Rearme y desarme, depende...
Alén, Pilar - viernes, 28 de marzo de 2025
Es notorio que prima una expresión popular que suele usarse en una variante que a mí me gusta bastante: «qué hay, que me opongo». En lugar de encuentros, toparse con desencuentros es casi lo normal. Un ámbito especialmente sensible (en cierto modo, comprensible) es el laboral. Las diferencias entre empleados y empleadores suelen generar disputas, con o sin motivo evidente. El ansia de gozar de autonomía y libertad (o sensación de ella) son constantes en la trayectoria de toda persona sujeta a reglas y salarios, en cualquier tiempo, lugar y edad. Todos aspiramos a recorrer nuestro camino labrándonos un futuro currando lo justo y necesario. Lo demás es «hacer voluntariado».
Lo han sabido bien dos colosos que en estos primeros días de primavera deben ser mentados por su gran legado, pero también por un alto sentido de su valía y pundonor. En su época no había sindicatos ni otros entes que pudieran servirles de apoyo o respaldo. Ambos tuvieron que luchar constantemente por un reconocimiento que, además, pretendían que se les manifestase públicamente.
Uno de esos personajes fue J. S. Bach (1685-1750), nacido el 31 de marzo, según el calendario gregoriano. Es conocido su temple bonachón, pero quizás menos su lado más belicoso, puesto de relieve especialmente en sus roces con las autoridades de algunos lugares en los que se estableció. «Incorregible» fue lo más suave que escuchó en su largo período en Leipzig ejerciendo de «Kantor». Nadie puso en solfa su laboriosidad como compositor, aunque otra sombra le persiguió. Así la describe un historiador: «La imagen del Bach mercantil, tratando de arrancar los máximos emolumentos posibles de sus actuaciones y preocupado siempre por sus ingresos extras, aparecía de este modo explicado desde el ángulo de un padre abrumado por su extensa prole, y el mal carácter del personaje -un rasgo indudable- aparecía como intransigencia motivada por un concepto del arte y del artista que son valores surgidos en la época romántica y que Bach no poseyó y llegó, si acaso, apenas a intuir». ¿Avaricioso? No. Orgulloso de sí y precavido.
Queda patente que fue un adelantado sin conciencia de serlo. En su pequeño mundo y entre mentes poco proclives a entender que un trabajador alcanzase rango mayor que el de mero servidor, tuvo difícil vivir por el amor al arte sin sufrir por tal determinación. El siguiente peldaño fue el intento frustrado de Mozart, el niño-adulto con dotes especiales, recordado por el que ahora vemos en las pantallas: «Wolfgang» (extraordinario).
El que sí tuvo que enfrentarse a esquemas que ya estaban decayendo fue, efectivamente, un «romántico» bastante indolente: L. van Beethoven (1770-1827). Así respondió a un noble: «Usted lo es por azar, por nacimiento; en cuanto a mí, lo que yo soy, lo soy por mí mismo. Hay miles de príncipes y los habrá, pero Beethoven sólo hay uno». Su inquietud -casi enfermiza- por poseer fortuna, conseguir que se le considerasen sus dotes como músico algo más que talentoso y su afán por subsistir sin vasallajes, le acompañaron desde la cuna hasta la sepultura. Murió tal día como hoy -26 de marzo- en Viena, la ciudad imperial más cosmopolita de entonces. ¿Presuntuoso? No. Sabedor de sus luces y virtudes.
Son maestros y aprendices a la vez. Nunca dejaron de formarse. Además, fueron pedagogos de algunos de sus hijos y de otros muchos interesados, algunos hoy famosos. Quizás si ambos viviesen le darían la vuelta a la actual sinrazón de este mundo en continua confrontación. Rearmar, sí: la Educación. Desarmar, también: los polvorines de toda nación. «Rearme» y «desarme» no sólo es cuestión de nombre, si no de objeto y contenido.

Alén, Pilar
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