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Alegranza

Espiño Meilán, José Manuel - domingo, 17 de noviembre de 2024
Dedicado a José Luis González Ruano a quien no pude acompañar, hace muchos años,
en su visita al islote de Alegranza cuando preparaba su última publicación "El archipiélago nómada".
Ahora, que su ausencia no lo es en mi memoria, camina junto a mí, por la senda del volcán.

Alegranza"Alegranza se despliega armoniosamente como el eco sólido de un temblor geológico." Con esta narrativa tan particular, nos presenta el autor teldense a quien va dedicado el presente artículo este islote al que acabo de llegar. Su título: "El archipiélago nómada", el capítulo: "Las olvidadas sirenas de Maribunda", dedicado a la isla más septentrional del archipiélago canario.
De toda la información y estudios publicados sobre esta isla, referencio sólo un dato. ¿A qué obedece la razón de tal proceder? Quiero que sea la isla quien se me presente, quien me sorprenda. En mi cuaderno de campo, anoté el registro de su superficie; diez kilómetros cuadrados. Nada más.
Claro que esa es la superficie del islote si sólo tenemos en cuenta su valoración numérica, si sólo la observamos como una simple medida matemática.
Pero los parámetros que nos ofrece esta ciencia exacta dejan de gozar de tal precisión cuando la superficie a analizar depende de factores muy diversos, tales como un mosaico geológico interminable que la modela de mil maneras en conos, depósitos endorreicos, pequeñas elevaciones formadas por salidas de gases, una vida botánica que se revela a veces pero que también se oculta cuando se trata de plantas estacionales, manifestándose en formas y tamaños diversos, una realidad faunística que se multiplica exponencialmente cuando, del mundo vertebrado, nuestro interés alcanza de igual modo al mundo invertebrado y microscópico, siendo todo ello fruto de una generosa biodiversidad que, en este islote, aún tiene mucho que mostrarnos.
Es entonces cuando la superficie observada no sólo tiene una medida física y espacial sino emocional y vivencial y su valor se torna inconmensurable, alcanzando desde este nuevo paradigma métrico, una dimensión infinita.
Es desde esta dimensión, mucho más enriquecedora, como he abordado días atrás, con un grupo de amigos, el islote de Alegranza. Dos geógrafos nos acercaron la historia geológica del islote, situándolo en un comienzo en una plataforma aérea que se extendía desde Fuerteventura hasta el último de los islotes de Chinijo, incorporando con sus explicaciones un componente didáctico de elevado interés.
Era entonces esta plataforma, la isla más grande del archipiélago. Pero estamos en tierras volcánicas activas y en episodios climáticos cambiantes y el aumento del nivel del mar transformó la enorme isla en tres islas: Fuerteventura, Lanzarote y la Graciosa y varios islotes: Lobos, Alegranza, Montaña Clara, roque del Este y roque del Oeste. Hace tan sólo dieciocho mil años -un suspiro a escala geológica-, el océano se encontraba ciento veinte metros por debajo del nivel actual. Fue, tras el deshielo posterior a la última glaciación, cuando su ascenso generó el estado actual de islas e islotes, dando lugar a una plataforma submarina, tan fértil biológicamente hablando, que ha sido declarada como Reserva Marina.
Lo cierto es que Alex Hansen Machín y José Manuel Perdomo Perdomo se convirtieron en un lujo de acompañantes. Cuando escuchas la teoría evolutiva de esta plataforma y del conjunto del archipiélago de boca de profesores movidos por la pasión, la investigación y el conocimiento, interpretas el escenario volcánico que te rodea de un modo diferente. Alegranza alcanza así otro valor, el propio de una tierra finita, es cierto, pero despoblada, donde miles de pardelas cenicientas y gaviotas patiamarillas anidan y decenas de halcones de Eleonora se reproducen y cazan en tiempos de migración.
Y deseas llegar, aunque bien sabes que el tiempo de permanencia en el islote es limitado pues apenas unas horas al día son las que permite de estancia el permiso otorgado por el Cabildo de Lanzarote.
Es entonces, cuando no es la curiosidad o el simple hecho de poner el pie en una nueva isla quien mueve la expedición sino el conocimiento y la sabiduría, el placer del encuentro se torna indescriptible.
Arribamos al puerto e iniciamos la senda. Se trata de un derrotero bien definido. Es el permitido y registrado cartográficamente para nuestro desplazamiento por la isla. Suficiente, no obstante, para tomar el pulso a la pureza de la isla, a la interpretación de señales que hablan de lo que en verdad es, un pequeño paraíso. Suficiente también para gozar del islote sin conocerlo a fondo, suficiente para abandonarlo, horas después, con el anhelo y deseo de volver a visitarlo. Suficiente para amarlo, sentirlo, valorarlo y respetarlo.
Hay señales que manifiestan abundancia de algún recurso y depredación del mismo a un tiempo. Enormes concheros blanquean el negruzco sustrato volcánico. Son visibles desde el barco, pero alcanzan especial dimensión en tierra. Su tamaño delata un saqueo prolongado en el tiempo de mejillones, lapas, burgaos y todo tipo de caracoles marinos. No se trató sólo de supervivencia, de la obtención de los recursos necesarios para vivir, sino de una sistemática recolección del recurso para su comercialización y consumo fuera del islote. Para ello, los gasterópodos marinos eran recolectados en grandes cantidades, sancochados, despojados de sus conchas "in situ" y embotellados en vinagre y agua de mar o el agua de la misma cocción, o bien envasadas las lapas en crudo, sumergidas en vinagre.
El Faro de Punta Delgada se eleva como un edificio troncocónico, integrado en la pared de la casa del farero orientada al naciente, una de las señas de identidad del artífice de la obra. Ya no hay farero en la isla, ni medianero, pero queda el eco de ambas familias en el trabajo realizado y en las paredes de las escasas viviendas que observamos desmanteladas. Los residentes disponían entonces, para subsistir, de un ganado de cabras. Doscientas cabezas, precisa José Manuel Perdomo, puede que algunas más. Algunas estructuras que observaré en el camino, perviven aún. Son cabañas de pastores realizadas con piedra seca, en buen estado -ver foto-, que nos recuerdan prácticas habituales de pastoreo llevadas a cabo en los llanos del islote.
Sonrío, también aquí me encuentro con la figura del excepcional ingeniero capaz de diseñar y realizar con solvencia el emblemático puente de los Siete Ojos en Telde, transcendental obra ejecutada con el objeto de salvar el cauce del barranco Real y dar fin al aislamiento impuesto por el barranco en episodios de grandes avenidas de agua. Nos referimos, claro está, al ingeniero, Jefe de Obras Públicas de aquel entonces, Don Juan de León y Castillo.
Treinta y seis paneles solares aportan la energía necesaria al faro y a la casa, utilizada ocasionalmente por los servicios y agentes de vigilancia del Parque Natural Archipiélago Chinijo. Un aljibe, en parte colapsado, nos revela la búsqueda y la necesidad de obtener y almacenar el preciado líquido.
Junto al depósito subterráneo crece el único árbol observado. Un retorcido tarajal doblegado por los vientos que azotan el islote. Su imagen nos trae recuerdos de otros similares como las sabinas del Hierro, capaces de prosperar todos ellos mediante una estrategia adaptativa, su estructura folial se desarrolla al abrigo de un espeso entramado de tallos y ramas que sirve de pantalla ante la fuerza y virulencia del dios Eolo.
Hay belleza en su porte y férrea decisión de sobrevivir en el erial. Aunque parezca una simple cuestión de adaptación, ayuda el gozar de una ubicación privilegiada, pues no le es ajena la proximidad del aljibe que muestra en su fondo aguas procedentes de las últimas y escasas lluvias. Y cuando hay agua en el viejo aljibe, hay humedad en el subsuelo.
Cientos de huras de pardelas cenicientas (Calonectris diomedea) ocupan los llanos de la isla, conformando un sinfín de galerías. Muchas tienen su entrada bajo grandes Alegranzaarbustos de aulagas. Rivalizan el uso del subsuelo con los conejos, también abundantes. Y en la lucha por la vida, cuando las colonias son numerosas, algunas pardelas encuentran la muerte. Si observamos con calma, cadáveres aislados pero abundantes de procelariformes, salpican el sustrato terroso-arenoso de las cuencas endorreicas y llanos colindantes.
Los tefíos, guanchismo utilizado en Lanzarote para referirse a estas huras excavadas con las patas y los picos de las pardelas, se encuentran por toda la isla. Sabían bien de ellos los pardeleros, cuando la explotación de sus pichones suponía un recurso alimenticio y económico nada desdeñable. No sólo en los llanos ubican sus madrigueras las pardelas, también lo hacen en las paredes de la Caldera Grande donde se concentran centenares de ellas.
Son éstos, viejos recuerdos de los pardeleros en el pasado. Pero aún queda alguno, furtivo y ocasional, a sabiendas de que es una actividad ilícita tras la prohibición. Reconforta saber que esta práctica ilegal, tras la protección del islote, está fuertemente sancionada por Ley. Es así como la colonia de pardelas cenicientas que anidan en Alegranza se ha recuperado y su censo, próximo a las diez mil parejas, la convierte en la más numerosa de Canarias y la segunda del Atlántico.
Desde el morro de la Desgraciada, los llanos que se extienden hasta la costa, Los Cumplidos, La Cerca del Millo, La Cerca Vieja hasta el Jablillo, están salpicado de pequeñas elevaciones que alcanzan una decena o una veintena de metros los más altos, y se presentan convertidas en atalayas para decenas de gaviotas patiamarillas (Larus michahellis) que observamos sobre ellas. De su abundancia nos hablan las infinitas deyecciones que colorean estos llanos norteños -suelo y roquetes-, hasta la costa. Territoriales como son, una vez descubren nuestra presencia, muestran su preocupación alzando el vuelo un buen número de aves y montando un algarabía infernal, pues sus graznidos de alarma se escuchan en todo el islote. Lo cierto es que si estamos transitando próximos a un área de nidificación de estos láridos, razonamiento lógico si tenemos en cuenta que el modo de nidificación de esta especie en Canarias, en islotes y roques deshabitados, se lleva a cabo sobre campos de lava con o sin vegetación asociada, se entiende su respuesta.
El periplo discurre por un sustrato cambiante. En unos tramos se trata de suelos limosos y arcillosos donde la costra la provoca la presencia de sales y la sequedad del terreno, otros son suelos generados por nubes ardientes, compactados en mayor o menor medida, con diferente granulometría y forma.
Se trata de una senda suave, sin desnivel acusado, que nos muestra en la caldereta formada por la Montaña Lobos y el Morro de La Atalaya, restos de muros de piedra seca y escasa altura, pequeños aterrazamientos realizados para su uso como suelo cultivable. Estas paredes ejercen como elementales mecanismos de frenado, capaces de retener el suelo y retardar la erosión. Una estética de paisaje antropizado que conjuga con armonía la orografía natural del volcán y la mano del ser humano.
En la escasa presencia vegetacional, -no olvidemos que, aunque a principios de noviembre, sufre el islote los efectos de un largo período de sequía-, destaca la tabaiba dulce, los espinos de mar, los salados y una planta introducida, el calentón, conocido también por mimo, bobo o tabaco moro (Nicotiana glauca), al parecer traído a la isla para disponer de algo de madera pues sus tallos secos sirven de combustible. La escasa humedad y una pequeña y reciente escorrentía, hacen reverdecer las partes más altas de algunos calentones con un número reducido de tiernas hojas. Estos ejemplares, que se encuentran on mayor facilidad en los cauces de las múltiples cárcavas formadas en las paredes de La Caldera, suponen una esperanza verde entre tanto secarral.
Sin desviarnos de la senda permitida, nos dirigimos a La Caldera, el cono de Alegranza que ocupa en su extensión un tercio de la superficie del islote, un edificio hidromagmático de casi trescientos metros de altura, dos kilómetros de diámetro basal y un cráter anular de mil doscientos treinta y ocho metros de diámetro, formado por una potente serie de oleadas piroclásticas, un edificio que da identidad al islote desde la lejanía.
Una de las agradables sensaciones que permanecerá en mi interior, pues en esta visita al islote la ascensión al cráter nos está prohibida, es la percepción de la magia que rodea este cono, pues el desconocimiento del mismo desde una perspectiva multisensorial, permite a mi imaginación volar libremente.
Nosotros sólo bordeamos La Caldera por su cara sureste, senda costera que nos conduce al Jameo. Pasamos junto a la casa que nos proporcionará, al regreso, un poco de sombra al abrigo de una de sus paredes. Muy de agradecer este receso ante un sol de justicia.
La coloración cremosa que presenta, un color amarillento claro, es fruto de su formación hidromagmática. Rocas pulverizadas y depositadas en sucesivas capas de materiales de escasa granulometría. Sería al regreso, cuando observaríamos desde el barco la parte desaparecida de La Caldera, nos encontraríamos ante una lección viva sobre la formación de la misma. Es la Capilla una pared geológica que nos revela las secuencias de formación de este edificio hidromagmático.
Este volcán junto al de la Rapadura -Rapaura-, de coloración similar, son los edificios volcánicos más recientes del islote, siendo el volcán que se encuentra ente ambos, la montaña de Lobos, de coloración rojiza, el único que nos habla de antiguas erupciones.
Los inconfundibles graznidos de una pareja de cuervos desvían un momento mi interés geológico para observarlos en vuelo, desplazándose de la montaña de Lobos en dirección a La Caldera. A falta del guirre, que no observo, es el cuervo el carroñero que cierra la cadena trófica en el islote.
En nuestro corto recorrido observamos, más o menos alineados, tres conos volcánicos, todos ellos afectados por la potencia erosiva del océano. Montaña de Lobos con sus doscientos veinte metros de altura es el más antiguo y de origen estromboliano, mientras que el morro de las Atalayas -o La Atalaya-, y el Morro de la Rapadura alcanzan similar altura, ciento treinta metros. Las coladas lávicas emitidas por ellos recubren esta meseta. Llama la atención observar, entre los malpaíses, pequeños montículos de altura variable. Estos aparatos volcánicos de pequeña entidad, son lugares de desgasificación -algunos presentan más de una salida-, pues el llano por donde transitamos bien pudo ser una laguna de lava que por evolución erosiva dió lugar al paisaje observado, cuencas endorreicas que acumulan una arcilla salitrosa.
Tanto a la ida como al regreso, siento la ausencia del espacio no transitado y echo de menos un periplo por la costa norte y la costa oeste. Observar el Jablillo, donde finas arenas blancas procedentes del mar son transportadas por el viento hacia el interior del islote. Subir a La Caldera y sentir la belleza de la caldera mejor conservada del archipiélago.
Restos de petreles y paíños -muy pocos ejemplares-, en el llano se juntan a los restos de pardelas cenicientas. ¿Selección natural? ¿Posibles depredadores? No hay gatos en Alegranza pero no es menos cierta la oportunidad de las gaviotas y cuervos para depredar sobre ejemplares enfermos o débiles. Es así como se sanean los ecosistemas para mantener su equilibrio.
Lo cierto es que abundan los restos de aves en forma de huesos, plumas, plumón, huevos que, vacíos de cualquier vestigio proteínico, forman parte de la materia orgánica que se incorpora al suelo. Al aproximarme a estos restos y moverlos para observar la coloración negruzca, grisácea y blancuzca del plumaje con la intención de identificar la especie, un sinfín de pequeñas lagartijas surgen bajo los cadáveres y, raudas procuran la protección de los arbustos cercanos. Son pequeños ejemplares del lagarto de Haría (Gallotia atlantica atlantica), un reptil endémico de Lanzarote, Graciosa, Montaña Clara y Alegranza. Es posible que los ejemplares que observo sean lagartos jóvenes pues son de reducido tamaño o puede que esta especie en la isla presente un tamaño más reducido. Yo, como bien saben los lectores, lejos de las conjeturas de los expertos, me limito a observar.
Múltiples huellas de procelariformes en la entrada de varias huras confirman su reciente uso y es que el período de anidación de las pardelas acaba de concluir.
Son frecuentes los cúmulos de excrementos de lagomorfos, próximos siempre a la vegetación arbustiva de la zona, habitualmente aulagas.
El Jameo es una sorpresa que nos depara la confluencia de un barranco procedente de la Caldera y el océano. El océano horada incansable un túnel que finaliza en una amplia cueva donde continúa su labor erosiva. El terreno colapsa a la altura del cauce del barranco, abriéndose un gigantesco opérculo que permite ver el túnel de entrada y el fondo de la cueva. Esto es el jameo.
Es bella la estancia y espaciosa. Los cantos rodados siguen excavando, ayudados del movimiento de las mareas. Al mismo tiempo es éste un lugar privilegiado para observarlo desde lo alto del acantilado y sentir la poderosa fuerza del mar. Sabemos que si seguimos la senda, no muy lejos de aquí, una buena parte del cono volcánico La Caldera ha desaparecido hace tiempo en el océano, fruto del embate continuo del oleaje. Se trata de la cara oeste del edificio volcánico, una vertical pared que alcanza los doscientos metros de altura y que al abrigo de ella, faenan los pescadores que vienen a echar sus lances en Alegranza.
Ya de regreso, la montaña de La Rapadura, de origen semejante a La caldera y a La Atalaya presenta similar coloración. Es la más próxima al faro de Punta Delgada y al embarcadero.
Al pie de montaña de Lobos, esta vez observada desde el mar, sus materiales escoriáceos han dado lugar a pequeñas calas arenosas de color rojizo. Se trata de la playa de El Veril, lugar idóneo para el descanso y cría de las focas monje o lobos marinos cuando habitaban estos islotes en el pasado, mamífero marino extinguido en nuestras islas.
Antes de abandonar la isla me viene a la mente recuerdos sobre posibles orígenes del nombre del islote. Recuerdo que encontré esto: el registro que Torriani y posteriormente, Abreu Galindo hicieron del viaje de la expedición francesa de Jean de Bethencourt en su conquista de la isla de Lanzarote donde, ante el avistamiento del islote, surgió la exclamación francesa de dicha, buena ventura, alegría: ¡Alegranze!, por parte de la tripulación. Otro recuerdo me habla del nombre de una de las galeras de los genoveses hermanos Vivalde, que pasaron por la isla, camino de Lanzarote, a finales del siglo XIII. El nombre de la nao era Allegranza.
Mientras los islotes se suceden ante mi vista de regreso a Órzola, y los peces voladores dibujan estelas plateadas en sus breves pero constantes escarceos aéreos, siento orgullo de esta Reserva Marina denominada: Isla Graciosa e Islotes del norte de Lanzarote que, con sus más de setenta mil hectáreas, supone una esperanza a un mundo que esperamos sea más respetuoso con el medio natural.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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