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Lugo, veinticuatro horas (1)

Espiño Meilán, José Manuel - domingo, 23 de marzo de 2025
1ª Parte
A todos aquellos que han habitado y forjado, desde tiempo inmemorial, la ciudad actual, la que ahora
camino y siento. Yo, lucense de nacimiento, en esta ciudad discurrieron mis infantiles y juveniles años
y muchos de mis sueños. Vanagloriarla he, a través de la palabra, la emoción y el sentimiento.

Lugo, veinticuatro horas (1)
La primera instantánea la realizo ahora, a las seis de la mañana. Serán cuatro las fotos tomadas e incorporadas a este artículo. Siempre con el mismo encuadre, casa blanca centenaria, muro alto de pizarra sobrepuesta, tras el muro una vieja finca con nogales en el corazón del barrio medieval. Corona el ancho muro un borde pétreo de granito y cuarzo, reforzado en tramos por cemento y arena dispuesto en forma de chaflán para evitar la erosión de la lluvia, recubierto, tras muchos años de inclemencias, de una capa de esponjoso musgo. Completan el escenario fotografiado las torres de la catedral basílica de Santa María que se elevan sobre el resto. La segunda la realizaré seis horas más tarde: doce del mediodía. La tercera al atardecer: seis de la tarde y la última, justo en el momento de culminar el día: doce de la noche.
Podríamos resumir el texto con una simple sucesión numérica: 06.00-12.00-18.00-24.00 y lo entenderíamos de igual modo.
Comienzan pues las veinticuatro horas del periplo.
Aún es de noche. Altas horas de la madrugada, las cinco de la mañana, cuando mis pasos deambulan por el interior del recinto amurallado. Nada transmite tanta paz, tanto recogimiento como recorrer la ciudad dormida. Faltaría a la verdad si dijera que hay un silencio absoluto. Al silencio propio de la ciudad dormida le ponen música los estridentes aunque melodiosos cantos de los mirlos. Un macho o a mi espalda, en las altas ramas de un nogal, es respondido por otro situado en la cabeza de la escultura de San Vicente, en la plaza del Campo. Más lejos aún se escucha un tercero, ubicado sobre una de las figuras pétreas de la fachada neoclásica de la catedral basílica. Son los mirlos los heraldos musicales de la nocturnidad previa a un amanecer cercano. Sin ellos, la ciudad pemanecería en silencio.
Peatonalizada la mayor parte de la urbe, mis pasos, armónicos y sosegados, transitan sobre grandes losas de granito. Losas recientes que comparten espacios con otras antiguas, algunas, orgullosas de su edad secular, aparecen en las calzadas, degastados sus bordes por el eterno tránsito de peregrinos, feligreses y viajeros y por los efectos erosivos de las aguas pluviales, pertinaces e inclementes.
Es Lugo, a la hora de caminar, una ciudad a la medida de un ser humano. Un ser humano inquieto y a la vez sosegado, un ser humano con ansias de saber y conocer el transcurso de la historia, leída a través de la piedra y del arte, un ser humano pausado, a quien el periplo a recorrer apenas cansa.
Y así es Lugo, mi ciudad.
A esta hora, nocturna aún, son las farolas, algunas decimonónicas, todas de hierro fundido y cálida luz amarillenta las que orientan mis pasos, las que emiten pálidas luces que se reflejan en estelas de oro y plata en las finas láminas de agua que ha dejado, bien una lluvia nocturna, bien una ralentada o, en otros casos, la limpieza diaria que a estas horas, los servicios municipales de mantenimiento llevan a cabo con eficaces máquinas en el interior del recinto amurallado para que calzadas y aceras, bancos y esculturas, luzcan con su máximo esplendor.
Lugo, veinticuatro horas (1)
Y uno mira, ora al suelo, ora a las fachadas y observa, sin asombro alguno, que también ellas están dormidas. Sus ventanas, contraventanas, persianas, postigos están cerradas, las cortinas corridas. Se respira intimidad y recogimiento en los espacios habitados.
En cuanto al suelo, las losas también hablan. Envían mensajes, escritos unos, ilustrados otros. Y así, el granito aparece hollado por la acción controlada de un fino cincel, horadado en superficie para dar milimétrica cabida, aquí a un medallón de forma redonda u ovalada, allí a una placa de bronce con forma cuadrada o rectangular, todas ellas con información precisa, información que despierta nuestra curiosidad y el ansia de conocer. Y es que el granito, en forma de grandes piezas, ocupará bajo nuestros pies todo el interior de la ciudad amurallada. Será más tarde, cuando la ciudad despierte, el momento en que la labor silenciosa de tantos estímulos visuales y táctiles nos impulse a recorrer con todos los sentidos la ciudad.
Así descubrimos, a esas horas de la noche, bajo la mortecina luz de las farolas, que la ciudad de Lugo es tripatrimonial. Una placa de bronce situada en el suelo así lo reconoce. Al parecer, tres son los Patrimonios da Humanidade. Y aparecen bajo este epígrafe, así en gallego, tal cual: Patrimonios da Humanidade, con sus tres símbolos reconocidos que los identifican: la venera del peregrino que hace referencia al Camino Primitivo y que encontraremos con profusión mientras transitamos el mismo a través de la ciudad, la Catedral Basílica de Santa María y la Muralla Romana.
Y nuestra vista estará pendiente desde entonces de todo aquello que le sorprenda, alerta mientras el albor del nuevo día muestra su empeño en eliminar, poco a poco, los celajes de la noche, atenta al suelo, a las casas, al cielo.
Y así descubrirá una broncilínea concha de peregrino en relieve, incrustada en el granito y sobre ella una flecha, también en relieve, indicándonos por donde discurre la vía peregrinal.
Más adelante, revelándose bajo el pavimento acristalado de una plaza o una calle, observo varias ventanas arqueológicas, espacios iluminados que pemiten ver bellos mosaicos de la antigua ciudad imperial, arranques de muros de domus importantes, viejas canalizaciones de agua, de aire caliente o de aguas grises.
Y me dejo llevar, deambulando sin concierto alguno por estas calles y callejuelas que siempre terminan en una u otra puerta de la Muralla. Puerta que no es mi intención traspasarla, pues mi deseo pretende continuar el recorrido interior de esta ciudad amurallada hasta hollar la última losa granítica, encontrar el último rincón, descubrir el más escondido recoveco que protege esta urbe amurallada.
Es así como un par de horas más tarde, culminado el periplo -reitero mi aseveración primigenia, esta ciudad amurallada está concebida a la medida de un ser humano-, procedo a desayunar.
En mi recorrido, el alba vence la noche y la ciudad se despierta lentamente, observándose movimientos aletargados en algunos madrugadores bares. Pocos son los abiertos. La razón, estimo, no es otra que amoldarse al ritmo de la ciudad bimilenaria, pausada también en el tiempo de refrigerio. Sin duda, el desayuno lo es.
Me detengo en uno de los bares que encuentro ya iluminados. Opto por la terraza pues, aunque fresco el amanecer, el calor de las llamas controladas en el interior de una estufa próxima a la mesa, me reporta recuerdos de lareiras y chimeneas de antaño quemando leña, vivificantes recuerdos de la casa de mis abuelos paternos y de mis periplos por las nevadas montañas de las sierras de los Ancares y del Cebreiro.
Soy de café con leche, un intenso y aromático café, y de tostadas de pan de mezcla restregadas con un diente de ajo y aderezadas con abundante chorro de aceite de oliva y una saludable capa de tomate triturado. El pan debe ser bueno. Merecida es la fama del pan gallego y siempre un buen pan es el orgullo de cualquier mesa que se precie.
No necesito más. Si acaso, la obligación de disfrutarlo con calma, saborearlo mientras observo el paso la gente. A esta hora, las labores profesionales o estudiantiles son las razones del paso apresurado de muchos viandantes.
Con esta parada oportuna, observo el reloj de la torre del Consistorio. Muy pronto darán las diez. Culminado el placer de tan gratificante desayuno, un abanico de salas de exposiciones, museos y centros de interpretación abren sus puertas.
Es posible que me falte tiempo para las visitas que deseo realizar, pero la prisa está vetada a esta forma tan personal y recomendable de vivir la ciudad y nada me apura. El día es largo y los museos y centros a visitar ofertan horarios de mañana y tarde. Por otra parte, sería insensato asegurar que Lugo se ve en veinticuastro horas. Nada más lejos, pero sí es cierto que el transcurso de un día completo nos permitirá gozarlo de un modo insospechado.
Comienzo por el Museo Provincial. No responde mi elección a un itinerario determinado. Me gusta la arbitrariedad, pero en este caso he leído en un panel informativo situado en la calle de la Reina que, con motivo de haberse declarado el 2025, Año Castelao -celebración del setenta y cinco aniversario de su fallecimiento-, en el Museo Provincial lucense se encuentra expuesta una colección antológica bajo el título: “Sempre en Galiza. 1944-2024”.
Con la figura de Castelao, sus publicaciones, su humor y sus palabras ya me había topado, poco antes de amanecer, en la calle da Raíña -calle de la Reina-, en un conjunto escultórico sin par. No es el momento de hacer vasloración alguna sobre su gigantesca figura, pero enorgullece el corazón de uno que su escultura y legado, ubicados de forma permanente, dignifiquen esta calle. También en esta calle una serie de paneles hacen referencia a la veintena larga de lugares de interés museístico que exhibe con orgullo la ciudad: museos, centros de interpretación -de la Muralla Romana, del Camino Primitivo-, casa de los mosaicos, centros arqueológicos, centros culturales, salas de exposiciones, museo interactivo de la historia de Lugo…
El Museo Provincial, sito en el antiguo convento de San Francisco, se encuentra en la plaza de La Soledad, justo al lado de la iglesia de San Pedro. Entrar en él es acceder a un universo arquitectónico, artístico e histórico. El mismo edificio es en sí y el claustro, son joyas arquitectónicas. Luego, planta baja y plantas superiores nos ofertan, desde exposiciones temporales de extraordinario valor y actualidad -En mis visitas más recientes encontrábase una sobre: “Habitar o baleiro” -¡existen más de dos mil aldeas gallegas y núcleos poblacionales aislados sin población alguna!-, la antes reseñada sobre Castelao y otra con un soberbio muestrario de escritorios de época, verdaderas joyas realizadas por maestros y artesanos carpinteros, herreros y orfebres, hasta colecciones permanenntes de pintura, escultura, cerámica, orfebrería, numismática… así como un recorrido exhaustivo por los hallazgos y modus vivendi de las gentes y culturas de los pueblos que habitaron esta provincia desde el Paleolítico hasta la actualidad. Si unimos a esta inagotable muestra de riqueza artística, todo el legado del mundo romano: estelas funerarias, aras votivas, inscripciones dedicadas a los dioses, relieves, bajorrelieves, bustos, mosaicos, miliarios, bases de columnas, fustes, dovelas, capiteles… entenderán que una visita lenta y sosegada a este Museo es una labor no de horas sino de días.
No quiero olvidarme del claustro. Expuestos, bien ubicados sobre peanas, sujetos a las pasredes o simplemente apoyados en ellas o sobre el suelo, junto a una increíble y extensa muestra de relojes de sol realizados en granito por verdaderos escultores de la piedra y recuperados de decenas de fachadas de casas de aldea lucenses, encontramos cruces, baldaquinos, medallones, sarcófagos, bocas de fuentes, canzorros decorados con figuras varias, pináculos, perpiaños, zócalos, pilas bautismales, figuras yacentes, santos y vírgenes labradas en piedra, escudos señoriales y eclesiásticos, históricas cadenas, ornamentales grilletes…
Antes de sufrir el síndrome de Stendhal, considero prudente abandonar el Museo. Siempre habrá otro momento, más días.
Al salir, a nuestra derecha discurre la Rúa Nova. Al llegar a ella giramos a la izquierda para acercarnos al Centro de Interpretación de la Muralla Romana. Es cuestión de poco tiempo, dos minutos, acaso tres. No lleva más.
Nos encontramos en la emblemática plaza del Campo con su histórica fuente barroca, coronada por al escultura de San Vicente Ferrer. Bajo los soportales se encuentra el mencionado Centro. Es ésta otra visita donde el tiempo dependerá de cada uno. Siendo uno de los museos más completos de la ciudad referente a la fabricación de la obra, diseño, arquitectura, historia y evolución durante dos milenios de existencia de la Muralla romana, la visita merece un tiempo sin medida. Está claro que también aquí la prisa no es buena consejera. Paneles, vídeos, exposiciones, vitrinas dedicadas a la historia del mundo romano vinculado o en referencia a la Muralla, planos, herramientas, artesanos…
Ultimada la visita, a nuestra salida giramos a la izquierda y caminamos bajo los soportales. Esta calle está identificada como Rúa do Miño. Al término de la plaza, nuevamente a la izquierda tomamos la callejuela que es ruta del Camino Primitivo. Dicha callejuela, tras un recorrido breve, apenas una veintena de metros, desemboca en la calle del Buen Jesús.
Frente a nosotros se eleva el majestuoso edificio catedralicio. Nuestros pasos giran a la derecha, en busca del atrio de la catedral, bautizado el recinto y sus inmediaciones como plaza de Pío XII. Plaza y atrio son una muestra de puro granito. Fueron los cinceles los que dieron forma a las enormes y gruesas losas que tapizan el atrio. Los mismos que cincelaron el banco corrido que se extiende por todo el interior del muro de piedra que cierra el recinto. Es un banco para el descanso y el recogimiento pero también lo es para observar la monumentalidad del edificio. No en vano nos encontramos frente a la fachada neoclásica de este Patrimonio de la Humanidad, cuyo reconocimiento acaba de cumplir su primera década.
Atesoro recuerdos imborrables de mi padre octogenario, sentado en este banco de piedra, justo al lado de la Puerta Santa de los años Jacobeos, fiel y estimado anfitrión de mis amigos del Camino de Santiago, siempre atento a nuestra llegada para agasajarnos con su presencia y sus palabras.
El tiempo transcurrido desde la salida del Centro de Interpretación de la Muralla Romana hasta aquí, no llega a los cuatro minutos. Vamos a acceder a la Catedral Basílica. En su interior, el tiempo es relativo y la visita dependerá de cada viajero.
Tenemos la opción de acceder por esta fachada -fachada oeste-, con una visita guiada que nos permitirá disfrutar del Claustro, la basílica, el museo catedralicio y la subida a la torre o bien rodear la catedral y acceder por la puerta del culto abierta en la cara este y que nos llevará al altar mayor.
Una vez culminada la visita, esta será la puerta de salida. Rodearemos luego el edificio catedralicio por nuestra izquierda, en busca de la hermosa fachada románica que luce un extraordinario Pantocrátor en un dintel bilobulado. Bajo él, en el pinjante con forma de capitel, tallado en mármol encontramos una representación de la Última Cena. Este conjunto escultórico data del siglo XII, y los espléndidos herrajes observados sobre los portones de entrada, en esta fachada norte, pertenecen al siglo XIII.
Es razonable que con estas tres visitas se nos haya echado encima la hora de almorzar. Nada incomprensible pues el disfrute de cada uno de estos edificios: museístico y catedralicio, así como del centro de interpretación de la Muralla, necesita tiempo. Si somos meticulosos y nos gustan las visitas sosegadas, imposible será abordarlos en tan poco tiempo, pero… ¿Qué problema hay?
Si, tras disfrutar de esta fachada norte con puerta porticada, nos damos la vuelta, observaremos un cuerpo de doble escalera que nos permite acceder a la Rúa Bispo Basulto, dejando así la plaza de Santa María y llevándonos a deambular por el corazón de la gastronomía lucense. Calles y plaza en apenas un centenar de metros que nos acercarán una nutrida muestra de bares y restaurantes. Se encuentran en la plaza del Campo y la fuente barroca de San Vicente Ferrer. A su alrededor, bajo los edificios de piedra soportalados se distribuyen varios restaurantes. También lo hacen, a su derecha, a ambos lados de la calle de la Cruz. A la izquierda de la plaza, los locales de la rúa Nova se dedican de igual modo a la gastronomía. Mismo fin tienen los que, calle debajo de la plaza, buscan la rúa do Miño para dedicarse al tapeo, vinos, cervezas y otras bebidas. Elijan ustedes, la oferta es amplia y las cartas de todos ellos, variadas y generosas.
No tengan prisa alguna. A las dos cierran los museos y hasta las cuatro no reanudan su actividad. A priori, disponen de dos horas para comer y conversar, para hacer balance de los lugares visitados, para disfrutar del ambiente y de la filosofía del buen yantar. Y digo a priori porque los tiempos los marca cada uno y el continuar con el periplo que les propongo, no es más que esto, una propuesta más.
Descansen, será el próximo domingo cuando el artículo: "Lugo, veinticuatro horas. 2ª parte" dé término a esta emocional ruta por la ciudad imperial.


José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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