Dedicado al amigo Luis Ramírez, con el que disfruté de múltiples inmersiones hace muchos años, costeras
todas ellas. Recorrimos la isla buscando recónditos lugares donde bucear. Recordando aquellos tiempos.
Acabo de regresar de hacer esnórkel, término aún no reconocido por la RAE y que hace alusión al vocablo inglés: snorkel, que traducido significa: buceo de superficie. Es éste un término reciente, pues hace veinte años, cuando me tiraba a bucear para

disfrutar con el descubrimiento de los secretos que ofertan los fondos marinos, le llamábamos simplemente bucear. Seguiré pues con el término buceo, rehusando dar mayor fortaleza a un nuevo e innecesario anglicismo, o con el término margullar que, a pesar de tener procedencia foránea, en este caso portuguesa, es un vocablo popular que forma parte del lenguaje cotidiano del canario, término reconocido por la Academia Canaria de la Lengua como nadar debajo del agua.
A mí, un personaje de interior, nacido entre ríos y bosques, siempre el mar o el océano me cautivaron. De niño me sonaba a lejano, a bravío, a gestas de pescadores, a mitos y leyendas y así, años después, el disfrute y conocimiento del mismo me apasionaron de tal modo que hicieron de su proximidad una de mis prioridades a la hora de elegir hábitat.
Lo que es la vida y las circunstancias de la misma. Nadie podría aventurar en aquel entonces que, recién cumplidos los veinte años, pasaría la mayor parte de mi vida al lado del Gran Azul.
Ahora, mediados de octubre en la costa este de Gran Canaria, me encuentro en el agua y el océano semeja una gigantesca piscina de color azul.
No hay oleaje, sólo paz, el ondulante arrullo de un océano sin oleaje y una sugerente invitación a explorarlo.
Soy de los que en su cuarto trastero dispone de varias gafas de buceo, otros tantos

tubos de respiración y varios pares de aletas. La razón no obedece a modas ni dispendios gratuitos sino a una labor didáctica y emocional pues, durante años, he enseñado los fondos más cercanos a cuántos me solicitaron verlos.
Descansan ya las utilizadas hace años para bajar a mayor profundidad, cuyas palas no miden menos de medio metro, ni calzantes adecuados para sujetar los pies cubiertos por escarpines. Ahora, con veinte - treinta centímetros de pala ya es suficiente. La razón es doble, una, observo los fondos marinos desde arriba y tres o cuatro metros es la mayor profundidad a la que quiero llegar y dos, no está la musculatura de las piernas para mayores esfuerzos.
Si estoy redactando este artículo es por la riqueza y variedad de vida marina que hace tiempo no observaba. Puede que sean razones propias del momento del año, de las calmas o de causas que desconozco, pero el hecho es cierto.
Junto a la ictiofauna habitual, de la que hablaré luego, las estrellas de mar han hecho acto de presencia, algo que no observaba últimamente. Hay dos especies que distingo sobre el fondo: una estrella con cinco brazos, de color anaranjado, acaso tirando al color rojizo que, entretenido luego tras su identificación en la biblioteca personal, identifico como Hacelia attenuata (estrella naranja).
La otra, más abundante y más grande, tiene siete brazos. Presenta un color blanquecino con múltiple granulometría y coloración imprecisa. La identifico como Coscinasterias tenuispina. En la página Biota del Gobierno de Canarias aparece como estrella picuda azul.
Cierto es que han cambiado los fondos marinos observados. Ahora los encuentro con menor biomasa animal y vegetal, pero siguen regenerándose con la llegada del otoño y observo jóvenes algas vistiendo de un verde tierno las rocas y ello supone mayor presencia de los erizos de los erizos cacheros (Arbacia lixula), ahora más abundantes y que observo cubierta su parte visible y espinosa por conchas vacías de moluscos -lapas, fundamentalmente-, piedras y algas, mecanismos que utiliza para su defensa y mimetismo.
Observo reducida la presencia de los erizos de lima (Diadema antillarum) que tanto blanquizal provocan y provocaron. Claro que ésta es una simple apreciación personal de alguien que bucea esporádicas veces al año.
Pero el placer del buceo y del margullo se disfruta también desde la superficie. Cardúmenes de peces de diferentes especies discurren bajo mi vista, mostrando comportamientos, agrupaciones y asociaciones muy variadas.
Así, apenas llego a la baja chica, los sargos o sargos blancos (Diplodus sargus cadenati) aparecen en pequeños grupos, asociados a grupos más numerosos de salemas (Sarpa salpa), todos ellos tras la procura de alimento.
Bordeando la baja, cercano a las arenas, por la zona rocosa discurren algunos sargos breados (Diplodus cervinus cervinus). Es normal observar como van por libre, aunque algunos de ellos, ejemplares solitarios, aparecen destacando por su barreado de franjas negras y blancas, dentro de un cardumen de sargos blancos. Destacan, nadando en las someras aguas de los charcos submarinos, los colores de un par de gueldes o pejeverdes (Thalassoma pavo).
Nado ahora fuera de la baja, en busca de la baja grande, avanzando sobre un luminoso sustrato de blanca arena. Algunos salmonetes (Mullus surmuletus), patrullan incansables este territorio buscando su sustento. Es el mismo que busca el pejepeine (Xyrichtys novacula), con sus llamativos colores rosados y finas líneas azuladas. De costumbres solitarios, cuando observo un ejemplar y hago amago de margullarme para acercarme a él, desaparece como por encanto, enterrándose en el sustrato arenoso.
Un pequeño cangrejo de arena (Cycloes cristata) utiliza la misma estrategia para desaparecer ante mi vista y un tapaculo (Bothus podas), mimetizado en el sustrato arenoso donde descansa, sorprendido por mi presencia huye raudo, desplazándose apenas una decena de metros, sin alejarse de la arena protectora, hasta quedar inmóvil muy cerca de otro pez de arena, posiblemente una araña (Trachinus draco), o un lagarto (Synodus saurus). Ambos peces capaces, con púas o aguijones venenosos en su aleta dorsal, de provocar un doloroso recuerdo si tenemos la desdicha de pisarlos.
En mi periplo marino sobre el fondo arenoso, tres especies surgen frente a mí, nadando entre aguas. Identifico los cardúmenes. Uno son bicudas (Sphyraena viridensis), al parecer grandes depredadores cuando alcanzan mayor tamaño. El grupo que observo, formado por una veintena larga de bicudas, es posible que lleguen a cincuenta, con medidas de veinte a treinta centímetros nadan formando un cardúmen alargado y estrecho y se mueve con una sincronización perfecta. El segundo son lubinas (Dicentrarchus labrax), mucho más numeroso, identificadas por los destellos plateados de sus lomos, jóvenes ejemplares que, sin lugar a dudas, proceden de una fuga de las granjas marinas que observo en el horizonte cercano. El tercer cardúmen nada pegado a la superficie lo que le hace bastante invisible. Se trata de agujas (Belone belone gracilis), un grupo de una decena de ellas, inconfundibles con su cabeza fina y alargada.
Son muchos los grupos de lubinas observados y no es casualidad que tres barcos de pesca de la Cofradía de Pescadores de Melenara se encuentren echando sus redes, próximos a las jaulas de engorde.
Llego a la baja grande. Destaca sobre el fondo rocoso, cubierto en su mayor parte de algas, un gusano de fuego (Hermodice carunculata). Lo observo desde la superficie a sabiendas de la peligrosidad de sus cerdas venenosas.
Me dejo llevar por este entrante marino que pronto desaparecerá bajo un manto de arena. Abajo, aprovechando el abrigo que de los movimientos del agua le procura un recogido entrante rocoso, observo sobre la arena la inconfundible silueta de un chucho negro (Taeniura grabata). Sobre la roca de la baja, con un desplazarse característico y propio, destaca la silueta inconfundible de un pequeño tamboril (Canthigaster capistratus).
Regreso a la costa, a esa zona rocosa intermareal donde ahora me mece el oceano ante la inexistencia de oleaje y en la que es imposible observar algo cuando acompaña un fuerte oleaje.
Es la zona de las lisas (Chelon labrosus) y los lebranchos (Mugil cephalus) que buscan el alimento allí donde el agua está más turbia, alimentándose de algas, pequeños crustáceos, desechos orgánicos y organismos plactónicos.
Y en las oxigenadas rocas de esta franja, los charcos sumergidos están llenos de vida. Un pequeño pulpo de color crema (Octopus vulgaris) observa, curioseando mi llegada, desde una grieta poco profunda. Buceo ahora, apenas un metro, para observarlo mejor y receloso retrae su cuerpo escondiéndolo en la grieta protectora. Justo al lado, en otro entrante rocoso asoma una holoturia (Holothuria sanctori) conocida con nombres más populares como pepino de mar o pingaburro.
Abajo en las grietas de las rocas la barriguda mora (Ophioblennius atlanticus atlanticus), muy territorial, parece no separarse nunca del sustrato rocoso, y vuelve a su grieta al menor intento de acercarme.
Me dejo llevar por la emoción, las ganas y el estado del tiempo. Sigo nadando en dirección al muelle de la zona industrial de Salinetas. Surgen nuevos cardúmenes sobre las zonas rocosas. Las viejas (Sparisoma cretense), son una de las especies que encuentro con mayor frecuencia y en sus cardúmenes siempre hay alguna que otra vieja colorada que no son más que las hembras de la especie que se visten de coloración rojiza mientras los machos mantienen un discreto color pardo.
Ya no hay mantelinas (Gymnura altavela) sobre los fondos arenosos. En agosto, tras parir sus crías, se han alejado de la costa. Algunas, más remolonas en marcharse, se observaban aún en las primeras semanas de septiembre.
Nuevas bajas permiten escudriñar nuevas cuevas y nuevos solapones. Aparecen sorpresas como los alfonsiños (Apogon imberbis), en la zona más oscura de algunas grietas y ejemplares aislados de cabrillas negras (Serranus atricauda). Un joven mero (Epinephelus marginatus), me observa desde el fondo de su cueva en una zona poco frecuentada por nadadores y buceadores y, tras observarlo con paciencia pues es un animal que para su infortunio no huye ante la presencia humana, sin molestarlo asciendo de nuevo a la superficie y retomo a nado el regreso a la playa,
Tras dos horas y media en el agua, el calor no regresa al cuerpo como lo hacía antaño. Necesitaré caminar por la orilla hasta que la energía solar devuelva parte de su vitalidad a este cuerpo aterido.
Sonrío. Recuerdo como hace varias décadas, el calor lo recuperábamos Luis y yo, no sólo con la energía propia de unos cuerpos más jóvenes, sino con un buchito de un elixir mágico, un licor francés, el Chartreusse, unas veces de color ambarino, más suave, otros del verdor de la clorofila, más intenso y de mayor graduación alcohólica. Receta secreta obtenida de la destilación de un centenar largo de hierbas aromáticas y medicinales era mano de santo para entrar en calor.
¡Qué tiempos aquellos!
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.