Una curiosa casualidad
Dedicado a todas aquellas personas capaces de plasmar en papel o en una pantalla de ordenador, fábulas, historias, sueños, reflexiones, pensamientos... y en especial a los atrevidos que se empeñan y son capaces
de publicarlas. A todos sus lectores, cómplices necesarios en el enorme placer del disfrute literario.

A principios del presente mes de junio, Gran Canaria se vestía de buenas intenciones con la celebración de variados actos para conmemorar el Día Mundial del Medioambiente. Mientras las salas ofertaban encuentros y jornadas, a las que asistían en su mayoría incondicionales seguidores del equilibrio ecológico y el respeto a los espacios naturales y los senderistas disfrutaban de múltiples rutas programadas, la naturaleza seguía agostándose, no sólo por la inminente llegada del verano sino porque las políticas de gestión ambiental en marcha no suponían más que el pariente pobre del todopoderoso capital urbanístico y especulador.
Ante la labor imparable de allanar desembocaduras y arrasar cauces de barrancos, reservando para el discurso de las aguas apenas un mísero canal de desagüe -sirva como ejemplo que por una cicatera salida al mar del barranco Sacateclas, medio metro de altura cuando necesita al menos dos metros, sufrió Salinetas inundaciones el pasado marzo-, de considerar de interés general meros intereses privados y de aprobar con urgencia, ante el crecimiento exponencial de personas y vehículos, más carreteras y más autovías, acudió a mi mente una escena de una película, que retrata como ninguna otra, la irracional realidad hacia la que nos lleva el desarrollismo a ultranza: Se trataba de aquella de Los hermanos Marx en el oeste donde quemaban la madera de los vagones, de los asientos del tren con tal de poder continuar la alocada marcha.
- ¡Más madera!, -era la frase que al parecer nunca pronunció Groucho en dicha película, pero que ha quedado para siempre como una de sus frases más notables.
El más madera canario es el crecimiento imparable con más hoteles, más camas, más vías de comunicación, más ocupación del suelo.
El más madera canario supone menos viviendas para la población canaria, más contaminación, peores servicios sanitarios, educativos y sociales porque están colapsados por la superpoblación sobrevenida -últimos datos manifestados con euforia por el gobierno canario hablan de dieciocho millones de turistas al cierre del pasado año-, lo que supone peor movilidad y colas eternas, supone una subida sin precedentes en los precios de los alimentos y de los alquileres y hace de la compra de la escasa vivienda disponible una misión imposible.
En suma, más madera para los canarios se traduce en más pobreza para los canarios, más trabajo sin una remuneración al nivel de lo exigido, pues la excelencia buscada en el desarrollo del mismo -servicios a la industria turística-, no se ve correspondida con unos sueldos al nivel de lo trabajado. Lo cierto es que por mucho que enmascaren estos datos, que los disimulen, que los escondan, las estadísticas, fiables y objetivas, son concluyentes -según el indicador europeo AROPE, el 31,8% de la población de Canarias se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión social-.
Coincidía la quincena con el tiempo en que descendía la Virgen del Pino de su altar en su basílica de Teror, mostrándose de madrugada a sus fieles, concentrados en la plaza, realzada su presencia por la figura de dos imponentes pinos canarios, árbol emblemático de nuestra cumbres que se dirigen al cielo en la fachada de la basílica, elevándose muy por encima de las torres del sagrado edificio, para convertirse por unas semanas en Virgen viajera. Recorría así el este insular para detenerse en tierras de Santa Lucía de Tirajana, de Telde y de la capital grancanaia, entre el regocijo, el sentimiento y la fe de millares de personas que la acompañaron en todo momento.
Y fue en este período de tiempo, un buen día, mientras la isla navegaba entre esperanzas medioambientales y fervor religioso, cuando el que esto escribe se acercó a la biblioteca Pública del Estado, ese hermoso edificio que se eleva frente al océano, justo en la avenida marítima de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, muy próxima a la Estación de Guaguas y del parque San Telmo, en busca de la obra literaria de una autora desconocida para mí, la coreana Han Kang, Premio Nobel de Literatura el pasado año.
Siempre ha supuesto para mí la subida por cualquiera de las dos escalinatas que conducen a esta biblioteca una especie de escalera al cielo. Se trata de dos escaleras

definidas arquitectónicamente una frente a la otra, una orientada al naciente, ofertándose al océano y la otra con orientación oeste, abriéndose a la ciudad y al interior de la isla que, para los amantes de la lectura y de los libros nos llevan a nuestro particular paraíso.
Una rampa asociada a esta última, convierte en accesible la bibliotaca a todas las personas, singularidad que nunca debería considerarse como tal, bien al contrario no debería ser relevante ni novedoso nombrar su existencia por innecesaria si en verdad las barreras arquitectónicas no existieran y se tratase de un triste y desafortunado recuerdo del pasado.
Una vez ante su fachada principal, Alonso Quesada da la bienvenida en un mural gigante, un poster que cubre gran parte de la misma mostrando una faz serena y lánguida mirada. Se celebra este año el centenario de su muerte, innecesaria razón aunque oportuna, para dedicarle el Día de las Letras Canarias y todo un año de encuentros y celebraciones, pues innegable es que se trata de una de las figuras más relevantes de nuestra literatura.
Tras franquear las amplias puertas acristaladas, un poster más reducido, con el mismo retrato del autor resguarda, tras él, un expositor donde se exhibe una reducida muestra de libros canarios. Frente a ellos, una serie de paneles trata, con el rigor que se le supone a una muestra didáctica, un tema interesante. Su título: "El habla canaria. Riqueza cultural de nuestro pueblo".
Saben ustedes de mi eterna curiosidad y así, antes de descender a la planta en que me encontraría con los libros de la escritora Kang, me aproximé y recorrí con calma la exposición que, con reconocido acierto, trataba sobre la variedad del español que se habla en Canarias, en qué consistía concretamente el habla canaria, el origen de las palabras propias del habla canaria, la conexión Canarias-Portugal, la conexión Gran Bretaña-Canarias, la conexión Canarias-América latina, el pasado y el presente del habla canaria, volviendo familiares vocablos y expresiones propias de nuestro acervo lingüístico, de nuestra habla popular, de la singularidad y del día a día en el habla de nuestra gente.
Fue luego, al término de este pausado recorrido, cuando me dirigí resuelto, al expositor de libros. Tres estantes de metacrilato mantenían los libros como si se encontraran flotando en el aire. Es ésta una curiosidad afin a la transparencia y solidez de este tipo de material. Mi vista recorrió cada libro, leyendo el nombre de cada autor y su obra escrita. Uno a uno, imaginando lo difícil que debería ser escoger una treintena de libros con la intención de exponerlos al público en general. No se me escondía que la muestra tendría que ser variada, con el interés capaz de provocar en los visitantes un estímulo, el necesario que les llevara a cogerlos en sus manos con la intención de hojearlos y echarles una ojeada. Tal vez leerlos, si así lo consideraban, bien en la sala, bien llevándoselos en calidad de préstamo.
¿Qué criterios habrían utilizado los responsables bibliotecarios para realizar esta selección? ¿Deberían buscar escritores consagrados o, por el contrario, escritores noveles? ¿Eligirían narrativa, poesía, teatro, ensayo, historia, comic...? ¿Considerarían la presencia en la muestra de autores vivos o seleccionarían autores de épocas pasadas? ¿Escogerían aquellos más peticionados y leídos o tal vez deberían dar visibilidad a otros que jamás disfrutaron de una consulta, una lectura o un préstamo?...
"Arenas blancas", "Cofete", "El dulzor de la tierra", "El collar de Caracoles", "Gambuesa", "Nada fue en balde", "Afortunadas", "Solo", "La costa de los ausentes", "La isla de los muchachos hermosos", "Muerte en Vegueta"... eran algunos de los muchos títulos presentes en aquella reducida muestra de treinta y tres libros seleccionados.
Luego mis ojos se dirigieron al extremo izquierdo del último estante. Luis León Barreto lo ocupaba con una de sus obras más recientes: "El volcán y otros cuentos". Me acordé de él, presente en un curioso encuentro. Se trataba del personaje principal en una tertulia de amigos. Era el invitado de honor. Esto sucedía, hace más de dos décadas, en el recogido patio de la casa de uno de los tertulianos, muy cerca de la playa de La Garita. Esa noche la invitada era la literatura canaria, reflexionar sobre sus derroteros, tratar el fenómeno de la insularidad, tanto en la creación como en las oportunidades o dificultades a la hora de dar a conocer la obra literaria, de proyectarla más allá de las islas. La elección había sido muy acertada. Luis era un maestro de la comunicación y la tertulia fue un placer compartido.
Hubo más noches como aquella, pues al campo literario se le unió en otras sesiones el científico, el botánico, el oceanográfico, el histórico, el geográfico...
Pero como todas las bellas historias, aquella también tuvo un final. En el ánimo de su promotor, de su ideólogo, José Luis González Ruano, nunca se contempló que aquel momento llegara. Se admitía un punto y seguido, nada más. Pero el tiempo atenúa las pasiones del conocimiento y adormece las inquietudes que las provocaron, diluyéndose finalmente.
Por eso me alegraba tanto la visión del libro de Luis León Barreto. Lo abrí al azar y en la página 80 leí el siguiente párrafo:
"El volcán al fin rompió a manar lentamente sepultando huertas, casas y pajeros, y reventaba desde abajo con un gran estruendo, como si el centro del planeta se estuviera quebrando".
Sin dudarlo, me acerqué al mostrador y lo solicité en préstamo, con la sana intención de disfrutarlo durante un par de semanas.
No sé por qué, seguí recorriendo las atractivas portadas de los libros. Algunos me llamaban a hojearlos y ojearlos; en verdad sentía unas ganas locas de llevármelos todos y leerlos con mucha calma.
Fue entonces cuando mi vista tropezó con dos de ellos y allí quedó inmóvil la mirada, prendida por un instante que se me antojó infinito, atrapada en tan vívidos y emocionales recuerdos que tuve que dar un paso atrás y respirar hondo.
Sus títulos me eran muy familiares: En el de la derecha se leía "Ulises y la Garita azul", en el de la izquierda, justo a su lado: "Un camino de leyenda".
Ambos se encontraban situados en el expositor central y en él, ocupaban geométricamente el centro del estante. Era como si fueran colocados a propósito: una fila de libros por arriba, otra fila por debajo y justo en la del centro colocados de tal modo que, con cinco libros por cada lado, completaban la docena de obras que exhibía la rígida plancha de metacrilato.
Se trataba de dos publicaciones de dos grandes e inseparables amigos. Cada uno de ellos había vivido junto al otro la creación literaria de las obras expuestas allí.
"Ulises y la Garita azul" era un canto a la vida, una metáfora al océano, un paternal abrazo al primogénito. Su autor, José Luis González Ruano.
Las páginas del libro eran belleza pura:
"La Garita, Ulises, fue siempre azul. Se perdía hacia abajo adentrándose en el azul del océano y se cubría de azul con los cielos límpidos de primavera"
"Un camino de leyenda" era un sueño pergeñado por su autor, diez años antes de ser escrito. Creado como idea que se congela en el tiempo y espera el momento óptimo para mostrarse. Acaso se tratase, sin saberlo, de la paciente semilla de una planta esperando la salutífera lluvia que le permitiría germinar y florecer con éxito.
"El pinar se mantiene envuelto en niebla. Es temprano y el sol apenas asoma entre la bruma. Incapaz de eliminar la humedad de la noche asentada sobre el paisaje, semeja en el horizonte una fría moneda plateada"
¡Qué curioso! Nunca aquellos autores pensaron ver sus libros en una exposición como ésta. Siempre trataron de mostrar la belleza de la naturaleza de la que formaban parte, tratando de insuflar respeto desde el valor y la hermosura de los paisajes y de las especies que los habitan, esperanzados en la valía del conocimiento como mágico sortilegio capaz de fortalecer la visión de sus lectores y de los seres humanos hacia su entorno, interpretando la vida y el respeto a la misma como parte esencial e indisoluble del propio yo, del crecimiento personal acorde con el valor del medio que nos acoge, que nos protege, que nos da la vida. Siempre trataron de mostrar un permanente canto a la vida, procurando que las suyas fueran ejemplo de ello, desde el más nimio como extraordinario saluda diario al amanecer que nos acoge hasta el momento placentero de relajación en la puesta de sol, quien nos despide cada día con la promesa eterna de un nuevo reencuentro a la mañana siguiente.
Eran, tengo que reconocerlo, dos Peter Pan en eterno vuelo, jamás pensaron que uno de ellos podría algún día marcharse al País de Nunca Jamás y dejar de asistir a un nuevo amanecer terrenal.
Por eso me sorprende el arbitrio de la casualidad o ¿acaso será una señal? ¿acaso hubo una razón definida para situar estos dos libros ahí, en el centro de la muestra?
Yo, Peter Pan superviviente, realicé la pregunta a las biblitecarias, pero su extrañeza no arrojó luz alguna a mis interrogantes. Desconocían quien había llevado a cabo la selección y si había o no un motivo por el cual estaban colocados de tal modo.
Pensé entonces en una curiosa casualidad que me agradaba en grado sumo. Sin mayor dilación me dirigí a la planta baja y solicité los dos libros disponibles de la escritora Han Kang.
"La vegetariana" era en estos momentos un libro de moda y el más peticionado e "Imposible decir adiós" acababan de devolverlo. Subí con ellos bajo el brazo. Arriba, en el mostrador de préstamos, añadí ambos al de León Barreto. Me despedí de las biblitecarias con una sonrisa y me dirigí resuelto, hacia la puerta de salida.
Obligado a pasar frente al expositor, observé el lugar vacío que había dejado el libro de Luis, pero en el estante central de metacrilato, faltaban ahora dos libros más. Habían desaparecido mientras me encontraba en la planta inferior. Aunque les resulte difícil de creer, se trataba de: "Ulises y la Garita Azul" y "Un camino de leyenda".
Perplejo, volví la mirada hacia el personal de biblioteca. Las dos bibliotecarias estaban enfrascadas en el registro de nuevos préstamos. ¿Se trataba de otra curiosa casualidad? ¿Cómo habían desaparecido los dos libros juntos?
Como un autómata seguí caminando hacia la puerta. Al salir del edificio, ajeno al salutífero y vivificante efecto de la maresía reinante, cuerpo y espíritu continuaban sumidos en un mar de dudas.
José Manuel Espiño Meilán, Presidente Honorífico del Colectivo Ecologista Turcón, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.