A una las ciudades más antiguas de Europa.
A las aves que aún encuentran en sus marismas y humedales la dignidad
y el respeto que merecen sus poblaciones.
Al parecer, por Gadir -recinto cerrado o fortificado-, la conocían hace tres milenios los fenicios, pueblo que fundó la ciudad. Es cierto, también, que este nombre hace referencia a un rey atlante, conocido como Gadiro o Gadeiro. Aquí la historia contrastada se entrelaza con la mitología y la leyenda.

De lo que no hay duda es que Gadir pasó a llamarse Gades tras su paso de los cartagineses a los romanos, hecho que sucedió pacíficamente por el año 206 antes de Cristo, tras la finalización de las guerras púnicas. Sin embargo, pocas ciudades tuvieron tantos nombres a lo largo de su historia ni llegaron a generar tantas discusiones referidas a la historia de su nominación, tras tantos siglos de existencia. La discusión sobre ello aún mantiene en vilo a muchos historiadores.
Gadron. Gadiro, Gadeira, Gadieras, Gades, isla de Juno, Islas Gaditanas... sólo son algunos de los nombres que recibió la ciudad. Tengamos en cuenta que en aquel entonces la zona la conformaban tres islas: Gadir, Erytheia, Kotinoussa y pequeños islotes.
Pasaría a denominarse Yazirat Qadis durante la dominación musulmana y sería en el siglo XIII, bajo el gobierno de Alfonso X el Sabio, cuando se fijaría su actual denominación: Cádiz.
Del Gades que a través de la Vía Augusta unía dicha ciudad con Roma, la capital del imperio, al Cádiz actual en que me encuentro ahora, un interminable laberinto de calles capaces de convertir mis recorridos gaditanos por sus históricos barrios en una emoción permanente.
Y es que fenicios, cartagineses, romanos, visigodos, bizantinos, árabes y cristianos la fueron definiendo a su modo y manera. El resultado final salta a la vista, una joya arquitectónica que te atrapa en cada rincón, en cada celosía, ventana, puerta, aldaba, adoquín, plaza, jardín, bastión, muralla...
Más allá de sus edificios y museos, más allá de sus mercados y sus gentes, más allá de su gastronomía y la incomparable expresión y riqueza de sus vinos -dos de las denominaciones de origen más famosas del mundo se encuentran en Cádiz: la de Jerez-Xérèz-Sherry y la de Manzanilla de Sanlúcar- me sorprende y alegra la vista y el corazón, una presencia botánica que hermana, ciudad y provincia, con nuestras islas. Es difícil encontrar un jardín, un parque, avenida o rotonda que no cuente con la presencia de al menos un drago. Tal singularidad no la he hallado en ninguna otra provincia
Hay dragos bien desarrollados, que presentan tres o cuatro niveles de ramificación, pero los hay centenarios, que han florecido y fructificado más veces, otorgándoles cada nueva ramificación un buen número de años. No es extraño encontrar algunos que presentan grandes copas y cuyas edades, sin lugar a dudas, superan holgadamente el siglo de existencia. Es el caso del impresionante drago -ver la fotografía que inicia este artículo-, más longevo de la capital. Se encuentra en el parque Genovés de la capital gaditana. Otros, como el que observamos en una estratégica glorieta al inicio de la avenida de Andalucía, son heraldos botánicos de la entrada en Cádiz, por la puerta y plaza de la Constitución, anunciando con su presencia la admiración y orgullo que los gaditanos sienten hacia planta tan hermosa.
Recordaba entonces, al recorrer y disfrutar con la presencia de dragos en cada una de las plazas de la ciudad: plaza de Mina, plaza de San Antonio, plaza de España, plaza de San Agustín, plaza Argüelles, plaza de San Juan de Puerto Rico, plaza de La Constitución, plaza Candelaria, plaza Mentidero, plaza Fragela, glorieta de Los Periodistas..., los dragos que señorean el parque de Málaga -agradezco en aquella visita la información facilitada por mi amigo Roque y su interés en que visitara los hermosos dragos existentes en dicho parque-, así como otros dispersos por jardines, laderas, alcorques y avenidas de la ciudad malacitana.
Y es que los dragos (Dracaena draco) y las palmeras canarias (Phoenix canariensis) son nuestros representantes botánicos más populares en los espacios verdes de las grandes urbes mediterráneas.
En el caso concreto de la provincia de Cádiz, no dejó de sorprenderme su presencia en todos los pueblos visitados. Sanlúcar de Barrameda tiene ejemplares en calles y jardines, en Chiclana no sólo embellecen las zonas verdes sino que se extienden frente al mar, tras las arenas de sus playas, formando parte del ajardinamiento costero. En Rota, no sólo es un árbol ornamental en suelo público sino que es una especie observable en urbanizaciones privadas como las que asoman a la playa de La Ballena. Algo similar a lo que sucede en Chipiona, Jerez, Conil
No es de extrañar que en esta última localidad, desde la carretera observe un vivero de árboles donde destaca la presencia de varias decenas de dragos en enormes macetas, bien desarrollados en tamaño y forma, pendientes aún de su primera floración, a la espera de su venta y trasplante a jardines públicos y privados.

Añadiré que, al parecer, el drago más grande presente en tierras continentales europeas se encuentra en el municipio gaditano de La Línea de la Concepción, en el parque Princesa Sofía. Dicho ejemplar de Dracaena draco se ha convertido en un símbolo botánico para La Línea, orgullo del municipio y de sus ciudadanos, de ahí su protección y su exposición a la ciudadanía y a los visitantes, dignificando su presencia, celebrando su buen estado de salud y disfrutando de su amplia sombra. Las medidas de este coloso verde lo dicen todo: nueve metros sesenta centímetros de altura, más de trece de diámetro de copa, dos metros de diámetro de tronco y más de cien años de antigüedad.
Es aquí, en la Línea, donde, justo en el borde de la carretera que une este municipio con Gibraltar sobresalen, de las altos muros de fincas con casa y zonas verdes, las copas de varios dragos centenarios.
Otros dragos embellecen jardines y parques del Campo de Gibraltar. ¿Alguien alberga duda alguna sobre el orgullo que Cádiz y los gaditanos sienten hacia sus dragos, referentes botánicos que imprimen identidad, singularidad y belleza, a aquellos lugares donde prosperan?
El cariño y orgullo que sienten los gaditanos por sus dragos, lo deseo yo para los nuestros. No escondo mi profunda satisfacción en el periplo gaditano al constatar la protección, vigilancia y cuidado que tienen. Tal mimo reclamo a la hora de poner en valor los dragos de nuestra isla, tanto los ejemplares aislados como aquellos que se encuentran formando pequeños grupos, tanto en parques y jardines públicos como en recintos y fincas privadas.
En Telde, no sólo el abandono de los ejemplares más longevos ha llevado a su histórica desaparición: sirvan de sangrante ejemplo los dragos de Arnao, el drago de la casa Condal, el drago de San Francisco
, éstos en el corazón urbano municipal, a los que hay que añadir varios dragos en la zona verde del recinto industrial de Salinetas y en otros barrios, fincas y barrancos del municipio, sino que aquellos que aún perviven, muchos de ellos se encuentran en grave estado, bien por la falta de vigilancia y cuidados específicos, bien por el desinterés y abandono al que están sometidos.
No es de extrañar pues que, a modo de ejemplo, el conjunto de dragos de la urbanización industrial de Salinetas haya perdido y siga perdiendo uno a uno sus ejemplares más longevos. Lo extraño es que aún sobreviva alguno, sin cuidados y sin el interés de nadie. Lo lamentable es que no solo languidecen ante nuestros ojos, sino que son víctimas propicias de plagas provocadas por hongos e insectos, infecciones que su propia debilidad atraen y ramas y troncos están en mal estado.
Como podemos constatar, no todo el mundo se enorgullece de sus árboles más emblemáticos. Los gaditanos sí. Para ellos se trata de un árbol de gran belleza y elegante porte, aunque muchos desconozcan su procedencia y poco sepan del archipiélago canario y la Macaronesia.
Es triste que en nuestra tierra no sólo no le otorguemos el valor debido a su endemicidad e importancia como fósil botánico viviente, sino que lleguemos a dañar los ejemplares supervivientes o los abandonemos a su suerte. De ser esta nuestra actitud, aquello que no ocurrió en el transcurso de varios siglos -no olvidemos que llegaron a nuestro tiempo dragos con 200, 300, 400 años de edad, da fe de ello el drago que hubo en la casa del comandante Antonio de La Rocha en Telde que con 26 floraciones iba camino del medio milenio de existencia-, con esta especie propia del pasado, ha ocurrido y está ocurriendo -finales del siglo XX, inicios del siglo XXI, con la acción del ser humano actual, abandonando conscientemente o no, a los últimos colosos botánicos.
Alivio siento al constatar como nuestra querida especie está presente en tierras peninsulares y en jardines botánicos de todo el mundo, pero somos nosotros quienes tenemos la obligación y el compromiso de proteger los que sobreviven en estado salvaje o ajardinados en los más diversos lugares de las islas.
Es de justicia reconocer muchas y honrosas excepciones al abandono generalizado. Por destacar alguno, el emblemático drago del ayuntamiento de Gáldar -trescientos siete años-, es una de ellas.
Volviendo a Cádiz, no dudo en que hay cientos de singularidades que hacen de esta provincia un lugar increíble, como no dudo que este abanico de posibilidades se amplía y diversifica dependiendo de la persona que lo esté analizando.
A mi me sorprenden sus cielos y su litoral, cuajados de aves en esta temporada invernal. Centenares de cigueñas sobrevolando marismas y terrenos inundables, bandadas de flamencos en la procura de alimento en cuantas balsas de agua encontramos, desde las zonas encharcadas que se extienden a ambos lados del río San Pedro hasta las excepcionales marismas del Guadalquivir.
Y me sorprende, agradablemente, que Cádiz sea el kilómetro cero de un periplo jacobeo, la Vía Augusta, ruta que aprovecha el discurrir de una milenaria calzada romana, iniciándose en la iglesia de Santiago, hermoso templo que se encuentra en la plaza de la Catedral, sumándose así a otras vías con mayor relevancia en el sur peninsular como son la Vía de la Plata y el Camino Mozárabe. Se trata de una extensión del Camino jacobeo, la ruta que discurre entre Cádiz y Sevilla. Un centenar de kilómetros hasta la ciudad hispalense donde se une con la Vía de la Plata para continuar su periplo hasta Santiago de Compostela.
Sabría más adelante, en mi deambular por tierras gaditanas que en Chiclana, a los pies de la iglesia de la Virgen de Regla, surge otra vía jacobea, reconocida como Vía Franciscana, ruta que tras varias etapas que cubren algo más de un centenar de kilómetros, conecta con la Vía de La Plata para continuar de igual modo, el Camino del apóstol.
La profusión de señales, flechas y veneras observadas en diferentes pueblos de Andalucía nos recuerda que al famoso dicho: Todos los caminos conducen a Roma, habría que añadirle otro muy actual: Todos los caminos conducen a Santiago de Compostela.
Para dar por finalizado este primer artículo dedicado a mi periplo gaditano, una curiosidad. Reminiscencias aborígenes observo en los corrales gaditanos, en uso desde tiempo inmemorial, en pueblos como Chipiona y Rota.
A diferencia de los aborigenes canarios que embarbascaban el pescado que se quedaba en los charcones del litoral utilizando para ello los efectos narcotizantes de la savia del cardón y otras euforbias, los corrales gaditanos son estructuras realizadas por el ser humano, de las que se desconoce su origen pues hay controversia sobre si es romano o anterior a los tiempos del imperio. Con piedras ostioneras, una especie de material poroso formado con las conchas cementadas de diversos moluscos marinos -ostiones, lapas, escaramujos, almejas
formaron amplios recintos que permiten el acceso del pescado y el marisco en marea alta, para quedar luego retenido en el interior de los corrales gracias a un sistema de rejillas que imposibilitan su salida, durante la bajamar. Una especie de seretos, fijas y tridentes -identificados con una serie de términos que les son propios-, siguen facilitando la labor de captura y recogida del pescado.
Constatamos, una vez más, como el aprovechamiento de los recursos naturales siempre ha obedecido al desarrollo del ingenio humano y la meticulosa observación y estudio de los ritmos de la naturaleza.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.