Morriña
Silva, Manuel - lunes, 28 de abril de 2025
Farruco Folladiz nació en 1936 en la parroquia de Vaiche-Boa, una aldea rural del centro geográfico de Galicia, donde pasó los primeros doce años de su vida, junto a sus padres y a dos hermanas, compartiendo techo con dos vacas, una cerda, cuatro gallinas y un gato, este último, no como animal de compañía (que también), sino (y principalmente) como animal cuya misión era la de ahuyentar a los ratones.
En esos años entre 1939 y 1952, en que era necesario utilizar las famosas 'cartillas de racionamiento', comprobó cuan dura y cruel era la escasez en la postguerra civil española. Y menos mal que en su aldea, aunque reinaba el minifundio, siempre tenían algo para comer: un poco de leche, queso, patatas, huevos y verduras. Las cartillas de racionamiento eran necesarias, incluso, para adquirir tabaco.
No obstante, lo que se dice hambre..., no pasaban, pero la escasez era grande. Por ejemplo, los niños de las aldeas no conocían los juguetes, pues allí no entraban ni los camellos con la Reyes Magos. Este control de los bienes de consumo por parte del Estado dio origen al famoso 'estraperlo', del que se aprovecharon muchos desalmados.
Farruco Folladiz vivió en carne propia como en lo rural de Galicia no había en las casas ni luz eléctrica ni agua corriente. Las casas, por las noches, se iluminaban con candiles o con velas. La falta de agua corriente se suplía acudiendo a las fuentes más cercanas con una 'sella' (balde) con la que transportaban agua para beber, cocinar y lavarse en las casas. Tampoco había retretes en la inmensa mayoría de las casas.
Después de aprender en la escuela de la aldea a leer y escribir, a sumar y restar, multiplicar y dividir, Catecismo y un poco de Geografía e Historia, los padres de Farruco decidieron -con gran esfuerzo y sacrificio- que lo mejor para él era ingresarlo interno en un Seminario y tratar de librarlo de los duros trabajos de la agricultura y ganadería. Por eso, al cumplir los doce años -con sotana, fajín y esclavina- tras aprobar el examen de ingreso con un 8, se fue al Seminario, donde estuvo siete años.
En ese centro, al que está muy agradecido, pues fue la única forma que tuvo para huir de los trabajos del campo, también lo pasó mal en muchas ocasiones, puesto que algunos de sus compañeros lo hicieron sufrir por culpa de las connotaciones sexuales que, según ellos, tenía su apellido (Folladiz), llamándole: Farruco, "El Casto". Siempre había algunos alumnos demasiado aficionados a poner motes a sus compañeros.
Al cumplir los 19 años emigró a Madrid, donde, a la vez que estudiaba para conseguir doctorarse en Filosofía y Letras, se dedicó a servir cafés y copas, y a fregar platos en una cafetería. Al cumplir 27 años consiguió plaza en un Instituto de Bachillerato, en el que enseñó Filosofía hasta su jubilación, en el año 2002.
Una tarde primaveral del año 2024 me lo encontré, tristón, en la cafetería de una famosa urbanización de Madrid. Nos dimos un fuerte abrazo y me invitó a sentarme en su mesa con él y, juntos, nos tomamos un café y una copa de aguardiente.
Al preguntarle qué tal estaba, con la voz temblorosa y entrecortada me dijo que estaba muy triste porque, con 88 años, era consciente de que su barca estaba llegando a puerto. "Y, aunque a Madrid le estoy y siempre le estaré profundamente agradecido -subrayó- pues fue mucho y muy bueno todo lo que me dio, últimamente no dejo de pensar en Vaiche-Boa, en lo feliz que fui, siendo niño, en esa bendita aldea, a pesar de las muchas necesidades que tuve que sufrir".
"Siento mucha necesidad de volver a ese lugar donde tengo mis raíces más profundas. Quiero ver las fincas a las que mi padre, con el arado romano, abría las entrañas para sacarles patatas, verdura y algo de trigo, centeno o maíz.
"Quiero ver las 'corredoiras' que entonces estaban llenas de barro por las que circulaban los carros tirados por dos vacas. Hoy, felizmente, la mayoría de esos lugares de tránsito han sido transformados en lo que en la Galicia rural se les llama 'pistas' .
"Necesito volver a ver el Centro por el que siento un gran aprecio y respeto y en el que pasé tantas horas, días y años de mi adolescencia y juventud con alegrías y penas, con broncas y felicitaciones, con gritos y silencios, con meditaciones, con frío en los huesos durante el invierno y con cilicio en los muslos los viernes de Cuaresma...
"Y es que necesito, amigo mío -dijo con ternura trascendente- ir con frecuencia a Galicia para ver y compartir ratos de alegría con los (ya quedan pocos) familiares y amigos que todavía siguen allí. Y quiero visitar las tumbas de mis padres y experimentar cómo el amor por los seres queridos trasciende el tiempo y el espacio y da sentido a la idea de vida eterna. Y tengo que ver y tocar con mis manos las piedras románicas de la iglesia en la que me enseñaron a hablar con Dios.
"No puedo evitar ir a la ermita en la que está una Cruz que, según la creencia de algunos vecinos, casi siempre concede lo que se le pide, y a la que mi madre acudía de rodillas desde el lugar en que la divisaba, con el fin de implorar salud y suerte para sus hijos.
"Y es que Galicia -dijo ya con lágrimas en los ojos- se ha convertido para mí en una necesidad tan absoluta como necesarias son las alas para los pájaros o el amor para los enamorados.
"Si no vuelvo con cierta frecuencia a Galicia, seguro que ME MORIRÉ DE MORRIÑA, pues esta enfermedad sólo se cura volviendo a la cuna.
"Y, en fin..., haciendo un intento poético, podría decirte que:
Desde mi madurez,
-lo mismo que el toro va a las tablas-
vuelvo herido a la niñez".
Nos dimos un fuerte abrazo de despedida y prometimos vernos el próximo verano en Galicia.

Silva, Manuel