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Las encuestas la pifian otra vez

Montesanto, Andrés - jueves, 14 de noviembre de 2024
Parece que en los Estados Unidos de América han vuelto a fallar las encuestas otra vez. Sinceramente, no sé cómo todavía la gente cree en ellas.

Yo comencé a trabajar de encuestador a los 17 años y lo hice durante toda mi carrera universitaria. No eran sobre elecciones, ya que como en Argentina dos por tres nos caía un golpe militar hubieran servido de poco, sino que versaban sobre pinturas, bebidas, marcas de combustibles, es decir, lo que mantenía la publicidad. Y al terminar los estudios, mientras preparaba el examen para ingresar a la residencia, realicé encuestas a médicos para un laboratorio farmacéutico.

Años después, en aquel Madrid de 1971, participé en una de las primeras encuestas que se realizaban en España sobre opinión. Recuerdo algunas de las veintitantas preguntas: ¿Qué haría usted si le tocara un millón de pesetas en la lotería?, ¿De qué color pintaría su casa?, ¿Opina usted que la vida en España es la mejor del mundo? ¿Qué opina de los homosexuales?, (sí, en 1971 yo se lo preguntaba a amas de casa, camioneros, conserjes y todo el que pillara en la dirección que me habían dado).

Como lo único que me preocupaba era ganarme unos pesos (o unas pesetas) para pagarme el transporte, almuerzo, apuntes y algún inocente vicio, desarrollé un método que me permitía terminar la extensa lista de preguntas y opciones en el menor tiempo posible. Encuesta terminada, dinerito al bolsillo. El curioso y eficaz método lo describo detalladamente en mi libro "Buscando a Elena" y en una de las reseñas que se publicaron en Galicia Digital, por lo que no voy a entrar en detalles.

En las llamadas encuestas de opinión actuales intervienen dos personas a través de una línea telefónica, es decir que no se ven las caras como en las entrevistas que yo hacía cuando me abrían la puerta. Yo no quitaba la vista de los ojos de mi encuestado o encuestada, lo que me proporcionaba una información imprescindible, hábito en desuso que hoy en día no se valora un pimiento.

Intuyo que los nuevos encuestadores deben sentir algo muy parecido a la que era mi necesidad: finalizar la encuesta para poder cobrarla. Y los que están del otro lado del teléfono (o sea del móvil), deben tener una sensación semejante a aquellas amas de casa: terminar cuanto antes con esta chorrada para seguir con lo que estaban haciendo. Dos prisas y ninguna vocación. Dos deseos de concluir el trámite rápidamente con dos motivaciones, ganar dinero por un lado y dejar de perder el tiempo por el otro.

Cuando me han llamado últimamente para una encuesta, pregunto antes de empezar cuánto va a durar, y la amable persona del otro lado me miente, exactamente como mentía yo, porque si no te contesta nadie la pasta no se produce. Total, se disparan las preguntas y algunas, sinceramente, parece que las hubiera redactado el orangután del Zooparque de Fuengirola. Los anónimos consultados no pueden darse el lujo de intentar comprender qué cosa desea analizar el eminente sociólogo director del proyecto, ya que está observando la pantalla, la herramienta o el plato de polenta que se está enfriando. Responde lo primero que se le ocurre. En el supuesto caso que demore la concienzuda frase, el preguntón o la preguntona aprieta por temor a que se canse (pelas perdidas). Induce hábilmente una respuesta para poder continuar. Total, ambas prisas convierten a los interlocutores en dos mentirosos.

Algo parecido pasa con las famosas intenciones de voto, en las que partidos políticos y medios de comunicación se gastan una buena cantidad de euros que, espero, permitan a muchos estudiantes culminar sus respectivas carreras y darse un garbeo por ahí.

Como el voto es secreto, si alguna vez me abordaron al salir de la mesa electoral he respondido cualquier cosa, nunca la verdad. Perdón por confesar este pecado, pero trato de ser fiel a la Constitución, la que juré respetar cuando me concedieron la nacionalidad española.

Andrés Montesanto, encuestador senior retirado.
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Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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