brazo. Mi corazón, alocado, se puso a martillear como un tambor. No albergaba duda alguna de que yo sería el siguiente inquilino de la prisión de caramelo. Pero no sucedería con tanta facilidad, no sin presentar batalla. Bracée como un energúmeno, sacudiendo con fuerza el brazo que me aferraba pues, aunque no soy rápido ni ágil, dispongo de una fuerza extraordinaria, impropia en un niño de mi edad.
- ¡Déjame en paz, maldita bruja! ¡Déjame o te vas a acordar de quien es Juancho! -grité, con los puños cerrados y la voz más amenazante que pude improvisar.
- ¡Anda con el niño! ¡Mira este majadero! ¡Menudo genio tiene! ¿Pues no me ha soltado un soberbio guantazo? –manifestó indignada una voz que me resultaba muy familiar y no se correspondía con bruja alguna.
Abrí los ojos y ante ellos se encontraba mi madre, enfurecida. Volví la vista atrás y observé el castillo. Ningún juego multicolor de imágenes indefinidas se observaba en su interior. Volví la mirada al frente. Tras mi madre, con una nitidez tal que hería mis pupilas, se encontraba mi padre de pie, con la cara muy seria y gesto de enfado. Mi madre recogía apresuradamente con una mano las toallas y las sillas de playa mientras con la otra acariciaba suavemente la zona dolorida de su mejilla izquierda que presentaba un enrojecimiento creciente, síntoma inequívoco de un buen hinchazón. Incrédulo, miré a mi alrededor. Allí seguía el castillo medio derruido. No entendía nada. Ni rastro de la malvada bruja con una horrible verruga en la nariz que me esperaba ver. ¡Nada! Volví a escuchar la voz de mi madre:
- ¡Estás hecho un niño malcriado! –reprendía mi madre, siguiendo con la cantinela-. Te duermes sobre la arena como un lirón, no cuidas tu castillo y luego, cuando me acerco, te despiertas sobresaltado, dando gritos y sacudiendo mamporros a diestro y siniestro. La culpa es mía por preocuparme de ti, defendiendo el castillo de arena de aquel niño moreno con cara de pequeño truhán. Estuvo acechándote, esperando a que te durmieras. Su paciencia dio sus frutos, pues se aproximó en silencio y con los pies comenzó a destrozarlo, menos mal que, vigilante y enojada con él por lo feo de la acción, me levanté para llamarle la atención y decirle que las cosas de los demás se respetan, no se rompen.
Agaché la cabeza y en silencio recogí mis cosas. A renglón seguido me acerqué a mi padre que seguía de mal humor. Su respuesta fue contundente pues sin necesidad de palabras me aclaró las ideas con un buen coscorrón que coronó de dolor mi cabeza durante un buen rato.
- ¡Qué sea la primera y última vez que le levantas la mano a tu madre! –amenazó con voz grave.
Decepcionado por el cariz que habían tomado los acontecimientos, introduje las manos en los bolsillos del bañador. Al instante sentí algo duro y pegajoso en uno de ellos. De forma cilíndrica, ocupaba una buena parte del bolsillo. Ante mi perplejidad pues no sabía de qué se trataba, extraje el pringoso objeto y lo puse ante mis ojos. Al reconocerlo me quedé mudo y embobado, no dando crédito a lo que observaba y sin embargo, no existía duda alguna. ¡En mis manos descansaba un trozo de la reja de caramelo que había roto con el atizador en la casa de la bruja!
Quedé paralizado, incapaz de seguir el paso de mis progenitores. Como un autómata lo llevé a la boca, tal vez en un intento de ratificar con el paladar lo que ya confirmaban la vista y el tacto. Comprobé que era real y atesoraba un intenso sabor a fresas frescas. Cerré los ojos, seguro ya de mi aventura, con el fin de paladearlo y disfrutarlo con mayor deleite.
- ¿Cuántas veces tengo que decirte que no se cogen porquerías del suelo y mucho menos se llevan a la boca? –silabeó mi madre al tiempo que, con un soberbio manotazo, conseguía que el caramelo saliera de mi boca y volara por los aires hasta aterrizar junto a una palmera.
- ¡Vamos ya! –sentenció mi padre-. Bien sabes que al niño las palabras le entran por un oído y le salen por el otro. ¡A pesar de empecinarnos en su educación, Juancho no tiene remedio!
Mientras nos dirigíamos al coche, una sonrisa de felicidad asomó a mi cara. El problema no lo tenía él, eran los adultos quienes habían perdido la capacidad de soñar. Otro domingo, cuando regresara a la playa haría otro castillo y, bajo él, otro pasadizo y su espíritu regresaría al laberinto. Le quedaban muchos cuentos por visitar y, por mucho que le reprendieran una y otra vez sus padres, Juancho jamás perdería la capacidad de sonreír.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


PUBLICIDAD
ACTUALIDAD GALICIADIGITAL
Blog de GaliciaDigital
HOMENAXES EGERIA
PUBLICACIONES