A Félix Rodríguez de la Fuente, referente vital en tiempos estudiantiles,
luz que ha brillado siempre en este corazón de niño.
A Ángel Sordo Núñez, por compartir tantas noches, en nuestra adolescencia y juventud,
los programas de "El hombre y la Tierra". Por su sólida amistad.

Nombrar Doñana es imaginar un paraíso para las aves. Quise recorrerlo a finales del mes de enero, a mi modo y manera que no es otro que lejos de las turísticas rutas por el Parque Nacional en jeep o en un microautobús.
Para comenzar, hablemos de números. Sus 50.000 hectáreas protegidas abarcan tres provincias andaluzas: Huelva, Cádiz y Sevilla. Para hacernos una idea de su extensión, el Parque Nacional y el Parque Natural que lo protege como pre-Parque, tienen un tamaño similar a la superficie de la isla de La Gomera -37.000 hectáreas, añadiéndole la mitad de la superficie de la isla de El Hierro -27.800 hectáreas.
Observado así, a sabiendas de sus valores biológicos y de la extrema fragilidad de sus ecosisemas, uno comprende su importancia y el porqué ha sido declarado Patrimonio Mundial de la Humanidad.
El escenario para mi visita no pudo ser más propicio. Amanecer de un día lluvioso de finales del mes de enero, sosegado paseo por el centro de visitantes del Acebuche y recorrido por los senderos habilitados para realizar una inmersión en el mundo sensorial del Parque, culminando la experiencia con una tarde y un crepúsculo en El Rocío, observando las aves presentes en su laguna.
Un área recreativa a la entrada del Centro de Visitantes invita a ser prudentes, a respetar los animales que se encuentran en su ambiente, en su casa, un espacio en el que no ejercemos como anfitriones sino como invitados.
Carteles informativos alertan sobre la presencia de víboras (Vipera latastei), escorpiones -Doñana cuenta con más de una especie, y la comunidad andaluza con nueve-, y avispas -mil doscientas especies citadas para Andalucía y una de ellas, la avispa oriental invasora, muy agresiva-. La advertencia, colocada en zonas de ocio, sólo pretende algo tan lógico como una llamada a la prudencia, no molestar a estos animales que habitan Doñana pues sus picaduras pueden provocarnos indeseables consecuencias.
Son los mismos carteles que solicitan silencio -algo muy difícil en esta sociedad del ruido que relaciona área recreativa con diversión, música y juegos-, exige un control absoluto de nuestros residuos y prohibe hacer fuego -como es lógico, la acción de fumar está dentro de estas prohibiciones-.
Tras saludar al personal del Centro, me dirijo a la sala de audiovisuales. Reconforta la oscuridad que envuelve los mismos y el silencio. Nada más entrar, un visionado envolvente identifica Doñana como uno de los ojos del Planeta Tierra. Imágenes múltiples de paisajes y fauna, acompañados por los sonidos del Parque nos dejan boquiabiertos ante tanta belleza, expectantes ante las palabras que acompañan este audiovisual. Lo cierto es que no es una exageración la comparativa, no se trata de un chauvinismo andaluz o una boutade francesa, lo que estamos observando es pura realidad. Doñana es uno de los ojos del Planeta Tierra.

Innegable es que nos encontramos ante el principal destino de las migraciones de aves que se producen en esta parte del mundo. Así lo confirman los más recientes estudios que registran el vaciado de millones de anillamientos y avistamientos.
Cientos de miles de aves migran desde el norte europeo buscando este destino u otros más alejados en el interior de África.
Los gansos (Anser anser) son buenos indicadores biológicos para saber que Doñana está gravemente enferma. Mal va el número de las aves migratorias llegadas a Doñana y el problema no sólo es del cambio climático. De las decenas de miles de gansos que arribaban en un reciente pasado -más de 70.000 hace siete años-, a los escasos 4.500 ejemplares del pasado año. ¿Razones? Se esgrimen razones reales como la falta de agua y la escasez de su alimento -las castañuelas, sólo se desarrollan bien cuando la marisma se encuentra inundada-. Pero hay algo más que daña el Parque y ese algo más hay que buscarlo en el ser humano. Lo cierto es que este año los graznidos de los gansos que anuncian con su algarabía la llegada del otoño a Doñana, han menguado de una manera alarmante.
Lo dramático es que nos encontramos en pleno invierno, ha llovido en estas últimas semanas en Doñana y espacios limítrofes, pero las lagunas del Acebuche, el Huerto y Las Pajas -las que pude visitar tras un agradable y corto paseo desde el Centro de Visitantes-, están secas.
Resulta anacrónico observar múltiples casetas preparadas para el avistamiento de aves, cada una identificada por un nombre concreto de especies que visitan estas charcas y por lo tanto observables: porrón, zampullín, somormujo, calamón, malvasía, focha, cigüeña.. pero, ni a simple vista ni ayudado con unos prismáticos, observo ave alguna. Sólo, tras mucha paciencia y escrutando la lejanía, más allá de las lagunas, tres cigüeñas buscan su alimento en un terreno inundable, que no lo está, donde reverbera un poco de humedad. Nada más.
Falta agua en Doñana. Es un grito unánime de científicos, ecologistas, organizaciones internacionales para la defensa de la naturaleza y de una serie de instituciones europeas con responsabilidad en el control, valoración y seguimiento del estado de los patrimonios mundiales.
Todos ellos hablan de alerta máxima, denuncian que de seguir las extracciones ilegales de agua y la pertinaz sequía que sufre, Doñana se muere. Sobran las palabras.
La realidad es que los aportes subterráneos han desaparecido o son escasos y recuperar cierto nivel de caudal se torna difícil, cuando no imposible.
No ayuda la marea de invernaderos dedicados al cultivo de la fresa y otros frutos rojos, que observo a todo lo largo de la carretera A-483 que desde Almonte nos acerca a El Rocío, al centro de Visitantes del Parque y a Matalascañas.
Clama al cielo la incongruencia observada. En dirección a la costa se eleva, a mi izquierda, una valla realizada con postes y una malla que permite la observación del Parque Nacional al tiempo que define sus lindes, mientras que, a mi derecha, un cierre similar delimita y protege centenares de hectáreas cubiertas de invernaderos, dedicadas al cultivo de fresas.
Si elevamos la vista, el mar de plástico se pierde en la lejanía y uno entiende la gravedad del asunto. A un lado el abusivo uso de un agua escasa para saciar cultivos exigentes, al otro el Parque Natural y el Parque Nacional que la necesitan si no queremos verlos relegados a la sequía y la muerte.
El tema es sangrante y hay muchos intereses en juego. Se estudian medidas de protección para este Patrimonio Mundial de la Humanidad, pero la presión de los agricultores es enorme. De los agricultores y de los terratenientes de tan enormes latifundios. Está en estudio una ley que pretende legalizar dos mil hectáreas de fincas montadas sobre suelos de secano y forestales, convertidas ilegalmente en fincas de regadío.
No existen recursos hídricos para ello, pero están en producción gracias a la perforación de cientos de pozos ilegales y, como es lógico, ninguno de ellos autorizado, afectando de extrema gravedad al Parque Nacional y Parque Natural de Doñana.
No me extraña pues la noticia que ocupa la prensa necional en estos días -Antena 3, El Español, El Mundo, Veinte minutos...-, que no es otra que la investigación y confirmación de daños ambientales causados por la apertura y extracción ilegal de agua, durante años, en una finca propiedad de la Casa de Alba, daños valorados en seis millones de euros.
Para comprender la magnitud de lo que ocurre, en este caso concreto sólo se trata de ocho pozos y una finca y el daño es irreversible. La lógica exige no sólo el precinto de dichos pozos, sino una ejemplarizante multa de valor similar o mayor al daño causado. Una multa millonaria supondría de hecho un aviso a navegantes, una advertencia clara a los infractores que han perforado y mantienen en ejercicio, cientos de pozos ilegales en todo el perímetro del espacio protegido.
La experiencia de una vida me obliga a ser cauto, aunque me dice a gritos que no sucederá ni una cosa ni la otra. Ni se clausurarán los centenares de pozos, ni se pagarán las cuantiosas multas que deberían imponerse a cada uno de ellos. Tiempo al tiempo.
Respiro hondo y el desánimo me invade ante un recuerdo sucedido en nuestras islas. La famosa Ley de Punto Final para las construcciones ilegales en Canarias -Decreto 11 de 1997- que permitió legalizar más de 25.000 viviendas en las islas, casi la totalidad que se habían presentado para acogerse a esa especie de amnistía urbanística, aunque una cantidad similar de viviendas ilegales no consideraron acogerse a tal medida- se comprometía a un riguroso control sobre los terrenos no urbanizables -algo que se tornó imposible bien fuera por falta de medios, de personal o de interés en llevarse a cabo, porque lo cierto es que el Decreto trajo consigo una especie de efecto llamada y un nuevo censo del año 2000, sólo tres años después, registraba casi 4000 nuevas viviendas ilegales, un 40% de ellas en la isla de Gran Canaria.
Ha llovido desde ese año hasta el actual 2025, un cuarto de siglo en el que miles de nuevas contrucciones ilegales -escandalosas cifras y núcleos nuevos con nombre propio en Fuerteventura, Gran Canaria y Tenerife -ocuparon y ocupan periódicamente, titulares de prensa-, han convirtido de facto, la conocida como Ley de Punto Final en una Ley de Punto Seguido.
Visto el estado de cosas ¿quién le pone el cascabel al gato? Hay cientos de expedientes en las Oficinas encargadas del control de estas infracciones urbanísticas, pero lo cierto es que aún no hemos observado ejemplares sanciones y demoliciones masivas. Tales medidas levantan ampollas en la clase política de todos los grupos, pues son tiempos éstos que juega en contra la angustiosa presión por la falta de viviendas, la necesidad urgente de dotar de viviendas dignas a una población creciente e imposiblitada para acceder a ellas. Tiene toda la pinta que dichas medidas no se llevarán a cabo, pues la aplicación de la ley, con el consiguiente derribo de tanta construcción fuera de ordenamiento, supondría una alarma social y un rechazo popular sin precedentes. Empiezo a pensar que todo esto está pensado y bien pensado, sino tiempo al tiempo.
Volviendo a Doñana, la Comisión Europea amenaza con fuertes sanciones al estado español -escribo estado y español con minúscula pues no se merece la mayúscula en sus letras, ante tanta desidia y desgobierno ambiental-, si la ley parlamentaria andaluza, que se encuentra avanzada y en trámite, legaliza estas dos mil nuevas hectáreas para dedicarlas al regadío, es decir, al cultivo de frutos rojos.
Me podrían preguntar si estimo que la Ley salga adelante. Saldrá. No sólo por las presiones que sobre los dirigentes de la Junta de Andalucía y Ayuntamientos implicados es enorme, sino porque las multas que nos imponga Europa las pagaremos los de siempre, los contribuyentes de todo el Estado. Es gratuito afirmar, por conocido, que quienes cometen la ilegalidad de aprobar esta puntilla final para Doñana y sus ecosistemas, saben que los beneficiarios de tan jugosas reconversiones no pagarán un solo euro.
Tras abandonar el Centro de Visitantes, un poco decepcionado por la falta de agua en sus lagunas, deseaba conocer el estado en que se encontraba la marisma del Rocío, una hermosa pátina de agua justo al lado del pueblo del mismo nombre.
Ante ella, atisbando en algunas zonas de la marisma la presencias de zancudas y anátidas, sintiendo bajo mis pies el suave tacto de la madera que conforma la pasarela que la bordea junto al llano de las celebraciones multitudinarias de El Rocío, camino de la iglesia, uno entiende todos los calificativos que recibe este lugar de fe, todas las emociones que siente la gente a la hora de acudir y llegar al mismo.
Más allá del incuestionable fenómeno religioso y espiritual, el paisaje de la marisma, las aves que la frecuentan, los sonidos de la misma y el pueblo reflejado en sus aguas configuran una experiencia sensorial inolvidable, un recuerdo emocional único.
Desconocía, a mi llegada al Rocío que aquel día, veinticuatro de enero, era un sábado especial. Al parecer, varias hermandades del Rocío realizaban una peregrinación extraordinaria con motivo de la proximidad a La festividad de La Candelaria. Sin embargo, a última hora del día anterior, la Junta de Andalucía, cautelosa y prudente, suspendió la peregrinación justificando tal medida con la entrada de una fuerte borrasca, capaz de provocar inundaciones como la sucedida en el Levante, unos días atrás.
Pero las Hermandades no abandonaron su empeño en visitar a su Patrona y disfrutar de la fiesta y así, en su lugar, realizaron una especie de convivencia en la plaza, la iglesia y sus alrededores.
Fue así como me encontré con caballos y carretas sobre un extenso barrizal. Llovía a ratos pero las guitarras, cajas y voces de los cataores no dejaron de escucharse, no dejaron de sonar. Mucha pasión se respira en el recinto, pasión, fervor y fe. Es intenso el olor a cera quemada procedente de miles de velas que arden simultáneamente en la capilla votiva de la Blanca Paloma, donde no cabía más gente.
Fuera, en los bares y restaurantes olor y sabor a pescaítos, a finos, amontillados y a cerveza local.
Muchas botas de caña alta para salvar el barro y el agua, botas finas de piel, como requiere la ocasión, elegantes sombreros propios de la fiesta y trajes de amazonas y jinetes que conjugan con el relinchar de las monturas, el repiquetreo de sus cascos sobre el barro y la piedra, con las campanillas de los carros arrastrados por sufridos caballos.
En las inmediaciones, cientos de coches esperaban aparcados a los asistentes que no revelaban prisa alguna. Tanto trasiego de personas suponía para mí un contratiempo. En las aguas cercanas de la marisma era imposible observar ave alguna. Los flamencos que había observado en otras ocasiones en esta marisma, se encontraban ahora muy lejos, visibles es cierto, pero sólo con prismáticos. Y lo mismo sucedía con las garcetas y las garzas, las espátulas y las cigüeñas, las garcillas y las cigüeñuelas. Las anátidas, aun más esquivas, permanecían escondidas al otro lado de la marisma, tras una cortina de cañas y espadañas. Sólo los vencejos y las golondrinas sobrevolaban la pátina de agua y el terrero del encuentro festivo, tras los múltiples insectos que levantaban a su paso, caballos y carruajes.
Me alejé un poco, apenas un centenar de metros de la parafernalia rociera y en los arbustos que rodean la marisma, pude identificar una tarabilla y una curruca cabecinegra.
Abandoné Doñana con una sensación agridulce. Por un lado admirado por la consecución de un espacio protegido con tan amplio territorio y por otro, decepcionado por la ceguera e incomprensión del ser humano ante el extraordinario valor de un espacio único.
Recordé entonces cada una de las razones esgrimidas por los científicos y técnicos del Parque a la hora de defender su valía a ultranza. Estaban presentes en sendos paneles informativos, justo al inicio de los senderos recomendados, sólo era preciso detenerse ante ellos y leerlos con calma.
La primera razón se refería al almacenamiento de carbono que suponía el pulmón verde de Doñana, el segundo a la protección de la biodiversidad que significaba la existencia de las marismas, el monte mediterráneo y otros ecosistemas asociados, el tercero estaba referido al papel que tenía en la dispersión de semillas, un proceso que dependía de mamíferos y de las aves presentes en el Parque, el cuarto se refería a la polinización, haciendo hincapié en la enorme variedad existente de invertebrados polinizadores, el quinto trataba la provisión de agua dulce que suponía la existencia del Parque, pues los montes son un reservorio natural con sus cauces, arroyos y lagunas, el sexto trataba del aprovechamiento forestal, el séptimo del control de las plagas, el octavo se refería a la conservación de los recursos genéticos, el noveno al papel que jugaba en la protección contra la erosión, el décimo hacía referencia a la investigación científica, el undécimo hacia mención al recreo y disfrute que supone la existencia del Parque...
¿En serio son necesarias más razones para justificar la protección a ultranza del Parque Nacional y el Parque Natural de Doñana, por encima de tantos cicateros, egoístas y cortoplacistas intereses humanos?
De regreso a la isla, mi Gran Canaria, una profunda reflexión embarga mi espíritu. Dicha reflexión provoca un interrogante al que me cuesta encontrar una respuesta satisfactoria: ¿Cuánto tiempo más necesita el ser humano para darse cuenta que el deterioro sistemático de los espacios naturales y la extinción de los seres que la habitan acarrea indefectiblemente nuestro propio declive?
Sigo sin encontrar una respuesta.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.