Desde el patio de butacas
Alén, Pilar - jueves, 19 de junio de 2025
«El Gran Teatro del Mundo». Buena obra para ser puesta en escena en cualquier época del año. No es compleja en su montaje, pero requiere disponer de una docena de personas con experiencia para transmitir, con palabras y escasos gestos, el mensaje que conlleva. Su autor, Calderón de la Barca, la escribe metido de lleno en el contexto del s. XVII, en medio de una sociedad amenazada por la pérdida de los valores de siempre y para un mecenas (la Iglesia) que debe sentirse satisfecha -o al menos, conforme- al verla, antes y después de la censura previa. Para entender la alegoría que ahí se plasma y los códigos que el dramaturgo emplea hay que introducirse en estructuras específicas y preestablecidas. Se trata de un auto sacramental para el Corpus, cuyo tema no es la Eucaristía sino exponer, de forma didáctica, la necesidad de que cada cual asuma el papel encomendado para llegar a un fin en parte, predeterminado- si lo desarrolla debidamente: «Lo que concede al Auto la aparente esencialidad es el hecho de que en él sólo se dan las consecuencias de un planteamiento ideológico, escamoteando el proceso. O, dicho de otra forma, la obra finge presentar sólo las bases, aisladas, cuando lo que en realidad presenta son las consecuencias de una actitud e intereses muy concretos» (D. Ynduráin).
Cuando los actores interpretan, encima de un estrado, un papel que, a su vez, es hacer otro papel -valga la redundancia- haciendo 'teatro en el teatro', es complicado descifrar el fondo que subyace detrás de lo que quieren transmitir. Recíprocamente, cuando los espectadores, recostados en un patio de butacas, disfrutan de un espectáculo, lo que desean es entender -hasta donde sea posible- lo que están viendo representado, sea con mejor o peor arte.
En la vida cotidiana es difícil creer en alguien que, salvo que pertenezca a una compañía de comediantes, escenifique con hilaridad un rol que en verdad es asunto serio o importante. Y es que, simplificando: hay actores profesionales, personas 'teatreras' y las que despistan con su forma de comportarse. Me gusta y aplaudo a las primeras. Me cuesta, en cambio, confiar en las que hacen un paripé que a cuatro leguas se ve.
En este jueves, que 'reluce más que el sol', o el próximo domingo, saldrán en algunos lugares procesiones que proclaman un acto de fe. Ahora ya no se interpretan 'autos sacramentales', pero hay gentes en las calles reclamando coherencia y sensatez a unos dirigentes que distan de tenerlas, pues hacen mofa de sus iguales, tirándose los trastos a la cabeza, lanzándose dardos, con sarta de ironías y retrancas que ya cansan. Llevan meses ofreciendo la misma función y, al final del curso académico y político, tras tanto rodaje (en sesiones parlamentarias), tienen tablas, se les nota sueltos, acomodados. Carcajean, gesticulan con las manos, increpan a sus adversarios. Son geniales.
¿Cómo terminará esta enrevesada telenovela con tantas subtramas y personajes? De modo diferente a la obra barroca, en la que, arrodillados ante la Sagrada Hostia, se escucha: «(...) el ángel en el cielo, /en el mundo las personas/ y en el infierno el demonio, /todos a este pan se postra; /en el infierno, en el cielo/ y mundo a un tiempo se oigan/ dulces voces que le alaben/ acordadas y sonoras».
La condonación de penas que reclaman sería el fin deseado: «Y pues, representaciones/ es aquesta vida toda, / merezca alcanzar perdón/ de las unas y las otras. / FIN». Pero pienso que por mucha música que utilicen para acallar voces o abucheos en los graderíos, o para vivir su día a día, no podrán hacer creíble lo increíble, bueno lo malo, honesto lo perverso. Lejos les queda, dado que el mal está hecho. Pena.

Alén, Pilar