Deseando esperanzada luz tras el caos
Alén, Pilar - miércoles, 30 de abril de 2025
Cuando a alguien se le encomienda inesperadamente una labor para la que no ha sido formado, de entrada, se siente desbordado y con tareas entre manos que parecen superarle. A mayores si, aunque quisiera ponerse al día, el tiempo del que dispone para ello es escaso, no puede más que intentar priorizar lo que cree importante o estima que debe sacar adelante de inmediato. Nos pasa a todos, gentes de a pie, santos elevados a los altares o cardenales reunidos en el Vaticano. Puede que algo semejante haya experimentado Francisco en su pontificado ante un reto tan sensible y ligado a la vivencia personal como es el de pronunciarse sobre la música sacra.
Venía de un continente sin una tradición de lo que llamamos música clásica. Nació en un país de ritmos y melodías propios entremezclados con otros importados de pueblos cercanos o que no lo son tanto. Se formó en una Orden -los jesuitas- en la que la música no se cultiva de modo especial en la vida diaria pese a contar con figuras destacadas en el panorama musical de ahora y de antaño. Un ejemplo: el P. Calo en la Universidad de Santiago.
Según Glòria Ballós (La música en torno a San Ignacio de Loyola y su estancia en la ciudad de Manresa) a s. Ignacio le gustaba el arte y, en particular, el de Orfeo. Sin embargo, no vio necesario cultivarla al no ser esencial para el desarrollo de la misión que él y sus seguidores tendrían que realizar según el mandato divino que se le fue revelando. En sus Constituciones no se estipula el rezo comunitario de la liturgia de las horas, cuando lo habitual era y, es, lo contrario. Aun así, fueron pioneros en introducir el estudio de la música en colegios y universidades.
Más amante de los tangos que del gregoriano, a Francisco le gustaba Mozart (el Et incarnatus est de la Misa en dom le parecía sublime). En su Autobiografía cita una larga lista de autores que configuran la que considera «banda sonora de mi existencia», con compositores que van de Bach a Wagner; agradece la fortuna que tuvo en su infancia y juventud de disfrutar de óperas enteras y arias del bel canto en su ambiente familiar argentino-italiano, donde también estudió piano. En Santa Marta para descansar solía poner discos y cds que iba juntando, por compra o regalo. Defendió para la Iglesia una música digna e interpretada de modo que los coros profesionales no entorpeciesen la participación de los fieles de manera activa. Nada nuevo, pero era bueno recordarlo.
Su funeral fue calificado de imponente y solemne y, a la vez, de sencillo y sobrio. Parece contradictorio, aunque hay un sentir mayoritario: no dejó indiferente a nadie. No hubo ni más ni menos, pese a celebrarse en un marco complicado. Diría que fue acorde con un papa todoterreno al que se le rindió un homenaje cariñoso y sereno. ¿El mensaje de la música en ese momento? Me quedo con un adjetivo: correcto, con el lenguaje que le es inherente (texto latino y melodía en canto llano). Si algo se le pide a la música en esa circunstancia es que no entorpezca el culto y sea agradable al oído, sin estridencias ni desvaríos. Y pienso que se ha logrado.
Palestrina no figura entre los músicos predilectos de Francisco. No obstante, si hubiese sonado su Missa Papae Marcelli, realizada por este compositor -formado en Santa María la Mayor y maestro en s. Pedro- habría sido muy pertinente pues vino al mundo hace ahora 500 años. Además, Marcelo II pidió ayuda a s. Ignacio y en su mandato de 3 semanas fue un revolucionario. Usando un verbo bergogliano: ¡Escúchenla! Un acierto si se interpretase en el funeral del templo apostólico compostelano. Abriría un luminoso cielo tras el caos -casi infierno- pasado.

Alén, Pilar
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