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Texto de presentación de 'Soliloquio del desvelo', Centro Galicia de Buenos Aires

Penelas, Carlos - jueves, 29 de mayo de 2025
Yo, Carlos Tomás Penelas Abad, hijo de don Manuel Penelas Pérez y de doña María Manuela Abad Perdiz, hermano menor de Roberto Marón, Raquel María, Nilda Marta y Fernando Abel, nieto de Pedro, Tomás, María y Adelaida -aldeanos analfabetos- vengo a decirles que escribí un poemario: Soliloquio del desvelo.

"Esa empresa insensata de ser poeta", Octavio Paz.

"La lírica es la exteriorización de la soledad ontológica del hombre", Ramón Piñeiro.


La poesía, la creatividad, surge de la experiencia del autor. Pero surge, fundamentalmente a mi criterio, de sus raíces. Por supuesto hay una formación intelectual, cultural, mundos alternativos, simbolismos, lenguaje. Texto de presentación de 'Soliloquio del desvelo', Centro Galicia de Buenos Aires Pero la herencia tiene una presencia, una huella en el imaginario creativo. No siempre reconocida de manera explícita en la obra. En mi caso, de más está decirlo, es la galleguidad.

El poeta se manifiesta entre peregrinaciones y regresos, entre la realidad y el sueño. Asume su mirada para intentar saber; el júbilo de lo vital, de lo insurrecto. En Una historia de la lectura Alberto Manguel señala que los hombres son seres que leen, leer en el sentido básico: interpretar signos. Lo hace el pescador, el astrónomo, el niño. Leemos gestos, palabras. Se lee para poder ubicarnos en el mundo. Para protegernos, para ordenarnos, para sentirnos y sentir al otro. Y también nos dice que para vivir debemos leer la realidad, interpretarla.

Chaplin tenía entre sus temas escogidos la miseria, la pobreza, el alcoholismo, el amor imposible. El espectador se conmovía, se identificaba con el personaje principal y se reía a carcajadas. A veces boxeador, otras obrero, pintor, dentista, mesero, eterno vagabundo, afrontaba la crueldad de la vida. Junto a él, desde su interior lúcido y sensible, una despreocupación innata y los sueños de evasión. Y un bastón burgués que le daba aire de dignidad. Chaplin explicaba: “Este personaje tiene múltiples facetas. Es al mismo tiempo un vagabundo, un caballero, un poeta, un soñador, un tipo desamparado”. En la agudeza de su mirada el mundo poético.

Polibio escribía, a propósito de los ritos romanos, que en una nación formada sólo por gente sabia sería inútil recurrir a medios como estos, pero como la multitud, por su naturaleza voluble y sometida, tiene pasiones de todo género, deseos irrefrenables, ira violenta, no queda más alternativa que contenerla con aparatos diversos y con temores misteriosos. Por eso creo que los antiguos no introdujeron sin razón en la multitud la fe religiosa y la superstición sobre el Hades.

Comprendí mi infancia gracias a los autores italianos de postguerra. Moravia, Pratolini, Pasolini, Pavese, me llenaron los ojos de imágenes, de ideología. Luego vendría Visconti, De Sica, Rossellini, Antonioni… ellos me llenaron el corazón de pasión y de poesía. El cine y la literatura fueron conformando mi espíritu. Eran seres cercanos a mis sentimientos, a mi entorno. Hombres y mujeres que solía ver por las calles de mi ciudad, en los viejos mercados, en las plazas del barrio, en el café del tío Pedro. Por supuesto que ya sabía de Pérez Galdós, Rosalía Castro, Valle-Inclán, Azorín o Emilia Pardo Bazán. De los clásicos, del Siglo de Oro, de grandes escritores latinoamericanos.

El poema no argumenta, es la esencia de lo simbólico. Hay un tiempo interior y no todo lector está capacitado para vibrar en él. La experiencia poética es inefable. El poema es entonces un itinerario; conciencia e imagen. Asedia la trascendencia, la revelación, lo hondamente personal. Otra vez: plenitud. Otra vez desvelo.

En todo soliloquio hay facetas múltiples, a veces contradictorias. Uno se muestra, mostrándose, compartiéndose. Eligiendo el riesgo permanente de buscarse a sí mismo, trascenderse sin diluirse en la abstracción. Hay un ámbito donde la inmediatez del hablar y la reflexión necesaria para hacer genuino ese hablar llegan a un acorde sostenido. “Escribo sobre el mar y el desierto”, señalo Albert Camus. Son varias las lecturas de ese testimonio. El resto son síntomas de infantilismo, estrechez intelectual, pusilanimidad o soberbia.

Una digresión para aproximarnos a la lectura de una obra de arte. Rocío me reveló el simbolismo de un cuadro de Lawrence Alma Tadema, el pintor holandés neoclásico de la época victoriana. Nos referimos a Las rosas de Heliogábalo. Vale la pena volver a él.

En mi juventud leí con intensidad el llamado nouveau roman (en francés, «nueva novela») movimiento iniciado en 1950 por Alain Robbe-Grillet, La celosía, quien se considera fundador y primer teórico del movimiento. Luego Margarite Duras, entre otros.

Sabemos, y ese fue mi interés profundo, que no tenía para ellos sentido escribir novelas al modo de Balzac, con unos personajes, una trama, un inicio, un desarrollo y un desenlace. Se sienten en cambio más cercanos a la literatura introspectiva, a la exploración de los flujos de conciencia. El soliloquio, una vez más.

«Te llaman porvenir porque no vienes nunca», nos recuerda Ángel González el gran poeta español de la generación del 50. Gabriel Celaya profundiza: “En el poema debe haber barro, con perdón de los poetas poetísimos. La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo”. ¿Y qué me dicen de éstas líneas? “Cuando al hablar te juegas la vida, todo es silencio”. Es de nuestro amigo Manuel Rivas.

Estos poemas se originaron durante los últimos cinco años. Una vez más intenté cotejar la realidad observada con el recuerdo de esa realidad. Hubo una vigilia tolstoiana. Se gestaron en un mundo profano, en un territorio impregnado de populismo y decadencia. Entre el desvelo y el soliloquio.

Andrei Tarkovski, hijo del célebre poeta Arseny Tarkovski, escribió: “Creo que para formar un concepto de arte primero hay que enfrentar otro concepto. La pregunta ¿por qué existe el hombre? Debemos usar nuestro tiempo en la tierra para crecer espiritualmente. Significa que el arte debe servir a este propósito”. Las palabras adquieren un ritmo. Las vamos integrando con lentitud. El poeta es artesano de la palabra. Percibe el instante, la intensidad del instante. “Creador, inventor, no imitador; he ahí el carácter esencial del poeta”, nos recuerda Giacomo Leopardi. Wallace Stevens señaló: “…la maravilla y el misterio del arte, como por cierto de la religión, consisten en la revelación de algo absolutamente otro, gracias a lo cual la inexpresable soledad del pensamiento se quiebra o se enriquece. El poeta, el hombre religioso, ni siquiera sueñan con dictar las reglas del se limitan a andar por el mundo con el amor de lo real (de esa realidad otra) en sus corazones”. El imaginador vive una penumbra del sentir, el conocer y el no-saber. “La pasión del amor es amar sin medida”, escribió San Agustín en sus Confesiones. Y dijo más “La pasión del amor no puede comprenderla quien no la sienta”. Muchos asociaron la poesía a la mística y al erotismo. El poeta nombra palabras más que objetos; la experiencia poética es una tonalidad verbal, un clima interior. “Para ver hay que saber”, nos enseñó Ingres. “Para ser hay que mirar y hay que saber”, perfeccionó Luis Rosales. “El arte verdadero es una respuesta autónoma al misterio” me dijo una tarde Luis Franco. Y qué decir de Héctor Ciocchini quien introdujo en nuestro medio el pensamiento de Aby Warburg para revolucionar el modo de entender las culturas y artes. “Imprescindible tener presente a Bachelard cuando establece la distinción del estado contemplativo, al que llama “ensoñación”, de la pura racionalidad. Pero también lo diferencia de aquello que denomina “sueño nocturno”. Nos habla de la noción platónica anima mundi. La clave está en analizar el sentido afectivo del lenguaje, el modo de concebir la realidad... Y observar las fuentes literarias. Una y otra vez volver a la celebración de Thoreau. En ese bosque soliloquio y desvelo.

El poema no argumenta, es la esencia de lo simbólico. Hay un tiempo interior y no todo lector está capacitado para vibrar en él. La experiencia poética es inefable. Heidegger nos aclaró hace tiempo: “El poeta, si es poeta, no describe el mero aparecer del cielo y de la tierra”. Y luego “…llama lo extraño como aquello a lo que se destina lo invisible para seguir siendo aquello que es: desconocido”. Y la voz de María Zambrano: “La poesía es la verdadera historia”.

El poema aspira a la condición de la música, forma y contenido son inseparables. La melodía es la estructura, allí la emoción. Hay un carácter mimético en el lenguaje, una experiencia estética. En el poema el lector siente una visión del mundo pero al mismo tiempo una visión de sí mismo, una suerte de amor que inspira y envuelve. El poema es entonces un itinerario; conciencia e imagen. Asedia la trascendencia, la revelación, lo hondamente personal. Otra vez: plenitud. Otra vez soliloquio y desvelo.

Para un poeta el problema de la poesía es el de la belleza. Este camino milagroso es la creación del hombre. El propósito de un poema es enfrentarse a los grandes temas. La poesía castellana lo cristalizó en uno de los poemas que más he admirado desde mi temprana juventud. Estoy haciendo referencia a Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. La lectura de los grandes escritores medievales españoles son herederos de la tradición que fue capaz de engendrar la poesía más hermosa de su tiempo, me refiero a los romances viejos.

El símbolo es imagen, tal vez la perfección del deseo. La trémula luz que se había creado detrás de la imagen. El símbolo es la profundidad sagrada del “yo lírico”, del que dice a modo de confesión. Es el sayo del ensueño que acude de la noche profunda. Esto procura ser Soliloquio del desvelo.

Buenos Aires, 22 de mayo de 2025.
Penelas, Carlos
Penelas, Carlos


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