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¿Evaluación de funcionarios?

Suárez Sandomingo, José Manuel - miércoles, 30 de julio de 2025
La Xunta retoma la evaluación del rendimiento de los funcionarios de la Administración general, excluyendo a los de Sanidade, Educación y Xustiza.
Y digo "retoma" porque ya en tiempos de Dositeo Rodríguez, cuando ejercía como conselleiro de Presidencia e Administración Pública bajo el Gobierno autonómico liderado por Manuel Fraga, se empezaron a plantear medidas orientadas a evaluar el rendimiento de los empleados públicos. Muchos de quienes en aquel entonces desempeñábamos funciones como servidores públicos recibimos con satisfacción la iniciativa de valorar nuestro desempeño en la gestión de los recursos públicos.
Sin embargo, no todas las propuestas fueron recibidas con el mismo entusiasmo. Algunas medidas parecían centrarse más en aspectos formales que en el fondo de nuestra labor diaria. Por ejemplo, se llegó a anunciar que se evaluaría con quién hablábamos y cuánto tiempo dedicábamos a esas conversaciones. En oficinas donde el contacto continuo con delegaciones, agentes y usuarios es esencial para resolver incidencias, la exigencia de documentar cada interacción podría acabar consumiendo más tiempo que la propia gestión de los asuntos públicos.
Otra de las propuestas que generó inquietud fue la exigencia de informar sobre la cantidad de expedientes tramitados, sin considerar la naturaleza ni la complejidad de los mismos. Esta aproximación puramente cuantitativa resultaba simplista y poco representativa del verdadero esfuerzo administrativo. En determinadas consellerías, el número de expedientes puede ser bajo, pero cada uno exige un alto grado de especialización, análisis jurídico y coordinación interdepartamental. Por el contrario, hay áreas donde se procesan centenares de solicitudes que, aunque numerosas, responden a trámites rutinarios y automatizados. Medir el desempeño exclusivamente por cifras corre el riesgo de invisibilizar el trabajo más técnico y complejo, y penalizar a quienes gestionan tareas que, aunque menos visibles, son cruciales para el funcionamiento del sector público.
Después de barajar todo tipo de alternativas —incluida la creación de un servicio específico de inspección administrativa— el proyecto acabó diluyéndose sin resultados concretos. Una de las razones fue el cambio de rumbo político: la caída del Gobierno de Fraga dejó sin respaldo institucional las iniciativas emprendidas y el artículo de la Ley de la Función Pública de Galicia que contemplaba la implantación de este sistema de evaluación quedó sin efecto. Lo que había sido presentado como una apuesta por la modernización y la rendición de cuentas terminó archivado, sin que se llegara a consolidar una cultura evaluadora que reconociese el esfuerzo, la dedicación y la complejidad del trabajo público.
Con la llegada del bipartito (BNG y PSOE gobernaron juntos en Galicia entre 2005 y 2009), se aprobó el Decreto Legislativo 1/2008, de 13 de marzo, con el propósito de refundir y ordenar la normativa existente en materia de función pública. Sin embargo, lejos de consolidar un sistema de evaluación riguroso y estable, esta nueva norma supuso un retroceso. Al eliminar tanto la obligatoriedad como la exigencia de una evaluación anual de resultados, se desactivó uno de los pilares que podrían haber fortalecido la profesionalización y la mejora continua en la administración. Así, se perdió una oportunidad clave para institucionalizar una cultura de evaluación que trascendiera los cambios políticos y garantizara la transparencia y la eficacia en el uso de los recursos públicos.
Ahora, vuelta a empezar. La Xunta ha anunciado la puesta en marcha de un nuevo sistema de evaluación del desempeño que afectará a cerca de 20.000 empleados públicos. Según el comunicado oficial, el objetivo es “mejorar la gestión de la Administración gallega” y “vincular parte de las retribuciones complementarias a la progresión alcanzada por el personal”. Aunque en teoría la iniciativa parece alinearse con la modernización y la eficiencia del sector público, la experiencia acumulada invita a la cautela. El éxito de este tipo de reformas no depende únicamente de la voluntad política o de su diseño normativo, sino de su capacidad para reflejar de forma realista la diversidad de funciones, contextos y cargas de trabajo que existen en la Administración. Sin criterios justos, transparentes y adaptados a la naturaleza del servicio, este nuevo intento corre el riesgo de repetir los errores del pasado.
Y aquí surge la primera pregunta de calado: ¿también serán evaluados en su desempeño aquellos cargos de designación política o los altos funcionarios con responsabilidades directivas? La duda es tan pertinente como incómoda, porque en no pocos casos, estos puestos han sido cubiertos en función de la afinidad, obediencia o lealtad personal, más que por méritos profesionales o experiencia acreditada, lo que popularmente se conocen como puestos de libre designación. Excluirlos del sistema de evaluación no solo generaría una fractura en la equidad del proceso, sino que enviaría un mensaje contradictorio a quienes sí deben someterse a valoraciones rigurosas. Si verdaderamente se aspira a mejorar la gestión pública, el compromiso con la objetividad y la transparencia debe empezar por quienes ostentan mayores niveles de responsabilidad.
Muchos lectores recordarán alguna conversación —o experiencia directa— sobre responsables que ignoran de forma sistemática los criterios y recomendaciones técnicas que se les ofrecen desde los equipos profesionales. En ese contexto, surge una cuestión inevitable: ¿cómo se medirá el desempeño de los funcionarios que trabajan bajo la dirección de quienes toman decisiones al margen de criterios objetivos? Evaluar a los técnicos sin considerar las condiciones reales en las que ejercen su labor —incluida la receptividad o el bloqueo de sus superiores— sería no solo injusto, sino contraproducente. La eficacia administrativa no puede entenderse sin liderazgo competente, basado en el respeto al conocimiento técnico, la toma de decisiones informada y la capacidad de generar entornos profesionales donde el mérito tenga lugar.
No se trata de una exageración. Mientras los puestos de responsabilidad en la Administración continúen cubriéndose mediante libre designación, sin una valoración objetiva de la idoneidad para el cargo, cualquier intento de instaurar un sistema de evaluación del desempeño será estéril o incluso contraproducente. Porque sin liderazgo profesional y legitimado por méritos, cualquier medición de resultados se convierte en una ficción peligrosa, que no solo distorsiona el esfuerzo de muchos, sino que puede desincentivar la vocación y el compromiso con el servicio público.
Este supuesto podría encontrar solución en el nuevo proyecto de ley de función pública impulsado por el Gobierno de España, orientado a modernizar y mejorar la gestión de los recursos humanos en la Administración. En particular, se establece una formación específica para los aspirantes que superen las oposiciones de los grupos A1 y A2, equivalente a 120 y 90 créditos ECTS, respectivamente. Esta formación será gratuita, tendrá una duración máxima de dos años y contará con becas del Ministerio de Educación, con el objetivo de consolidar en la Administración a los perfiles más preparados. Si se aplica con rigor, transparencia y vocación de servicio, esta reforma podría convertirse en un punto de inflexión para profesionalizar la función pública y fortalecer la confianza ciudadana en sus instituciones.
Otros países han desarrollado modelos mucho más exigentes y estructurados para el acceso a los puestos de alta dirección en la Administración. En Francia, por ejemplo, es habitual que estos cargos sean ocupados por egresados de escuelas de élite como Sciences Po o la antigua ENA (École Nationale d'Administration), ahora transformada en el INSP (Institut National du Service Public), que sigue formando a los altos funcionarios del Estado. En Alemania, además de contar con formación universitaria específica en gestión pública, se valora especialmente la experiencia profesional acumulada en la administración y las competencias directivas. Allí, el acceso a la alta función pública está marcado por un fuerte compromiso con la formación continua y el desarrollo profesional a lo largo de toda la carrera administrativa. Estos modelos, más meritocráticos y profesionalizados, contrastan con sistemas donde la libre designación sigue siendo la vía predominante para ocupar puestos de responsabilidad.
Suárez Sandomingo, José Manuel
Suárez Sandomingo, José Manuel


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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