La estafa
En Argentina, por lo menos en aquellos años de gran inflación, al que no especulaba se lo comían los piojos. Se especulaba con todo. Por ejemplo, practicando la bicicleta bancaria. Esta consistía en ir al banco el viernes a última hora y transferir todo el saldo de la cuenta corriente a la cuenta de ahorro, para realizar la operación inversa el lunes a primera hora. 72 horas de pedal todas las semanas con unos altísimos intereses daba para cubrir algunas facturas.
Se especulaba con las tarjetas de crédito cuando empezaron a hacerse populares. Si el período mensual se cerraba el 20 de cada mes, lo que se compraba el día 21 tenía 30 días de pedal, que podía equivaler al 10 o 20 por ciento. Se especulaba comprando dólares u oro siempre que se podía. Y todo esto no era para hacerse rico, no, era para, como decía un amigo, conservar el empate. Un honroso empate, no perder.
Por lo tanto en el campo se especulaba con la producción agrícola, que además de la inflación constante sufría grandes oscilaciones por la proximidad de la siembra (subía siempre para estimular la compra de semillas híbridas), el mercado internacional (según el volumen de las cosechas de los grandes productores mundiales y las necesidades de los países consumidores), por los desastres climáticos y por factores de política interna, retenciones, necesidades del Banco Central, etc. Los grandes productores y los acopiadores aumentaban la diferencia especulando con el momento de la venta. Y a veces llegando a vender lo que todavía no se había cosechado y, como en la bolsa, algunos la embocan y se forran. En cambio otros se vuelan la tapa de los sesos porque se funden ellos y funden a los que confiaron en ellos, que fue lo que le pasó a Armando Casado, dueño de la acopiadora donde el doctor entregó su primera cosecha. Solo que para salvar el cuerpo, jodió a todos los que depositaron la producción en sus silos y se esfumó.

Un día el galeno recibió un llamado para que fuera a ver a un paciente muy afectado por la quiebra de esa empresa cerealista. Después de cumplir con su obligación profesional se acercó a esa oficina, la misma donde había entregado el girasol, donde lo recibió un abogado y su contable.
El joven picapleitos lo invitó a sentarse con una sonrisa y le explicó que el señor Casado le había pedido expresamente que tuviera una atención especial con el doctor, porque ya se sabe, en cualquier momento lo podría necesitar y quería quedar bien con él. Este preguntó cuándo podía retirar su girasol, entregado pero no vendido, a lo que el abogado le respondió en un tono cordial y amistoso.
- La empresa ha sufrido un duro golpe por la inestabilidad del sistema y todo el cereal almacenado ha sido embargado. En compensación, y por ser usted, ¿qué tenemos para darle? - le preguntó al hombre de los números.
- Un chimango (un tubo para elevar granos) y un rollo de soga.
Después de comprobar que no estaban bromeando, que hablaban en serio, el doctor salió puteando. Antes de cruzar la puerta se miró en un espejo que tenían como decoración. Quería comprobar si tenía escrito en la frente "Soy boludo". ¡Otra vez lo habían estafado! Y lo habían tratado como a un imbécil. Pero no se iba a rendir así no más. La pelearía.
Más tarde y mientras consultaba con algunos conocidos, se enteró de que durante la noche anterior algunos clientes que contaron con información privilegiada estuvieron acarreando granos de los silos. Entre esos acoplados se había marchado su girasol, y vaya a saber en qué brazos estaría. Lejos de su dueño, que lo extrañaba y lloraba por él.
Se pasó en vela todo la noche dándole vueltas a lo sucedido. Al día siguiente a primera hora salió para Borges. Localizó el despacho del doctor Magaña, conocido abogado, y

con gran sorpresa para éste, se le apareció reclamando lo afanado. El pelotudo era un ejemplar más de esa legión. En su barrio se los conocía como aves negras, que sin ningún tipo de moral o respeto por lo legal, se convertían en eso, aves de rapiña, carroñeras, atentas a cualquier desgracia para llevarse una tajada a su bolsillo. Una especie que en los últimos años se había multiplicado como moscas en Argentina. Así que el letrado trató de darle vueltas a un asunto que siempre terminaba en lo mismo, no recuperaría ni un peso. No había quedado nada. Y si se había salvado algo, eso estaba bien guardado en la caja fuerte del picapleitos.
Volvió frustrado, pero no se resignaba a que lo estafaran otra vez. Esta vez lo conocía, conocía su cara y donde vivía. Y siguió rumiando cómo recuperar algo. Como estaba obsesionado con el tema lo comentó con Héctor, un amigo ingeniero agrónomo que por supuesto estaba al tanto de todo el revuelo que se había armado en el pueblo. Este le dijo:
- Unos días antes que reventara el quilombo, Armando me pidió que le guardara en mi oficina dos tambores de 200 litros de Heptacloro. Decile que te enteraste de casualidad, no me nombres, y pedíselos en lugar de lo que te ofrecieron. No creo que te digan que no por el despelote que le armaste en el despacho.
- ¿Y eso qué es?
- Es un hormiguicida.
El facultativo se imaginó a sus futuros nietos persiguiendo hormigas hasta en la Antártida. Con cuatrocientos litros alcanzaba.
- Y para qué quiero todo eso. ¿Vale algo?
- Es imprescindible para sembrar girasol y tiene precio en dólares, puede valer mucho. Yo te aconsejo que se lo cambies por las mierdas que te ofrecieron.
Le hizo caso. Llamó al abogadito por teléfono y le repitió lo dicho personalmente, que se metieran el chimango y la soga en el culo, que él se iba a quedar con el Heptacloro. En el despacho, el día anterior, había agregado que la soga la podían usar para colgarse cuando todos los estafados se le aparecieran juntos en la puerta de la casa.
Le pidió al ingeniero que siguiera guardando los bidones en su oficina, porque ya habían pasado a su propiedad.
Andrés Montesanto. Fragmento de "La Apostilla".