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La apostilla (2)

Montesanto, Andrés - jueves, 12 de diciembre de 2024
Capítulo 3:
Favaloro

El doctor Antonio Fontana pasó la ciudad Jorge L. Borges, dobló a la izquierda y tomó la ruta 116 hacia Bernardo Houssay, capital del partido al que pertenecía su futura residencia. Su esposa miraba a través del parabrisas recordando escenas de su niñez y los niños dormían en el asiento trasero.
Al poco trecho apareció el primer cartel que anunciaba su destino, Favaloro, llamado así en honor del doctor René Favaloro, un cardiocirujano reconocido en todo el mundo. Quedaban todavía unos cuantos kilómetros. El paisaje a ambos costados de la ruta era repetitivo, los potreros de campos sembrados con trigo próximo a cosechar se alternaban con otros con pasturas en diferente estado y algunos en barbecho. Vacas y La apostilla (2)terneros poblaban algunos cuadros. Cuando se divisaban ejemplares Holando-Argentina, destacados en el paisaje por ser blancos y negros, anunciaban la proximidad de un tambo, establecimiento de producción láctea no muy común en esa zona.
La presencia de lagunas en las cunetas y salpicando algunos potreros testificaban unas recientes lluvias. Por fin aparecieron unas letras blancas ligeramente elevadas a un costado de la ruta. En ese pueblo de unos tres mil habitantes se instalarían y ejercerían ambas profesiones durante varios años, hasta que la situación del país se estabilizara. Se habían enterado por un conocido que el pueblo carecía de dentista y uno de los dos médicos estaba próximo a jubilarse. La población los acogería con ilusión y haría todo lo posible para solucionar los problemas que se presentaran. Torció a la derecha y encaró los pocos kilómetros del acceso que le quedaban.
Atravesó las vías del ferrocarril pasando al costado de los andenes donde se veía el típico cartel negro con letras blancas con el nombre de la estación, el mismo que la localidad. A continuación una calle recta demasiado ancha para el tráfico que había, asfaltada, aunque a los costados había calles de tierra. Llegó a la plaza cuadrada rodeada, como se estilaba, por la Delegación Municipal, el hospital, la iglesia y la escuela. Les habían ofrecido una casa para alquilar, donde podían instalar los consultorios y acomodarse con los niños en la restante habitación. No estaba mal.

Capítulo 4:
La Casa

Lo primero que hicieron fue interesarse por una una futura vivienda propia. Les comentaron de un terreno bien ubicado en una calle asfaltada con una vivienda abandonada para demoler. Les dieron facilidades para el pago y firmaron el boleto de compraventa. Los ahorros no alcanzaban para más.
Después de la firma se pasaron a examinar las ruinas. La casa estaba abandonada pero las paredes y el techo de chapas estaban en buen estado. El doctor tomó unas medidas, dibujó un plano y empezó a imprimir los sueños. Terminado el estudio arquitectónico consultó con su compañera y se pusieron manos a la obra. En el sentido literal.
La vivienda constaba de dos dormitorios grandes con techo elevado y puertas al uso, como para que pasaran jirafas. Después de varias semanas de trabajo intensivo, las ruinas se transformaron en un hogar humilde pero acogedor y que con el tiempo se iría mejorando y aproximándose cada vez más a un cálido hogar, donde la creciente familia viviría varios años.
El facultativo dedicó las mañanas a trabajar de albañil y las tardes a atender su consultorio. Construyó los cimientos y la red de desagüe, levantó paredes, instaló las tuberías de agua y el cableado eléctrico. Enfoscó, azulejó, instaló los sanitarios del baño, embaldosó y colocó un falso techo de madera machimbrada. Construyó un alero de tejas y enladrilló el patio delantero que dedicó a garaje.
Algunos vecinos entraban en la obra y observaban al nuevo médico con curiosidad un rato. Unos volvían con una herramienta más apropiada para lo que estaba haciendo el novato y otros, pidiendo permiso, le regalaban algunas indicaciones que lo ayudaban a mejorar el dominio de la albañilería.
Terminada la etapa de construcción, dedicó parte de su tiempo libre a la carpintería, luciéndose con unos muebles que resultaron prácticos y duraderos.
El trabajo era agotador, contrarreloj, y había momentos que poniendo un ladrillo sobre otro, unidos por la mezcla de cal, cemento y arena en sus justas proporciones, lo invadía la congoja y la sensación de haber equivocado el camino, de no haber sabido encontrar una salida mejor. Lo hundía una depresión que pesaba mil toneladas y salía corriendo a llorar en los brazos de su esposa. Sus palabras y sus caricias lo volvían a la realidad y al rato estaba otra vez arriba del andamio palustre en mano. Sus aspiraciones personales eran otras. Había tomado la decisión convencido, pero le costaba digerir que había renunciado, quizás definitivamente, a la especialidad de Salud Pública que lo había ilusionado tanto y que había ejercido durante unos años en la Patagonia. Entre ladrillo y ladrillo vio la solución. Esa sería una etapa intermedia que permitiría esperar a que se aclarara el panorama y después juntaría las fuerzas para dar otro golpe de timón hacia la dirección deseada.

Andrés Montesanto. De "La Apostilla", Editorial Anáfora, 2022.
Montesanto, Andrés
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