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Aguayro

Espiño Meilán, José Manuel - domingo, 01 de junio de 2025

Dedicado al amigo capaz de promover y crear una Orden, la de los Caballeros de la Puerta del Aire y
a sus tres compañeros. Con un deseo manifiesto, que a través de esta lectura afloren entrañables e
inolvidables recuerdos y con un anhelo, que sus vidas, allí donde se encuentren, sean muy satisfactorias.

Aguayro
"Eu non creo nas meigas, mais habelas hainas"
Este dicho popular habla por sí solo de la practicidad, sutiliza y espiritualidad compartida con las creencias más ancestrales que siempre han acompañado a los naturales de esa hermosa tierra que se extiende, verde y frondosa hasta el océano, quien con su azote tan incesante como inclemente, forjó rías, lagunas y playas a través de millones de años, dotando tan mítico paraíso natural, que forma parte del continente más antiguo del planeta, de una belleza sin igual y de una riqueza gastronómica conocida y valorada en todo el mundo.
“Yo no creo en las brujas pera haberlas, las hay”, dice la expresión gallega que inicia este artículo. Nada tengo que objetar, nada que añadir. La prudencia y socarronaría juntas, confirman una cosa y la contraria a un tiempo. Voy y vengo, subo y bajo. Depende. ¿Seña de identidad, astucia, desconfianza, recelo? La reflexión la dejo para ustedes
Tras esta corta digresión, recupero la razón del título pues de eso se trata. Hace tres meses, de repente, me entró el gusanillo de volver a subir al roque Aguayro, una curiosa y bella formación geológica en la isla de Gran Canaria.
Aguayro siempre ha sido para mí un lugar lleno de energía y misterio. Llevaba una treintena de años sin visitarlo y las recientes fechas de Carnaval me parecieron una buena oportunidad para abordarlo de nuevo.
Recuerdo que las veces anteriores obedecieron a sugerentes, atractivos y, también, disparatados encuentros. Uno tenía que ver con la búsqueda de una pared difícil, orientada al suroeste, por la que trepar mi querido amigo Sergio Placeres Rodríguez y yo, probándonos, hasta alcanzar su cima. En aquellas insensatas aventuras se unían la juventud, la confianza en unos músculos que respondían al unísono, el disfrute que encontrábamos en pos de un buen chute de adrenalina y en la imprudencia propia de aquellos años. Está claro que si estoy escribiendo este artículo es porque en aquellas ocasiones conseguí sortear las dificultades propias de paredes imposibles, apenas con rasguños o pequeñas heridas producto del contacto del cuerpo con los tallos espinosos de algunas plantas, y llegar a la cima del roque.
En otras ocasiones tratábamos de buscar una cueva tras la pista de una leyenda. Además, algunos montañeros nos habían hablado de la conocida como Cueva de Las Monedas -tal denominación se debe a que sus piedras emiten una especie de sonido metálico que recuerda el propio de las monedas, algo natural si la formación del roque se debe a una colada lávica fonolítica, pues es de todos sabido que estas piedras emiten con el golpeteo de una contra otra, tan particular sonido-.
El aliciente mayor era el de la leyenda. Un par de senderistas, hacía ya muchos años, pernoctando en las playas de Guguy nos confiaron una información recibida de unos pastores de la zona de Los Corralillos relativa a la existencia en esta montaña de una oquedad que atravesaba el roque de lado a lado. Nos confirmaron que ellos jamás la encontraron pues ninguna referencia habían dado los pastores sobre su ubicación. Al parecer era compleja la labor de encontrar su entrada pero lo cierto es que tras escucharles, nos interesaron ambas historias. La cueva de las Monedas no fue difícil dar con ella en nuestra primera subida al Roque, pero de la fantástica galería, nunca supimos.
Acariciaba yo los cuarenta años cuando de la imaginación de un grupo de amigos surgió la idea de crear una Orden de Caballería. Y del pensamiento a la acción, tomó nombre: Orden de Los Caballeros de la Puerta del Aire. Si tenemos en cuenta que dicha Orden se creaba orientada a la realización de periplos jacobeos y de gozar con la naturaleza, climatología, gastronomía e historia de los lugares transitados, no puedo negar que era todo un acierto. Sin duda alguna, aquello idea me cautivó.
Se trataba de una historia muy bien pergeñada: La creación de una Orden de Caballeros que iniciaba su singladura en la emblemática Catedral de Santa Ana de Las Palmas de Gran Canaria. De ahí surgía su nombre: La Puerta del Aire, una joya de estilo renacentista que facilita el paso del edificio catedralicio al famoso Patio de los Naranjos, un recinto del siglo XVII que luce una hermosa balconada típica canaria. Su objetivo consistía en la realización de diversos rutas jacobeas -Caminos de Santiago- por la península, comenzando por la ruta clásica del Camino Francés, el que como bien saben, comunica Francia con España a través de los Pirineos, abordándola por Roncesvalles e iniciando el periplo en la ciudad francesa de Saint Jean Pied du Port, Donibane Garazi si con quien hablamos en cualquiera de las tabernas que se encuentran junto al río Nive, se trata de un ciudadano que siente sus orígenes vascos, entonces utilizará la denominación acuñada para esa misma localidad dentro del País vasco francés. Aguayro
Nada necesitaba la Orden recién creada más allá del compromiso de cuatro amigos. Y así se hizo. Los caballeros, para serlo, debían elegir un símbolo, grabarlo en una pequeña piedra y ascender al roque Aguayro para depositarlo en un lugar secreto, en la planicie de la montaña.
Jamás llegamos a subir los cuatro. Vicisitudes que no vienen a cuento nos lo impidió. No obstante, la firme decisión de uno de ellos -es posible que fruto de una promesa realizada a sí mismo-, consiguió que las piedras llegaran al alto de la montaña y allí deberían continuar ahora, veinticinco años después. Un cuarto de siglo pleno de aventuras conjuntas, pues la Orden realizó varios periplos jacobeos, año tras año, coincidiendo la mayoría con fríos y deseados tiempos invernales -la razón era la atracción que ejercía sobre sus miembros las bajas temperaturas, la lluvia, la nieve y la poca afluencia de peregrinos en tales épocas-, hasta que uno de los Caballeros fundadores inició su particular Camino de las Estrellas. A pesar de la tristísima sorpresa, nada que el poeta Jorge Manrique no nos advirtiese hace un poco más de medio milenio, en sus versos: “… como se viene la muerte tan callando”, el resto continuamos nuestro Camino particular, compartiendo vivencias, emociones, sentimientos.
La persona que esto relata, deseaba realizar el periplo de encuentro con los símbolos, esta vez en solitario. Regresar a la montaña y constatar “in situ” la fugacidad del tiempo, sentir el paso de la vida en un instante y valorar en un ser vivo, una extraordinaria tabaiba dulce bajo cuya sombra sellamos nuestro pacto de Caballeros hace tantos años, como continuaba en su desarrollo como soberbio ejemplar arbustivo, cómo transcurría su vida, cuánto había crecido, cuánto había cambiado. Saber también de la eternidad de un monolito pétreo que coronaba la cima en su punto más álgido, comprobar si seguía aún enhiesto, imperturbable o, en cambio, el tiempo le había pasado factura y, tal vez, desmoronado.
Quería descubrir si la montaña es un libro abierto a todos los que la visitan o, por el contrario, mantiene intactos secretos que senderistas y montañeros le han confiado.
Deseaba emocionarme, sentir la plenitud de la montaña, la inmensa alegría que proporciona escalar un nuevo cerro, montaña o cumbre y saberme vivo, pero sentir de igual modo el escalofrío que conlleva asomarse al abismo vertical de la cara suroeste, por donde muy joven alcancé la cima, sin pensar entonces que fue la suerte y la providencia quienes permitieron aquel día la llegada a ella sin despeñarme.
Pero también existía una curiosa razón: la búsqueda de vestigios de meigas y brujas sobre una montaña a todas luces, mágica. Situada en medio de un gran llano cubierto de balos, próxima a una estación arqueológica única, santuario aborigen llena de grabados, entendía el porqué algunos vecinos de las cercanías y del municipio de Agüimes hablaban de un pasado de brujas observadas en la montaña, de luces que se encendían sobre ella, de reuniones secretas, de aquelarres, de ofrendas y, por qué no, de extraños rituales.
¿Qué había y que hay de verdad en todo ello? Posiblemente nada, pero todas estas conjeturas siempre fueron capaces de ponerme en camino. Hablaba no hace mucho tiempo en un artículo que la curiosidad, el afán de saber y el conocimiento eran claves esenciales para una vida plena. No lo niego, en ese camino me encuentro.
Dejé el coche en el aparcamiento del pago de Los Corralillos. Sabría luego, durante el periplo, que un acceso directo desde el parking de Cocodrilo Park evita laderear una buena parte del roque, pero necesitaba observar y analizar las cuevas, grietas y fisuras que se encontraban a pie del monolito pétreo, justo antes de iniciarse el extenso piedemonte.
No fui sólo, la edad y la exigencia del último tramo de la ascensión aconsejan prudencia. También los recuerdos de riesgos insensatos cometidos en solitario y la seguridad que procura, en rutas complejas, la compañía de un amigo de absoluta confianza como lo es, para mí, Anselmo Marrero Tejera.
Cruzamos el pedregal correspondiente al cauce del barranco de Corralillos e iniciamos la subida por la cara norte del roque, en busca del barranquillo sin nombre que observé a media montaña. Varias cantoneras y canales de riego testifican la feracidad de esta tierra a mitad del siglo pasado, cuando el agua era abundante, el trabajo de sol a sol y la entrega a la tierra una obligación -a nadie se le oculta que la necesidad dicta sus propias reglas-, y todo esto que observábamos formaba parte de una extensa vega agrícola y ganadera, salpicada por higueras y otros árboles frutales y donde eran mucho más numerosas las palmeras canarias.
Deseo acercar al lector el sitio donde se encuentra la montaña. El roque se situa en el sureste de la isla de Gran Canaria, en el término municipal de Agüimes, elevándose entre dos barrancos que la flanquean, hacia el sur el barranco de Balos y hacia el norte el barranco de Corralillos.
El roque está protegido por Ley, pues forma parte del Monumento Natural Roque Aguayro, un amplio espacio que recoge no sólo el Roque sino una serie de cañadas, barrancos, lomos, barranquillos y mesas: cañada de la Arena, cañada de La Barrera, cañada del Lomo de Lucas, barranco de Las Pilas, barranco del Roque, barranco de Los Charquitos, barranco de Temisas, barranco Colorado, mesa del Roque, mesa del Morales… Se trata de algo más de ochocientas hectáreas pertenecientes a dos municipios: Agüimes que cuenta con tres cuartas partes del espacio protegido y Santa Lucía de Tirajana con el resto.
El Roque no es tal sino que se trata de una montaña alargada, un pitón fonolítico sobresaliendo de una serie de antiguos apilamientos basálticos cuya elevación más alta se sitúa en el oeste, donde alcanza los 542 metros en su cúspide. Es la zona conocida cartográficamente como El Fraile. A partir de aquí, la loma inicia un descenso continuo hasta culminar en su cota más baja, en el otro extremo del Roque, 322 metros de altitud, en la zona conocida como la Punta del Roque -ver ilustraciones adjuntas-.
El topónimo responde a una denominación aborigen pues como tal lo encontramos en crónicas históricas del año 1551.
Pero regresemos al ascenso. Lo iniciamos en la cañada de la Arena, justo en la Hoya de Los Santana y nos dirigimos ladera arriba. El objetivo es recorrer a pie de risco la mayor parte de la superficie rocosa. Antes de la zona conocida como La Umbría del Roque, atravesamos tres o cuatro vaguadas apenas perceptibles, que a modo de incipientes barranqueras se afanan en erosionar el piedemonte de la montaña. Una de ellas, tiene la entidad suficiente para considerarla un pequeño barranco. Es por ella por donde abordaremos el Roque en la procura de un acceso a su cima.
Pero vayamos con calma. A grandes rasgos la vegetación del piedemonte de esta cara norte del roque sigue estos patrones: en primer lugar un ralo tabaibal amargo, donde destacan según ascendemos, la presencia de abundantes ejemplares de magarzas (Gonospermum ferulaceum) que, a pesar de la sequía extrema que padece la zona, destacan por la fortaleza de su intensa floración así como por el llamativo verdor de sus hojas. Nos encontramos a finales de febrero y esa misma fuerza floral la tienen los matos de risco. Sorprende porque, el contrapunto como consecuencia de la sequedad sufrida en la zona lo ponen los tallos secos y ennegrecidos de muchas tabaibas amargas, verodes y espinos de mar que se observan por doquier mientras asciendo. En nuestro camino identifico ejemplares de botoneras (Asteriscus graveolens ssp. stenophyllus) y abundantes pies de tomillos (Micromeria varia ssp)
No hay camino ni senda clara, ni la habrá en el barranco que nos permite abordar su cima. Sí observamos algún mojón de piedras al llegar a él. Nada más. Pero sigamos con el periplo. Una vez alcanzo el inicio del pie de monte, una franja blanquecina, supongo que de cenizas pulverulentas o material rocoso muy degradado, separa la roca fonolítica del inicio del piedemonte.
Camino con prudencia por este continuo sube y baja que bordea el pitón, con la vista puesta en múltiples grietas y pequeñas cuevas. Una de ellas, más profunda que las restantes, la identifico como la Cueva de las Monedas. No obstante, más allá de las huellas de aves, algún que otro huesecillo y plumón blanquecino y grisáceo propio de las crías de pardelas cenicientas que llegan hasta este roque donde aprovechan las abundantes diaclasas y oquedades formadas por abrasión eólica o por rotura térmica para anidar, nada observo de singular interés que me referencie la existencia de una grieta larga y profunda.
Al tabaibal amargo le sigue un tabaibal dulce, donde las euforbias alcanzan un soberbio tamaño, elevándose la mayoría hasta los dos metros de altura. De gran porte y amplio diámetro, conforman un bosquete arbustivo bien conservado. Caminando entre sus ejemplares alcanzo el barranco en cuestión, un minibarranco sin nombre en la cartografía consultada. La espina blanca (Asparagus pastorianus) es abundante en la parte central del piedemonte. También encuentro ejemplares de esparraguera arbórea (Asparagus arborescens), cuyos tallos crecen en altura y no forman pequeños macizos espinosos a menos de medio metro de altura como lo hacen las espinas blancas. Es entre las tabaibas dulces y en su entorno donde observo los primeros ejemplares de cardoncillo (Ceropegia fusca). Luego, una vez arriba, se encuentran en el llano pétreo y sobre los riscales que se desploman en la cara sur de la montaña. La mayoría presentan tallos alargados, pero algunos serpentean entre los tallos de las tabaibas dulces buscando la luz. Todas están en flor. Es ésta una planta que sorprende por sus curiosas formas florales y por sus escasas, pequeñas y delgadas hojas.
Estamos a punto de iniciar la parte más compleja de la subida. La ascensión final a través de la pared fonolítica.
A nuestra izquierda, en el piedemonte que resta hasta la cara este del roque, se extiende un soberbio cardonal. En él observo una serie de grandes cardones que, densos en una buena parte de la ladera, imposibilitan el paso entre ellos.
En la subida destacan pequeñas agrupaciones del endemismo conocido como lágrimas de la Virgen (Pancratium canariense), siendo abundantes también las orquídeas canarias (Orchis canariensis). Sorprende un único ejemplar de dama, observado en la parte alta de esta barranquera. ¿Podría tratarse de un ejemplar de Parolinia platypetala, el endemismo del barranco de Guyadeque? Ahí queda la duda, un reto abierto a la curiosidad de los botánicos.
Una vez en la plataforma superior, el paisaje que observamos es único. Hacia el norte destacan las inconfundibles siluetas de los templos parroquiales de Agüimes e Ingenio, descollando apenas entre el entramado urbano de ambos núcleos poblacionales que se confunden desde esta atalaya. Deslizando la vista en dirección a la costa, destaca la alargada silueta del Paisaje Protegido Montaña de Agüimes, con sus cúspides diferenciadas: montaña de Las Huesas, montaña del Cabezo, Morros de Ávila. Volviendo la vista al Roque, a nuestros pies discurre el amplio cauce del barranco de los Corralillos.
Hacia el este, en primer plano, nos encontramos con la confluencia de los barrancos de Corralillos y de Balos, más abajo la montaña de Majadaciega con varios aerogeneradores en su cúspide que nos revelan el caos existente a la hora de ubicarlos sin la existencia de una previa planificación. Al ser la improvisación, la picaresca y los contactos interesados quienes deciden donde implantar nuevos molinos eólicos, sin tener en cuenta el destrozo paisajístico y los valores geológicos, medioambientales, etnográficos y arqueológicos del territorio insular, el resultado final es el que observamos. Algo similar ha ocurrido con la montañeta del Canónigo situada a la izquierda de Majadaciega y en otros pequeños conos observables desde este singular mirador. El campo de aerogeneradores se extiende por todo el llano hasta perderse de vista en el sur de la isla.
Similar expansión tienen las zonas urbanas observadas: Cruce de Arinaga, Arinaga, Vecindario, El Doctoral, Cruce de Sardina, Aldea Blanca, Sardina, Casa Pastores, Juan Grande…, y es que la superficie deltaica formada por la potente erosión de un sustrato volcánico durante millones de años favorece esta plataforma aluvial propicia para asentamientos urbanos expansivos y amplias superficies cultivables, bien a cielo abierto o bajo invernaderos, todos ellos, actualmente, en clara regresión.
Desde la Punta del Roque la visión de la costa es única. Destaca en ella la montaña de Arinaga y su roque, la central térmica de Juan Grande, los Llanos de Juan Grande y El Castillo del Romeral, El Sitio de Interés Científico de Juncalillo del Sur…
Hacia el oeste nos encontramos con Temisas y parte de la caldera de Temisas y, elevando la vista, la cumbre en todo su esplendor. La Estación militar de Vigilancia Aérea del Acuartelamiento Aéreo Pozo de las Nieves, el morro de la Agujereada, la Gañifa, el Alto de la Gorra con su cuerpo de antenas, El Campanario…
En primer plano el barranco de Temisas y tras él, el lomo de la Cruz y el lomo del Duende. Destaca en este último, conocido por ubicarse durante años el camping de Temisas, la mancha de verdor propia de algunos cultivos y de la presencia de árboles ornamentales y frutales, en medio de un paisaje tan yermo.
Hacia el sur, observamos a nuestro pie el barranco de Balos. Este barranco, aguas arriba, es conocido como barranco de La Angostura, un barranco al que se unen por la vertiente izquierda, la cañada de la Majadilla, El barranco de Los Charquitos, el barranco de Las Pilas y la cañada del Lomo de Lucas. Esta cañada bordea el Roque por su cara sur, y con el barranco de Los Corralillos, que hace lo mismo por su cara norte, forman un cauce común que recibirá desde aquí una única denominación: barranco de Balos.
No es difícil interpretar el porqué de este topónimo si observamos la densa población de balos que cubre una buena parte del cauce del barranco en dirección a la costa.
Elevando la vista desde esta atalaya privilegiada, identificamos la montaña de las Carboneras y el Alto de Los Cuchillos y entre esta serranía y la de Amurga se intuye el impresionante tajo y amplio cauce del barranco de Tirajana. El paisaje observado finaliza con los sinuosos perfiles del macizo de Amurga.
Pero rescatemos el paseo por el Roque. El acceso habitual a esta cima alargada que tiene una longitud de unos mil seiscientos setenta metros -cálculo que ha hecho y me ha facilitado mi acompañante Anselmo Marrero-, es por este barranco orientado al norte, aunque al parecer hay otro en esta misma cara norte, próximo su final, en la zona conocida como la Punta del Roque. Existe en la cara sur otra vía de acceso pero es un poco más complicada y necesita un pequeño destrepe.
No tardamos más de una hora, hora y media si vamos observando plantas, animales y paisaje, en ponernos arriba, pero una vez en la cima, el roque tiene atractivos como para pasar una mañana o el día completo disfrutando de este Monumento Natural con calma.
Nosotros seguimos las pequeñas torretas de piedra que nos llevan en dirección a la punta más alta, orientada al oeste. Allí debería encontrar una gran torreta, que recuerdo se elevaba -hace más de treinta años-, más de un metro de altura. Tanto Anselmo como yo la habíamos observado en subidas anteriores -y de ello daban fe las fotos que guardábamos-, pero una vez alcanzamos el punto más alto del roque Aguayro, nada encontramos de ella. No tuvimos duda alguna en que, por razones que desconocemos, fue desmantelada desde su base y las lajas que formaban aquel monolito pétreo, se encontraban dispersas por el entorno inmediato. Buscando algún vestigio de las lajas simbólicas, pude observar algún que otro ejemplar de lagarto de Gran Canaria, soleándose.
A pesar de que con su desmantelamiento desaparecieron las piedras labradas de la fenecida, por inactividad, Orden de la Puerta del Aire, me alegró encontrar el Monumento Natural como siempre debió estar, limpio de toda injerencia humana. Es hermoso observarlo así, la formación fonolítica en todo su esplendor. Estoy en contra de los inútiles y excesivos mojones que coronan todos los promontorios, mesetas y conos del sur de la isla. Una práctica nórdica que antropiza el paisaje, arrebatándole su esencia salvaje. La naturaleza, bella en sí, no tiene necesidad alguna de acicalamientos gratuitos.
En el camino por esta especie de meseta, una curiosidad botánica: si al abordarla por la parte central del roque las tabaibas dulces son los representantes euforbiáceos sobre el llano rocoso, según ascendemos hacia el oeste, desaparecen éstas y dejan su lugar a las tabaibas salvajes. A ellas se unen los espinos de mar, los romeros marinos, los matos de risco, las botoneras y los cardoncillos. En todo el roque observamos nevadillas (Paronychia canariensis) tapizando el suelo de la montaña.
Dejo a los especialistas en arqueología, el análisis de un par de goros muy pequeños y la curiosidad de alguna piedra de buen tamaño hincada entre otras, que rodeándola, la mantienen enhiesta.
Me giro hacia el este para disfrutar de la imagen del Roque en su conjunto. Desde tan estratégico punto, reconocido cartográficamente como El Fraile, el Roque semeja un dinosaurio dormido y nosotros estamos situados sobre su cabeza -ver fotos-. Mejor aún, ¿por qué no verlo como un lagarto canario gigante con su cuerpo ondulado, dormitando en dirección a la cumbre? Yo me quedo con esta versión que me recuerda el valor de nuestro saurio endémico. A nivel de residuos, el roque está limpio. Apenas media docena de vainas de viejos cartuchos encontré y, al igual que en todos los conos volcánicos y montañas visitadas en estos últimos años, los bolsones externos de mi mochila sirvieron de depósitos provisionales para retirarlos del Monumento Natural.
El descenso se me antojó peligroso en las primeras decenas de metros. Con enorme prudencia descendimos la parte más alta. A la altura de la Parolinia sp., el perfil se suavizó. Un continuo sorteo de piedras y cascajos de diverso tamaño poniendo a prueba nuestros tobillos y articulaciones nos acompañó hasta llegar al cauce del barranco.
Una vez abajo dedicamos una última mirada a la dorsal fonolítica. Fue entonces cuando, junto al calzado que nos permitió ascender con seguridad el Roque, observamos varios ejemplares de corazoncillo (Kickxia scoparia), surgiendo ente las rocas. La belleza de sus flores amarillas destaca en medio del secarral.
Una mirada cómplice bastó para sonreir con satisfacción y sentirnos satisfechos del periplo culminado. Muy buena impresión nos llevamos de la montaña. Y allí continúa ella, orgullosa de su figura, expectante; a la espera de nuevos, curiosos y atrevidos senderistas que busquen, como nosotros, el misterio y la magia que encierra tan mítico lugar.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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