La fugacidad del tiempo
Dedicado a mi infancia y a la infancia de todos ustedes.
Especial dedicatoria al querido amigo y compañero docente Luis Pérez Aguado,
personaje entrañable que se nos fue con el inicio del otoño, cuando la caída de las hojas.
Me encuentro en mi tierra natal, nuevamente, pero hay varios cambios sustanciales en mi espacio emocional. Buenos amigos se me han ido este año, y ahora es el momento de recordar a uno, Luis, que conocí jovencísimo -siempre lo había sido en cuerpo y espíritu-, iniciando ambos nuestras particulares singladuras en el complejo y exigente mundo de la enseñanza.
Recupero para ello un artículo inédito que había realizado justo en noviembre del pasado

año, culminándolo con la visión actual de un Lugo eterno en el mismo mes, una especie de dejà vu, cada vez más recurrente en la vida de uno mismo. "Hoy es treinta de noviembre del año dos mil veintitrés -escribía en aquel entonces, justo hace un año, describiendo recuerdos semejantes a los que vivo ahora, en este discurrir del treinta de noviembre del presente año-.
Inicio este artículo con las manos frías, en la galería acristalada de mi casa natal, un amplio y entrañable refugio orientado al norte, ubicado en la parte trasera de la vivienda".
Cierto es que cuando los lectores dispongan de este artículo frente a sus ojos, en sus pantallas, me encontraré de regreso en el paraíso atlántico que es mi tierra de volcanes.
Pero ahora estoy aquí, en Lugo, bajo una lluvia intensa que golpea los cristales de la galería y las finas chapas de plástico ondulado que protegen el habitáculo.
No hace mucho que he desayunado, acaso media hora. Apenas varían en Galicia mis hábitos matutinos. Cambio la bebida de avena caliente con cereales integrales por un buen tazón de leche procedente de la ganadería local -imposiblr olvidar recuerdos de la infancia-, a la que añado un puñado de frutos secos: nueces, avellanas o almendras y otros deshidratados: dátiles y arándanos. Nunca faltan las cuatro o cinco cucharadas de gofio. Es gofio de tueste fuerte, gofio procedente del molino de San Isidro en Teror, Gran Canaria.
Es contundente la mezcla, lo sé, pero responde bien en mi cuerpo a la hora de caminar y aguantar sin descanso, largas jornadas de pateo. Es el penetrante olor y sabor a gofio tostado quien me permite escribir ahora, bajo el frío de la galería. Un frío agradable. Un frío que anhelo, busco y deseo.
Fuera, en el exterior de esta estructura acristalada, sigue lloviendo.
Y es que ésta es mi tierra lucense, esta es mi Galicia. La tierra que, a pesar del cambio climático, planteado muchas veces desde el tremendismo del fin de los tiempos, como una plaga propia del apocalipsis, el año pasado como este año, como sucedía hace cuarenta años cuando estudiaba con las manos escondidas en los bolsillos de un pesado abrigo, aquí y ahora sigue lloviendo.
Y no ha dejado de llover, cuando las circunstancias metereológicas lo han propiciado, desde mi anterior estancia en que también les escribía desde esta mesa, bajo esta fina lámina de plástico ondulado que permite el paso de la luz pero también bajo el golpeteo constante de la lluvia.
No vea nadie, tras la lectura de estas palabras, un negacionismo que no comparto. Es cierto que llueve, pero menos. Lo sé. Como sé que las temperaturas invernales no son

las de entonces. Hace muchos años que dejaron de serlo y semejan las propias de un principio de otoño. Las cigüeñas lo saben como nadie y de ahí su regreso en primavera para anidar y sus gráciles y esbeltas siluetas se observan por toda Galicia, cuando hace pocas décadas ni siquiera era posible avistar unn solitario ejemplar. Nadie puede negar lo que es obvio. El sufrimiento asociado al cambio climático llena páginas estos días en los medios de comunicación de todo el mundo. Esta vez nos ha tocado a nosotros, en el Mediterráneo, y sentimos como nuestro el sufrimiento asociado a la desolación y la muerte. Preocupa porque no vislumbro en los representantes de los gobiernos una pronta reacción, ni una acertada respuesta. Preocupa porque no hay dignidad en estas personas ni responsabilidad alguna en sus actos, tal vez consecuencia de una paciencia infinita en la ciudadanía y un respeto que sus representantes públicos no se merecen.
Continúo con el dejá vu de noviembre de dos mil veintitrés:
"Sucedía a mediados, tal vez finales del pasado mes de octubre cuando día tras día, semana tras semana, mientras una ola de calor interminable azotaba mi tierra canaria, la lluvia mojaba Galicia, primero suave e intermitente, luego insistente y pertinaz mientras yo, durante esa quincena, transitaba calles mojadas y caminos jacobeos.
De regreso a casa, sentado frente al ordenador, la lluvia repiqueteaba de nuevo en los cristales y en el techo. Yo estaba feliz porque los recuerdos de la infancia regresaban lúcidos a mi memoria y una oleada de sentimiento y amor embargaba mi alma.
Eran entonces otros seres, llenos de ilusión y vida, de fortaleza y amor quienes amparaban y educaban a dos niños, mi hermana y yo, bajo la misma casa, el mismo frío y la misma lluvia que ahora disfruto y siento.
Raudo pasó el medio siglo de existencia. Seis décadas para ser más precisos, desde entonces. Una vida en el camino. Y fuera, tras los cristales, bajo el sonido monocorde de la lluvia, sigue escuchándose el gorgoteo del desagüe, aliviando el peso del agua del tejado, incansable a la hora de facilitar el paso a tan preciado elemento, dador de vida.
Fuera, una alpispa, atrevida, mueve su cola sobre el muro de la azotea como si estuviera sacudiendo las majaderas gotas de una lluvia fina que ahora, por fin, se vuelve apenas perceptible.
La estilizada avecilla es prima hermana de la alpispa canaria. Curiosa es su coloración: blanca y negra contrastando con la amarillenta coloración de nuestro motacílido canario. Es como si el sol, en Canarias, la volviese dorada, mientras que la lluvia, continua y persistente en mi tierra gallega, parecía lavar sus vivos colores hasta cubrirla de luto en las alas o desprenderla de sus colores en el vientre, albeándola, recordando de tal modo su librea, los colores propios de un monjil hábito religoso.
Mes y medio lloviendo -año dos mil veintitrés-, y se inicia diciembre bajo este cielo gris oscuro, cargado de humedad.
Es un cielo protector, no hay duda, un cielo capaz de saturar de agua los eternos bosques y pastizales gallegos. Un cielo regenerador de arroyuelos, regatos, riachuelos y ríos. Un cielo capaz de llenar los ríos de agua hasta desbordarlos.
Luego, un poco más tarde, hacia el medioadía, abrigado y calzado con unas buenas botas impermeables de montaña, bajaré al río Miño para verlo pletórico, rebosante de vida, inundando los terrenos inundables que en pleno estiaje, a finales de agosto, siempre creemos que el río no volverá a inundar. Un río engañoso en verano, cuando tras una severa sequía podemos cruzarlo a pie, pero que ahora asusta, ahora tememos el arrastre del agua, las corrientes que imposibilitan su paso sin el uso de los providenciales puentes.
El agua baja fría pero, aún así, apetece mojar los pies. Es el río protector, el río Miño, el río que consideraban suyo los romanos. El río de las fértiles riberas, el río de la biodiversidad donde los árboles hunden las raíces en sus riberas, El río de las rocas redondeadas por el trabajo incesante de la erosión, el río de los molinos y de los caneiros, el río de la vida y de mi vida, el paternal río de las tierras gallegas.
Fuera, a finales de noviembre, sigue lloviendo. Se fue la lavandera blanca y negra y yo me voy a recorrer calles mojadas, observar fachadas lavadas mientras acarician mis manos los acolchados musgos de la muralla, henchidos de humedad. Recorrer las estancias museísticas que esconden tesoros e historias de nuestros ancestros, más allá de los siglos que forjaron el Lucus Augusti del imperio romano. Necrópolis, increíbles redes de saneamiento, de calefacción, de construcciones eternas de un imperio que nos dejó tanto, incluída su lengua.
Entraré luego en cualquier tasca, taberna, mesón, restaurante, pulpería, parrillada, churrasquería, marisquería, vinoteca... donde el calor de la lumbre y de los fogones llama, incita, engatusa a través de un sinfín de aromas procedentes de sus cocinas, de sus barras, de sus bodegas y, acompañado del calor humano que se siente en su interior, me dejaré llevar, olvidándome por un tiempo que, fuera, el tan preciado líquido capaz de generar la vida, seguirá presente, pues seguirá lloviendo".
Hoy es jueves, veintiocho de noviembre del año en curso y en el corazón de este aprendiz de escritor se siguen apagando queridísimas luces que iluminaban habitaciones emocionales con nombre propio. Fuera llueve, pero menos y, a diferencia del pasado noviembre que acabo de describir, la sequía este año es más severa pues nunca el río llevó tan poca agua en esta fechas ni la estación veraniega se había alargado tanto.
Ante la ausencia de los que se han ido se precisa valentía y fortaleza, pues la vida sigue. Abro la puerta de la estancia del amigo Luis. Ya no hay luz en ella, la luz que alimentaba día a día el contacto personal con la persona. No obstante, cada habitáculo sigue atesorando un sinfín de recuerdos. Sabiendo de la fugacidad de la vida, rememoro un buen puñado de ellos, con eso me basta.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.