Escaneando viejas fotografías en papel, me topé con las de un viaje a Irán en el otoño de 2003. Como cuando andamos por ahí no acostumbramos a almorzar, para no perder las mejores horas del día encerrado en un restaurante, preferimos comernos un bocata en algún sitio que encontremos.
Estábamos en el costado del aparcamiento de un restaurante cuando se detuvo un coche y descendió una pareja joven. La muchacha, porque eran las mujeres las que me encaraban, en farsi obviamente, ya que tengo un careto que pasa fácilmente como iraní y con barba incluida, sonriéndome, me preguntaba algo como dónde me había ligado a la guiri que me acompañaba (mi mujer es rubia, no hace falta más). Al escucharme, partidos de risa, nos desearon buena estadía y nos regalaron unos caramelos.
Otro día estábamos en Isfahán y cuando todos los demás se encerraron en un restaurante, salimos a perdernos por las callejuelas. Pasando por un pequeño local vimos a un artesano con un torno súper ecológico, medieval, que realizaba palos de amasar
. Accionaba el arco con una mano mientras con la otra y los pies guiaba el formón. Mi esposa le pidió permiso para sacar una foto y como ya tenía el producto terminado, cogió una nueva madera y, con una sonrisa, practicó una demostración completa.
Sacada la foto y con el palo de amasar bajo el brazo (todavía lo usamos de vez en cuando) seguimos caminando cuando nos encontramos con un muchacho que traía una bolsa transparente con azúcar típico (unas cristales marrones que ellos se colocan sobre la lengua mientras ingieren la bebida amarga) y que a mi mujer se le había antojado traerse un kilo. Lo paro y con mi inglés de instituto le pregunto dónde se puede comprar. El joven, asustado, empezó a mirar a los lados. Yo intenté repetir la pregunta con señas, que no hizo más que aumentar el desconcierto del iraní. Estábamos inmersos en ese diálogo incomprensible, cuando reparo en un señor de mediana edad, trajeado, que nos observaba y decidió cruzar la calle e intervenir oficiando de intérprete. Me preguntó qué quería en inglés y le tradujo al del azúcar en farsi.
No entendí un pimiento, pero por las señas interpreté que el comercio estaba muy lejos o difícil de encontrar, a lo que el intérprete, ante el temor que nos extraviáramos, le preguntó otra cosa. Acto seguido me pidió una cantidad de riales equivalentes a unos céntimos de euros y se lo cambio al sorprendido joven por el paquete de azúcar, mientras le indicaba que se fuera a comprar otro. Al ver la cara de alegría del relajado vecino me imaginé que el intérprete multiplicó el precio real para compensar la molestia causada. Con ambas partes satisfechas, nos entregó el paquete y nos deseó buena suerte.
Felices con el palo de amasar y la bolsa de azúcar, nos topamos de frente con un grupo de niñas que salían del colegio.
Como nos miraban con curiosidad comentando entre ellas nuestras llamativas vestimentas, no tuve mejor idea que guiñarles un ojo. Se armó un revuelo como las que armarían mis nietas en una situación así. Me miraban, me señalaban y se reían, se reían mucho, divertidas. No fue necesario insistir en una foto, a todas la mujeres les encantaba posar con nosotros, y estas eran unas mujeres en formación. Eso sí, siempre cuidándome de no tocarlas por si pasaba una alcahueta de la Guardia de la Moral.
En una oportunidad que mi esposa se quedó descansando y yo salí a buscar algo, pasé junto a una joven trepada sobre el capó, culo en pompa y tapada con la cortina negra, lavando el parabrisas de un coche. Al verme me saludó con una sonrisa, me preguntó de dónde era, si me gustaba Irán y esas cosas. No recuerdo si fue en Inglés o por señas, pero mantuvimos un breve y ágil diálogo, ella sin abandonar su tarea y yo embelesado con lo absurdo de la situación.
Ese mismo día, al acudir al encuentro con el resto del grupo, nos detuvimos a mirar unas postales. Fue cuando me abordó un señor mayor, muy educado, y me preguntó de dónde éramos. Cuando le dije España, se tarareó un pasodoble mientras movía sus brazos como si bailara una sevillana. Nos sorprendimos y emocionamos con cierta humedad en los ojos.
Esas sorpresas, esos instantes de la vida que no figuran en ninguna guía turística, quedan en la memoria más presentes que las ruinas de Persépolis o el palacio del Sha.
Fue ese año que el presidente Bush amenazó con bombardear Irán y yo imaginaba a ese hermoso, educado y potente pueblo iraní bajo las bombas, como las que ahora sufren los libaneses.
Al guardar las fotografías, pensé: ¿Qué será de ellos? El artesano quizás tuvo que cerrar su negocio porque la llegada masiva de palos de amasar fabricados en China lo dejaron sin clientes. El chico del azúcar será uno de los que se ven en los telediarios en manifestaciones de apoyo al gobierno. Si se niega a acudir, le espera la cárcel. Las chicas ya serán mujeres, esperando la llegada del hermano para poder salir a visitar a la abuela, enfundadas totalmente en la cortina negra. La del auto, reprimiendo a sus hijas para que no repitan lo que ella, años atrás hacía. Y el bailaor de flamenco soñando con conocer España, triste por el destino que le tocó a él y toda su familia.
¿Qué le pasó a la humanidad?, si hoy un grupo de hijos de puta nos está destruyendo mientras nos entretienen con Eurovisión y la Inteligencia Artificial.
Andrés Montesanto. Un viajero, de los de antes.