Un paseo por el litoral de Telde
Dedicado a Xesús Trashorras escritor gallego, autor de una emocional reflexión crítica sobre
la publicación referenciada. Dedicado también al nutrido grupo de ilusiones infantiles que,
disfrazadas de niñas y niños, monitores, profesores y madres, los viernes del mes de julio recorrieron
conmigo estos espacios de magia y leyenda, de bufaderos ocultos y catedrales de arena.
Me perdonarán que el texto de Xesús no lo traduzca. Sería una falta de respeto imperdonable a su autor y a la lengua en que se manifiesta. El idioma gallego es fácil de leer y entender, especialmente cuando tal lectura la realizamos con cariño y desde el corazón.

"Din que ler é un xeito de viaxar sen saír do teu cuarto, ou baixo a sombra da figueira ou do carballo, onde adoitas refuxiarte nos días calorosos de verán. Foi o que eu fixen coa lectura do libro do meu amigo José Manuel Espiño Meilán, "El arte de caminar y el placer de sentir. Un paseo por el litoral de Telde".
Durante uns días seguín os pasos de José Manuel e do espíritu do seu amigo e compañeiro por este litoral canario, sentindo como a brisa do Atlántico -ese mar que nos une- atravesando montañas e vales chegaba ata min. Unha viaxe compartida na que descubrín novas paisaxes, tamén emocións, que xa me pertencen.
O libro é máis ca un paseo: é unha cartografía detallada desta parte do leste da costa de Gran Canaria, onde o autor mestura percepcións sensoriais, lembranzas do pasado, referencias culturais, reflexións... Unha mirada respectuosa cara ao entorno cun claro compromiso ecoloxista. Non todo no camiño resulta grato. O relato móstranos como nas últimas décadas este litoral se viu degradado pola intervención humana, especialmente pola urbanización desmedida. Mais tamén hai espazos que experimentaron melloras: algúns recunchos e praias, antes lugares moi contaminados, agora gozan de moi boa saúde, mesmo orgullosos exhiben bandeira azul. Algo que demostra que cando as adminastracións teñen vontade de compromiso é posible tomar medidas eficaces para minimizar ou mesmo erradicar os impactos negativos provocados pola acción humana.
O caso de Melenara, exemplo de recuperación e dignificación do espazo público, pode servirnos de guía e esperanza. Onde hoxe hai paseo, árbores, esculturas no mar, hai corenta anos estaba saturado de chabolas, casetas precarias, construccións sobre a area que chegaban ao mesmo borde do mar; unha auténtica desfeita ecolóxica.
Acantilados, roques, covas, praias, lagoas... Todo isto percorrín da man de José Manuel, onde a súa mirada e a súa voz me foron guiando por sendeiros descoñecidos. Non camiñei só; fun acompañado por sentimentos e emocións que afloraban ante a presencia dalgún barranco, dalgunha fumarola, dalgunha especie vexetal ou animal autóctono, transformando o meu camiñar en meditación, en pensamento e en reflexión.
A arte de camiñar e o pracer de sentir son universais e Espiño é quen de escribilos escoitando á terra antes de falar dela. O litoral de Telde pode estar moi afastado en quilómetros de Galicia, mais o que nos transmite este libro é todo o contrario. O camiñar por esta volcánica costa traspasa coordenadas porque no fondo fálanos dunha paisaxe interior que todos levamos pero poucas veces somos conscientes e non nos detemos a observala.
Ao rematar a lectura e polo tanto a viaxe, sentín unha conciencia máis nidia da beleza que nos ofrece a nosa nai natureza, tamén da súa fraxilidade. Fíxenme máis consciente, se cabe, da necesidade de protexer a terra, se queremos que os nosos netos poidan vivir nun mundo saudable, onde poidan camiñar non só por pracer, senón tamén por gratitude".

Nunca pretendí al escribir este libro otro objetivo que no fuera éste: Sentir, amar y respetar la Naturaleza, pues no somos otra cosa que seres biológicos que, como tales, no sólo formamos parte de ella, sino que, dañándola, ponemos en riesgo nuestra supervivencia. Todo lo que le ocurra a la Tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra palabras atribuidas al Jefe Seattle en 1854 en respuesta al presidente de los EE.UU. Franklin que definen de algún modo la correlación entre nuestras acciones y la evolución y equilibrio o desequilibrio de la madre tierra.
Por eso agradezco tanto tus palabras, estimado amigo, porque en ellas sé de tu entrega limpia y apasionada a la hora de interpretar el texto, una especie de alegato novelado que pone el foco en los espacios cotidianos, en nuestro entorno más inmediato, en los amigos del alma que nos acompañan en nuestro periplos vitales, generando con ello un océano de sentimientos y vivencias.
Y fue así como, en plenas vacaciones estivales, se me propuso acompañar a un buen grupo de niñas y niños teldenses procedentes de diversos colegios.
Sus monitores procuraban el disfrute de una mañana diferente, recorriendo un espacio natural emblemático, situado en el litoral de Telde. La elección de la ruta, la distancia y el recorrido quedaba en mis manos.
Escogí el tramo existente entre la playa y península de Tufia y la playa de Ojos de Garza. Si bello es el primer topónimo que hace referencia a Taufia, un guayre aborigen que habitó el poblado de piedra seca que corona el promontorio, el segundo topónimo nos acercaba la cautivadora belleza de unas aves, habituales en los charcones y rasas de este litoral. Nos referimos a las garcetas y las garzas reales.
El complejo de dunas fósiles que se encuentra entre ambas playas y la existencia de una cueva conocida por los habitantes de Tufia como la Cueva del Diablo, me permitieron emocionarlos, sorprenderlos con la visión de innumerables fósiles de caracoles marinos, algunos pertenecientes a especies ya extintas, presentes en estos fondos marinos hace decenas de miles de años, así como fósiles de caracoles terrestres que poblaron este mismo lugar en épocas en que las lluvias eran mucho más abundantes, me permitieron hablarles de los extraños sonidos que se escuchaban en épocas determinadas del año, en una amplia cueva existente en la Punta de la península de Tufia. La singularidad del fenómeno no llegaba a atemorizar a los niños y jóvenes pero, curiosos, preguntaban por su veracidad, si era cierto lo narrado o un cuento urdido con la intención de asustar a los más crédulos. Mantuve el interés en el aire durante unos minutos, los suficientes para que ellos verbalizaran un sinfín de hipotéticas razones, variopintas respuestas sobre la posible causa de tan lastimeros chillidos que parecían surgir de ultratumba. Luego llegó la razón verdadera que no era otra que las manifestaciones sonoras, la especie de chillidos que emitían las crías de una especie de ave oceánica, la pardela cenicienta, cuando sus progenitores regresaban de procurarse la ración de pescado necesaria y alcanzaban las huras existentes en los acantilados donde nidificaban y cuidaban su prole.
Todo sucedió como había esperado. Niñas, niños y adultos disfrutaron de un espacio único. Mi gozo era doble, por un lado la emocionalidad del reencuentro con todos ellos, con la educación ambiental, con un pasado docente y por otro la constatación de que la labor firme y decidida en pro de un espacio, la lucha por su defensa y la divulgación de sus valores siempre daban sus frutos. Allí y ahora, la piña de mar y el chaparro gozaban de mayor protección auspiciada por el único sendero permitido y por el cierre total de las zonas de mayor sensibilidad.
De regreso a casa, tras dejar atrás la alegre algarabía de niñas, niños y monitores, mi corazón estaba contento. Sonreí satisfecho. Eran estas las dosis de adrenalina, de ganas de vivir, que hacían que la vida se convirtiera en un festival continuo de emociones.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Lector, escritor y educador ambiental.