En tierra de los flavienses
A todos los viajeros que hacen suya la famosa sentencia de Miguel de Cervantes:
El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho.

¿Por qué se denominan flavienses a los habitantes del hermoso pueblo norteño portugués de Chaves? Una pregunta que tendrá su respuesta a lo largo de este artículo.
Comencemos antes con el inicio de esta nueva aventura. Los últimos días del pasado de marzo me encontraba recorriendo ambas zonas del Parque Transfronterizo Gerès-Xurés, reconocido como Reserva Mundial de la Biosfera con el mismo nombre y que engloba el Parque Nacional Peneda-Gerès -único Parque Nacional portugués, con una extensión de 70.000 hectáreas -y A Baixa Limia- Serra do Xurés -Parque Natural español, el más extenso de la comunidad gallega con 30.000 hetáreas-.
En suma, cien mil hectáreas dedicadas a la conservación del suelo, el agua, la flora, la fauna y una variedad increíble de paisajes.
Es lógico que en un territorio tan extenso, arqueología, etnografía, castros, calzadas, puentes, termas y asentamientos romanos, ermitas, iglesias y peregrinaciones, en fin, la cultura e historia de varios milenios se den la mano para hacer de esta Reserva Mundial un espacio único.
Y ahí me encuentro, comenzando el periplo en Puxedo y Lobios, acercándome a un mundo desconocido para mí, el de las caldas -aguas calientes-, maravillándome ante la pureza de sus ríos de montaña y la frescura de sus aguas y emocionándome a la vista de tejos y carballos -robles- centenarios que rivalizan entre ellos, los primeros en altura, los segundos en volumen y anchura, sintiéndome parte de un bosque de hadas y trasnos, pues no es otra la sensación que percibo cuando, ante mi vista, se suceden decenas y decenas de kilómetros cuadrados de superficie arbolada cuyos árboles presentan sus troncos y ramas cubiertos por gruesas capas de musgos que trocan su color propiamente arbóreo por un intenso verdor, un verdor que varía desde el más pálido de la paleta cromática hasta el más intenso que podamos imaginar, brillantes siempre, un brillo que les provoca la profunda humedad que hay en su entorno, las gotas permanentes que destilan estas masas musgosas y y la luz tamizada que apenas alcanza el suelo del bosque, eternamente cubierto por capas y capas de hojarasca, circunstancias que trasforman el bosque en un espacio verde elevándose hacia el cielo, un territorio vivo que se retuerce en un ramaje sin hojas, un ramaje que debería estar desnudo pero no es así, un ropaje verde que lo cubre todo. En este imperio musgoso, sus imágenes surgiendo de la niebla lo convierten en una especie de lugar mágico, fantasmagórico.
El tiempo y la estación tienen mucho que ver con las imágenes que percibo. Aunque inicio es de la primavera, lo cierto es que el invierno aún no se ha ido del todo y su demora ha ralentizado la explosión de la vida vegetal en el Parque Nacional portugués. La mayor parte de su foresta es caducifolia y son los líquenes y los musgos quienes invaden la arboleda procurándole el color que observo.
Destacan en ella los árboles sagrados de los antiguos habitantes de los castros, aquellos pueblos que habitaron Lusitania y Galaecia en un número tan alto que no es disparatada elucubración hablar de un millar de asentamientos.
Muchos museos dedicados a la cultura castrexa nos orientan en esta línea, y el Museo de Chaves lo atestigua con un mapa de Portugal donde se registra una cantidad enorme de asentamientos confirmados, pero aún estamos en el corazón del Parque nacioonal, lejos del valle donde el vino, las termas romanas y las caldas son señas de identidad de una hermosa ciudad.
Entrar en la Reserva por A Portela do Homem es entrar en bosques primarios, aunque los incendios hayan arrasado, una y otra vez, el Parque Nacional -las cifras son escalofriantes pues sólo en una docena de años (2000 al 2012), el 38% del Parque se vió afectado por más de mil incendios, quemándose unas treinta y dos mil hectáreas-.

Una vez más se pone de manifiesto que el ser humano es la única especie capaz de arrasar de un modo deliberado el medio natural qu le protege y sustenta, es el único ser vivo cuya torpeza mental, la ausencia absoluta de una visión de futuro, le lleva a interpretar los santuarios salvajes como un peligro a su desarrollo desmedido, a su afán colonizador y responde siempre a esta supuesta amenaza con la destrucción y la muerte de dichos espacios físicos y biológicos, diabólica respuesta al hecho de no querer reconocer territorio alguno que no se encuentre sometido a su supuesta necesaria protección. Triste es cuando así pensamos.
Volviendo al periplo, llevaba toda una vida deseando conocer este extenso bosque de tejos y aquí estoy, observándolos frente a mí, mostrándome orgullosos su majestuosidad y frondosa presencia. Son árboles cuyas copas se pierden en el cielo. Abrazar uno es una práctica sanadora esencial, es sentirme uno con mis ancestros, es demostrar al árbol y a la vida mi devoción y entrega.
Parece obvio, sé que se trata de una expresión apodíctica, pero si el bosque está sano, el agua fluye. Ante los cientos de arroyos y pequeños riachuelos que discurren por doquier, formando cascadas, pozas y pequeños remansos, me viene a la imaginación el momento en que sobre la isla que habito, Gran Canaria, justo antes de la presencia del ser humano sobre ella, lugares que ahora tienen nombre con reminiscencias aborígenes: Guayadeque, Guguy, Guiniguada, Arguineguin..., no necesitaban nominación alguna y gozaban de la presencia permanente de cursos de agua. Sabemos de ello por la foresta existente cuando arribaron los primeros pobladores y, más tarde, cuando los colonizadores y destructores del territorio convirtieron la isla en el solar que es ahora. Lo sabemos también por la toponimia pues gua, gu, güi
son términos asociados a las corrientes de agua, el término árabe wadi con significado de río o corriente de agua así lo corrobora y lo atestiguan decenas de nombres de cursos de agua: Guadalquivir, Guadalhorce, Guadiana, Guadalete, Guadalimar, Guadalmedina... todos ellos términos que obedecen al discurrir de las aguas.
Aquí, en el Gerès, el agua de los bosques fluye hasta alcanzar dos cursos fluviales, el río Lima y el río Càdavo. Lima es el término portugués y Limia es el gallego para nominar el mismo río. Un río con más de cien kilómetros de recorrido que comparte el sesenta y el cuarenta por ciento de su curso entre las dos naciones. Un río que nace a mil metros de altitud en el monte Talariño, en la provincia de Orense, y entrega sus aguas al océano Atlántico en la portugalesa ciudad de Viana do Castelo.
¡Afloran en mí muchos recuerdos de mi paso sobre el río, en la desembocadura de Viana do Castelo! Fue en la peregrinación a Santiago de Compostela que realizamos cuatro amigos saliendo de Porto!
Recuerdo extensos arenales, decenas de kilómetros de pasarelas de madera para respetar los ecosistemas dunares y fluviales, miles de aves de las que destaco el oscuro vuelo de un centenar de cormoranes, y una desembocadura, la de este río, pleno de vida.
Y aquí estoy ahora yo, siguiendo su curso en el tramo alto, aprovechando las caldas de templadas aguas que en sus orillas trocan la temperatura de sus frías aguas en otras más cálidas, dondé el termómetro fluctúa entre los treinta y cuarenta grados centígrados.
Mientras sumergido, abandono mi cuerpo al calor de estas medicinales aguas, mi rostro se refresca con la persistente lluvia. Tal contraste es una de las mayores fuentes de placer. Los pueblos nórdicos lo saben desde tiempo immemorial. Fuera del agua apenas se contabizan ocho grados de temperatura, dentro del agua superan los treinta y cinco. Son caldas públicas, termas naturales que se extienden a lo largo del río, fácilmente detectables por el vapor acuoso que surge de ellas. Una fractura en la tierra es el origen de este contraste térmico en las aguas. Es el Limia el famoso río Lethes de los romanos, el río del olvido, aquel cuyas aguas temían las legiones romanas, negándose a cruzarlo por miedo a perder todos sus recuerdos.
Tomó la decisión el general romano Décimo Junio Bruto de adentrarse personalmente en sus aguas y pasar a la otra orilla. Una vez en ella llamó a sus lugartenientes uno a uno, por sus nombres, alejando así el angustioso temor de sus legionarios y poder continuar la campaña de conquista de aquellos territorio indómitos.
El embalse de Lindoso es un mar interior de agua dulce, como lo son todos los barragem, término portugués para designar una presa, represa o embalse, que encontramos en nuestro periplo por el Parque y en la zona de Tras-Os-Montes, denominación que reciben los valles y zonas aluviales que encuentro tras las extensas serranías protegidas que unen, más que separan, pueblos lusitanos y gallegos.
Embalses del río Homem, represas y embalses del río Cávado y muchos otros encuentro a lo largo de la región de Tras-Os Montes-. También aquí afloran recuerdos antiguos, recuerdos relacionados con el sonido constante del agua, con su fluir continuo, con su permanente imagen. Y esos recuerdos de paisajes anegados en agua, de pastizales donde no puedo poner un pie sin encharcarme, pertenecen a Escocia, país donde el agua rebosa de sus cumbres montañosas en cascadas permanentes, agua que llega a extensas llanuras donde los lagos cubren valles y tejen leyendas que hablan de criaturas fantásticas que los habitan.
En Chaves culmino el periplo y es esta localidad portuguesa un sitio privilegiado para hacerlo. Mil detalles hacen de esta ciudad un lugar digno para llevar una vida pausada, pero también lo es para recibir al visitante tranquilo.
Un río baña la ciudad, atravesándola lentamente. Es el río Támega, cuerno de la abundancia que aporta el recurso vital necesario para los campos que se extienden alrededor de la hermosa ciudad y para cubrir las necesidades de la población. A su paso por Chaves, una joya de la ingeniería romana se conserva en todo su esplendor desde su construcción, tiempo que rebasa los dos milenios de antiguedad. No es de extrañar la admiración que suscita a extraños y el orgullo que sienten de él, los flavienses, incorporándolo al escudo de su ciudad.
El puente romano, construido bajo el mandato del emperador Trajano, está formado por una calzada desarrollada sobre doce arcos de medio punto visibles y cuatro soterrados. Este puente que observamos tal cual desde su creación, es uno de los puentes romanos mejor conservados, mostrando en su parte central dos columnas cilíndricas epigráficas que testifican la edificación del puente durante el reinado de Trajano.
Y hay un emperador romano, Tito Flavio Vespasiano que en el año 78 a.C. reconoció este asentamiento como municipio romano con el nombre de Aquae Flaviae, de ahí el gentilicio flaviano.
Y hay emociones sin cuento en sus calles, en los largos paseos junto al río, en las caldas que surgen por doquier y que disfrutaban los romanos nominándola por ello ciudad del agua. Y uno queda ensimismado ante sus termas medicinales, máxime si visita el yacimiento arqueológico del balneario termal de Aquae Flaviae, el mejor conservado de toda la Hispania romana donde hipocausto, piscinas, salas de inmersión para baños individuales, baños por aspersión, tratamientos de vapor, masajes... eran habituales en la sociedad romana hace dos milenios. Un ninfeo en el interior del balneario, templo dedicado a las ninfas acuáticas cuenta con su ara y su propio pozo sagrado donde el agua era destinada para beber y usar con fines medicinales y religiosos.
Y hay valles, bosques y pastizales en los alrededores de la ciudad. Y hay ríos, fuentes y abundantes surgencias de aguas cálidas y medicinales.
Pero no deseo salir de Chaves porque es Chaves un museo al aire libre, lo son sus calzadas empedradas, lo son los sonidos del agua en cualquier rincón de la ciudad, lo son las aves y la vida en el río Támega que a su paso por ella presenta bellos remansos o apura su paso en pequeños tramos donde el agua, tras ser retenida un momento, baja en cantarinas cascadas, deslizándose sobre una ligera pendiente pétrea, para seguir su curso con un fluir sosegado.
Asciendo la suave colina para observar el palacio de los duques de Braganza -en él se encuentra el Museo de la región flaviense-, la torre del Homenaje y sus jardines, recorro sus calles dejándome llevar por los aromas de su rica gastronomía y sus excelentes vinos. Y, cómo no, busco una mesa en un figón de barrio, próximo al puente romano, donde toda su clientela es local.
Los platos son pocos y locales. Se trata de un negocio familiar. Me dejo asesorar. Un bacalhau à lagareiro acompañado por un vino blanco cosecha 2023, Quinta do Sobreiró de Cima, de color amarillo pálido, de la denominación de origen de Tras-os-Montes, a la que pertenece la región de Chaves. Un dulce salado, así como lo oyen, un hojaldre relleno de carne de cerdo, en eso consiste el pastéi de Chaves, un símbolo de la gastronomía de la ciudad de Tras-os-Montes y cuya degustación es de obligado cumplimiento.
Terminar con una bica, ese extraorindario café en taza pequeña y sabor y aroma muy intensos, hace que el café en Portugal tenga la fama que tiene.
Salgo del figón y me acerco a las orillas del Támega. Me encuentro al otro lado del puente, tal y como me habían recomendado a la hora de buscar un restaurante de comida local. Me siento en uno de tantos bancos como hay en la orilla del río. Todos enfrentados a la visión del puente de Trajano.
Cierro los ojos. En este cruce de caminos, en este lugar donde convergían tres importantes vías romanas, la imaginación me lleva dos milenios atrás y observo como las legiones romanas con sus generales al frente, preparan sus campañas militares para acabar con la resistencia de los últimos reductos castreños y culminar la conquista de Hispania.
Sé que en cuestión de poco tiempo Lug, el asentamiento castreño donde he nacido, caerá también. Conservará su nombre latinizado, pues se convertirá en Lucus Augusti -la ciudad de Augusto-, y un nuevo orden se asentará en las tierras de Galaeccia y Lusitania, orden, cultura e idioma que trae el imperio.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.