Hoy, cuatro de mayo, dedico esta hermosa historia a todas las madres del mundo.
Una especial, a María Meilán Nieto. ¡Felicidades, mama!
Conocí a María hace setenta años, aunque en aquel momento, en el interior de su útero, aún no era consciente de su enorme bondad, maravillosa personalidad y extraordinaria fortaleza.

Ahora, tras el paso de este tiempo que se me antoja tan breve que apenas he sido consciente de cómo se ha pasado la vida, la observo y, lleno de admiración, la disfruto en silencio. Hay nobleza en su figura, limpieza en su mirada, sosiego y paz en su corazón.
Al observarla, me envuelve una cálida y reconfortante sensación de ternura y cariño.
Al observar su mirada siento como aflora en mí un sentimiento de profundo amor.
María es menuda y vivaz. Se encuentra en esa edad en que la posibilidad de alcanzar el siglo de vida es posible, aunque para mí el placer que me ha proporcionado en tan fructífero período temporal, y que me sigue ofertando cada momento disfrutado con ella es inmenso. Incapaz soy, pues las palabras no son capaces de expresar bien las emociones, de describirlo mejor.
Por eso no importa tanto llegar al centenario sino el hecho de sentir como María disfruta como nadie de las pequeñas cosas que la vida le ha ofrecido durante novena y cinco años y le sigue regalando cada día.
Ahora, que a María se le van muchos recuerdos de toda una vida, no se olvida sin embargo de ofrecer una sonrisa y, fiel a sus principios, continúa siendo un ejemplo vivo de fortaleza, humildad y resistencia.
Ahora, que a María le van mermando las fuerzas, cuando el caminar diario que ha realizado durante tantas décadas ha dejado de ser una rutina para convirtirse en actividad puntual en tiempo de bonanza, la vida le encuentra serena y saludable, pues poco necesita más allá del cariño de los suyos.
Me admira su entereza en el paso, erguida y serena, negándose aún a la seguridad que proporcionaría el amparo de un bastón, disfrutando de pequeños paseos realizados paso a paso, lentamente y aprovechando los rayos de sol para sentarse unos minutos y calentar su cuerpo con el astro dador de vida.
Me admira de igual modo su lectura diaria de la prensa, su tan buena visión a pesar de su edad, que le permite leer párrafos que a mí se me ocultan desde hace ya varios años, sin la ayuda de unas gafas.
Es María una superviviente de tiempos oscuros, de bregar con una época durísima como lo fue la Guerra Civil, guerra fraticida capaz de sembrar el dolor por toda España , como lo fue el fin de la misma y como lo fue la cruel y larga postguerra.
Pero la vida se abre paso cuando las ganas de vivir son inmensas y María las tenía y superó todo tipo de dificultades, aunque muchas de ellas se nos antojen, desde nuestra óptica actual, prácticamente inabordables.
María nació en los últimos días de agosto -el veintiocho para ser preciso-, del año treinta del pasado siglo pero la vida, veleidosa e ingrata, no le sonreiría en aquel momento tan hermoso, pues la impredecible providencia le fue esquiva. Jamás comprenderá porqué su querida madre, a quien nunca llegaría a conocer, a quien nunca sonreiría viendo su rostro, reconocerlo, besarlo, abrazar su cuerpo y amarlo con locura filial como sólo saben hacerlo una niña o un niño, fallece durante el parto. Se salva la criatura pero la madre muere. No tardaría mucho, apenas unos meses, en fallecer de amor el padre, de amor de antaño unido a un dolor inmenso. Su padre, transido de dolor, incapaz de asumir la pérdida de su amada mujer, se pone en manos del destino, abandona su salud, enferma de pulmonía y se deja morir.

¡Morir de amor! Qué belleza encerraría tal concepto sino arrastrara consigo, en el caso de María, el dramatismo y la soledad que supuso para tres hijos pequeños -Dositeo, Josefa y Magdalena- y una bebé acabado de nacer -María-, quedar huérfanos de padre y madre.
Pese a la condena, una vida de lucha y necesidades, los cuatro hermanos salieron adelante bajo el amparo de sus tías. A pesa de tantas dificultades, siempre he conocido a María, desde mis más tiernos recuerdos, con una bondadosa sonrisa, con la ternura de quien es feliz, de quien ha sido bendecida con una familia, la suya propia, de la cual se siente orgullosa, con la fortaleza de quien sabe que la vida es dura y exige siempre un compromiso constante de trabajo, entrega y lucha.
María formó una familia con su esposo y dos hijos, a los que educó en el valor del esfuerzo, de la responsabilidad, con una fe ciega en la importancia de su aprendizaje, una enseñanza que nunca pudieron tener ella y su marido porque eran tiempos difíciles, de carencias, de miedos, de ausencias. Sin poderlo preveer, sin mediar en ello decisión alguna de carácter personal, María sufrió las consecuencias de tan terrible contienda. María fue una niña de la guerra.
Y las niñas y niños de la guerra de todos los países y todas las contiendas del mundo, pasan necesidades de toda índole, lloran abandonados, gritan de dolor y muchos de ellos mueren.
Nada entienden de aquello que sucede. Sólo sienten pánico, dolor y muerte.
Y las niñas y niños de la guerra tenían y tienen que trabajar para comer.
Y las niñas y niños de la guerra civil -¡término extraño, pues no hay nada más incivil que una guerra!-, no podían permitirse el lujo de estudiar. Y no podían permitírselo, aunque quisieran, porque no había escuelas y las que había eran pocas, estaban lejos de las aldeas pequeñas como la suya, donde ella se criaba. Y no lo podía hacer porque la guerra civil había significado la muerte de cientos de maestras y maestros por el simple hecho de impartir una enseñanza en valores tan esenciales como el respeto y la libertad.
Y los niños y niñas de la guerra nunca pudieron disfrutar del hecho de ser niñas y niños.
Y los niños y niñas de la guerra apenas conjugaron el verbo jugar.
Y no lo podían hacer porque siempre había que ayudar en casa, había que atender a los animales, había que ordeñar las vacas, había que traer el agua desde la fuente o buscarla en el pozo, limpiar la casa, limpiar los establos
¡tantas cosas había qué hacer!
María sufrió una vida dura en su infancia, bajo la tutela de una de sus tías en la aldea. Una vida dura porque así era toda vida rural, toda vida en el campo.
Vida cuya infancia pasó cuidando vacas, segando hierba, recogiendo agua en la fuente más próxima y llevándola a casa, transportando leche en las lecheras, sobre su cabeza, llevándola una decena de kilómetros, a veces más, hasta las casas o los establecimiento que la demandaban
Y así se sucedieron los años de María. Los dos años de María, los tres, los cuatro años de María, los cinco, los seis años de María, los siete, los ocho años de María, los nueve, los diez años de María, los once y en todos los días de todos estos años, María jamás pudo ir a la escuela.
Pero María era y es una supermujer -ante su periplo vital me río yo de las superwoman que nos muestran las redes sociales, las series y películas americanas, todas ellas carentes de valores y sin más recursos para ejercer de superheroínas que un cuerpo perfecto -qué asco me dan los cánones del machismo imperante-, la banalidad y la estupidez-, y la adolescencia la encontró curtida, seria, formal, trabajadora, sumisa tal vez -eran tiempos en que el hombre, consagrado por la dictadura y la religión, era el rey de la casa- , pero con una personalidad firme e inquebrantable. No sé si son cualidades de las que vanagloriarse por conseguidas o, por el contrario, cualidades sobrevenidas, forjadas en la necesidad de aquellos tiempos y en la brega diaria. A María le sirvieron.
Han pasado nueve décadas desde aquella niña que, mal vestida y con zocas, calzado de madera que se llevaba en las aldeas lucenses para sobrellevar como se podía las eternas humedades de las cuadras y los pastizales, para evitar en lo posible el barro de los caminos que propiciaban las sempiternas lluvias y las roderas de los carros tirados por bueyes, para llevar las vacas a pastar cuando apenas sobrepasaba en altura, la panza de los herbívoros, se convirtió en lo que es hoy, una venerable mujer.
Y María ahora, al abrigo del hogar de su querida hija, realiza sumas y restas en libretas que le proporcionan sus hijos, hace caligrafía, copia pequeños textos y disfruta con ello. Aprendió sóla, es posible que al tiempo que sus hijos crecían, inmersos en unos estudios que jamás permitió que abandonaran.
Y María ahora, con lápices de colores en su mano, colorea dibujos que ella misma hace, con una vista envidiable, con una destreza impensable y con una seguridad en sus manos, impropia de su edad.
Los colores se complementan, hay armonía en su uso, homogeneidad en el trazo, soltura en la aplicación del color.
Yo, sólo la miro y recuerdo el interés que puso en que tomara clases de dibujo y pintura al óleo con una extraordinaria y querida persona, don Blas Lourés, afamado pintor lucense, tristemente fallecido, en sus clases particulares que impartía en el Círculo de las Artes de Lugo.
- Ti vales para dibuxar -me decía cuando, con cinco y seis años, me llevaba de la mano al parque Rosalía de Castro para practicar dibujando árboles, fuentes y el templete de la música, llevándome a participar en cuantos concursos de dibujo y pintura se celebraban en la ciudad.
Y es ahora mientras la disfruto, complacida y absorta en su pintura, cuando, dejando un momento el lápiz de color azul cielo sobre la mesa, eleva la vista, me mira y sonríe:
-Eu tiña que ser profesora de dibuxo. Sempre gústoume moito. Enseñaríalle moi ben os nenos. Sempre tiven vocación de mestra.
José Manuel Espiño Meilán. Escritor, viajero de caminar pausado, educador ambiental.