Hace unos días monté una exposición de esculturas en la Facultad de Derecho, en un amplio espacio habitualmente vacío y que deben atravesar los alumnos que estudian en la biblioteca para dirigirse a los servicios. Se titula: "Los Derechos en Derecho". Al finalizar, pasé un largo rato pegando los carteles con el nombre de cada obra y un breve párrafo explicativo, arrodillándome frente a cada peana para respetar el centro y la horizontalidad del cartel.
Mientras oía pasar a mi espalda un montón de alumnos me preparé mentalmente para interrumpir mi tarea ante las preguntas que me harían los curiosos sobre el significado de cada escultura,
material empleado, mensaje pretendido, en fin, la curiosidad normal de un joven alumno universitario.
Terminada la concienzuda tarea, me sentí extraño, desorientado y hasta se podría afirmar, angustiado. Nadie, o sea ninguno de los que recorrieron el camino al servicio, con la urgencia habitual de esos viajes, ni los que volvieron a sus libros relajados y profundamente satisfechos mirando el móvil, hablando por teléfono o conversando entre ellos, sintió la mínima curiosidad al ver a un viejo arrodillado y con los brazos hacia el cielo, frente a una columna blanca que sostenía un extraño objeto. Seguramente les pareció lo más normal del mundo, lo que se ve todos los días en la calle o en el autobús.
Con decir que una de las obras referida a la violación y que consiste en un cuadro negro de buen tamaño con un fragmentado rostro femenino blanco, que en vez de exponerlo sobre un pedestal lo coloco directamente en el suelo, estuvo a punto de ser pateado por una señorita que volvía de evacuar su vejiga, con la mirada sumergida en el móvil, y que lanzó un zapatazo a escasos milímetros del objeto. Sospecho que no lo vio.
Mientras buscaba un Diazepán para calmar mi ansiedad, reflexionaba sobre esos jóvenes estudiantes, futuros abogados, jueces y miembros del Supremo. Espero que con el tiempo aprendan a observar los que sucede a su alrededor.
Andrés Montesanto, Escultor.
