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La apostilla (9)

Montesanto, Andrés - jueves, 06 de febrero de 2025
La Revancha

Meses más tarde Héctor llegó una noche a su casa. Le contó que un estanciero de la zona, escaso de fondos, estaba formando una sociedad de siembra, es decir juntar gente que se hiciera cargo de los trabajos, los agroquímicos y la semilla. Y como se iban a necesitar 600 litros de Heptacloro, había propuesto al doctor para que participara con su parte. Si no quería participar, le proponían que les vendiera el producto.
Le gustó la idea. Elena, atenta a las preocupaciones de su marido, lo animó a involucrarse en el negocio para olvidarse del episodio que lo había afectado. Iba a tener la mente más ocupada y eso le vendría bien. Así que una mañana el Héctor lo pasó a La apostilla (9)buscar y lo llevó a la reunión donde se firmó el contrato, para constituir la sociedad de siembra.
Don Alejandro, el estanciero, un señor en todo el sentido de la palabra, se alegró que fuera uno de los socios. Además de los tres, Sandoval, un contratista de la zona, completaba el cuarteto. Se fijó el porcentaje para el dueño del campo y para cada uno de los otros socios. El galeno participaba con los 400 litros que tenía y otros doscientos que había que comprar, para lo cual entregó el cheque correspondiente. Faltaba conseguir la semilla. Entonces Héctor, que mantenía contacto con el acopiador fugado, propuso que éste ingresara en la sociedad aportando toda la semilla.
El estanciero dijo:
- ¿Cómo, este tipo que estafó a medio pueblo, que no pagó a nadie porque estaba seco, resulta que ahora tiene dinero y compra toda la semilla?
- No tiene un mango, pero parece que se la dan a crédito y la paga después de la cosecha - salió Héctor en defensa de Armando.
- El tipo ese le robó a uno de mis socios, y por lo tanto es como si me hubiera robado a mí, no puede entrar en este negocio. Ésta es una sociedad de gente decente.
- Él está muy interesado en entrar, creo que ya encargó el sorgo y el girasol.
- Yo no lo quiero en mi sociedad. Si ustedes quieren aceptar la semilla, se la reparten y cada uno ingresa con un tercio. Después de la cosecha arreglan con él.
El ingeniero consultó a través del radio teléfono con el ausente, que aceptó el trato. Se estimó el valor de la semilla y se corrigieron los porcentajes, aumentando el doctor considerablemente su parte proporcional.
Pasaron unos meses, se iniciaron los trabajos y los cuatro socios tuvieron algunas reuniones para pagar la fumigada y otras labores. Y llegó por fin la cosecha, donde se obtuvieron unos rindes muy buenos en el girasol y excepcionales en el sorgo. Toda la producción se entregó a un cerealista de Cortázar, un pueblo cercano al campo.
Se reunieron por última vez para efectuar el reparto de la cosecha. Don Alejandro redactó un documento que entregaría al acopiador, con los porcentajes y los kilos del cereal que correspondían a cada uno de sus tres socios. Sandoval dijo que tenían que descontar la parte del ausente, a lo que el presidente del grupo sembrador respondió:
- Ese señor no participa en este negocio. Para mi no existe. Cada uno de ustedes debe arreglarse con él por su cuenta.
Sandoval y Héctor hicieron las cuentas en voz alta de los kilos que le debían transferir y en ese momento el estanciero, dirigiéndose al doctor le preguntó:
- ¿Y vos, vas a ser tan boludo de darle la parte de la semilla? ¿No me dijiste que te cagó? ¿Que se quedó con todo tu girasol y encima te tomaron el pelo con el chimango y la soga? Yo te consideraba un tipo inteligente.
El facultativo se quedó pensativo. Al despedirse, todos eufóricos con el resultado de la aventura, miró a los ojos al estanciero y le dijo:
- Muchas gracias Alejandro, no me voy a olvidar nunca de tu consejo.
- No seas boludo Antonio, gastátelo con tu familia.
En el viaje de vuelta con su amigo ingeniero agrónomo, el doctor le agradeció sinceramente la invitación que le había hecho, que posibilitó su ingreso en la sociedad y el buen resultado del negocio.
El conductor tímidamente preguntó:
- ¿Qué vas a hacer con la parte de Armando?
- No sé, lo tengo que pensar.
Ya lo había pensado. Esperó a que subiera un poco el precio, liquidó todo lo que estaba a su nombre y corrió a Buenos Aires a comprar dólares.
Un tiempo después llegó una carta documento del doctor Magaña, el letrado del estafador, reclamándole una cantidad exorbitante en concepto de semillas, intereses, daños morales y un montón de milongas agregadas. Se calentó, pero no mucho. Ahora la pasta la tenía él y el otro era el que reclamaba, se habían invertido los papeles. Se acordó de Alejandro.
Fue a ver a un abogado de un pueblo vecino, joven y ambicioso, y que con el tiempo llegaría a ser electo Diputado. Le redactó una respuesta para que la enviara desde la oficina de correos, él le firmó un poder para representarlo en el juicio y le adelantó un dinero para gastos.
Luego de unos meses le llegó la citación de un juzgado de Houssay. Tenía que declarar ante el juez como acusado. Habló por teléfono con su abogado, el que le dijo que fuera y contara los hechos como habían sucedido, ya que no lo podía acompañar. La mañana de la cita viajó en su coche, solo, hasta el juzgado. En la antesala se encontró con el letrado denunciante que con una jeta de mármol, sonriéndole, le extendió la mano y lo saludó.
- ¿Qué tal doctor, cómo le va?
Y el médico, que venía masticando la bronca durante las dos horas de viaje, se despachó.
- ¿Y todavía tiene la desfachatez de preguntarme cómo me va? Usted y su cliente me han estafado, me han robado todo el girasol que deposité, me han tomado el pelo ¿y ahora salen con esta barbaridad? ¿De dónde se inventaron el cuento de esa semilla que yo le debo? ¿Estamos todos locos? Me hacen perder el tiempo, un día entero que tengo que dejar mi consultorio, a mi mujer y a los chicos por una mentira de ustedes. ¿Por qué no se van a robar a los caminos y me dejan tranquilo?
Como el doctor estaba vociferando y parecía fuera de control, el abogado Magaña bajó la cabeza y reculó para un rincón.
Pasaron los dos juntos y le preguntaron al acusado por la semilla que había comprado y no pagado. Y volvió a defenderse, esta vez más controlado pero firme y visiblemente enojado y molesto por el tiempo perdido. La única semilla que conocía era la que él había entregado al cliente de ese señor (lo señaló con el dedo despectivamente), cuyo albarán del depósito estaba en el expediente, que se la habían robado y no le habían pagado ni un solo peso. Y ahora, absurdamente, daban vuelta la historia y le reclamaban a él una deuda inexistente de la que no había ningún documento ni nada parecido. El abogado guardó silencio. Y nuestro protagonista se volvió a su casa más relajado.
Pasó bastante tiempo hasta que le llegó la resolución judicial. El juez había dictado la sentencia enseguida, totalmente a su favor, adjudicándole a la parte demandante las costas. Como el cerealista se declaró insolvente (a pesar de lo que había ganado en la siembra, gracias a la parte que Héctor y Sandoval le habían pasado), y el juez había fijado unos honorarios mínimos, el abogado del doctor, que solo le había redactado el contenido de un telegrama, que no lo acompañó al juzgado, que no movió el culo del asiento, había apelado la sentencia al Señor Juez para que le aumentara los honorarios que le debía pagar su propio cliente, es decir Antonio. Por eso se había demorado tanto.
Recordó lo de las "aves negras", buitres carroñeros, pero esa noche brindó con Elena y se olvidó del asunto.

Andrés Montesanto. Fragmento de "La Apostilla".
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