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El Confital: Un paraíso en la ciudad

domingo, 01 de septiembre de 2024
Dedicado a Juan Manuel Santana Díaz, Juanma para sus amigos, agradeciéndole su incansable labor
en pro del medioambiente, la cultura, el senderismo, los valores etnográficos, El Confital y su querida Isleta.

- ¿Ya estás arriba? -se sorprendió. -¿Qué te parecen los fondos del Confital?
- Los más bellos que he visto en mi vida -mentí, con absoluta convicción, a sabiendas de que el único universo marino observado aquella tarde, bajo el agua, tenía la forma de una hermosa mujer.
El Confital: Un paraíso en la ciudadResulta apasionante emocionarse con una escena inventada. No sé si es habitual en las personas que nos dedicamos a recrear escenarios, situaciones y personajes dentro del mundo literario.
El diálogo que inicia este artículo forma parte de una publicación, mi primera novela. Su título: "Los silencios de Punta de las Arenas", escrito hace una quincena de años y publicado tres años después.
Recuerdo sus entrañables personajes pues en ellos, realidad e imaginación jugaron un papel equivalente a la hora de idearlos, definirlos, personalizarlos.
Zacarías, el viejo pescador aldeano que tenía su cubil en una amplia cueva arenosa de Punta de las Arenas no era real, pero sí lo era Arturo que habitaba dicha cueva, hasta un día aciago -apenas un año despues de publicarse-, en que la amplia cueva de arenisca colapsó y Arturo quedó sepultado -febrero del año dos mil trece-. Sólo el océano y la oscura noche fueron testigos silenciosos de la muerte del ermitaño. Una noche similar a la que compartimos con él, dos años antes, mi querido amigo Sergio Placeres y yo, observando las luces de Tenerife, el cielo cuajado de estrellas y el paso de los satélites. Eran los últimos apuntes para una novela cuyo escenario no podía ser más impresionante.
Lo del suceso luctuoso no fue un relato novelesco y así lo atestiguaron los medios de comunicación días después, cuando se produjo el complicado rescate de su cuerpo por los bomberos con la ayuda de un helicóptero, sepultado bajo una lápida de piedras y arena. Allí, al pie de los acantilados de Andén Verde, fallecía el hombre que conocí, uno capaz de vivir sólo, capaz con sus palabras y hechos de perfilar en mi interior los últimos trazos de la figura y el personaje del viejo Zacarías.
Me encontraba de viaje y uno de mis lectores que había conocido el escenario natural en una visita guiada a la cueva de los enamorados, a través de wasap me envío un lacónico mensaje: "Siento darte esta noticia. Arturo, el pescador solitario que nos presentaste en Punta de las Arenas, ha muerto sepultado en su cueva".
Es curioso como son las cosas pero para mí, el personaje de Zacarías sigue vivo. Lo dejé en la novela, en la última página, pescando róbalos con su nieto Zacary en el Finis Terrae francés, haciendo gala de la maestría lograda en su isla cuando extraía del océano pescados propios del litoral canario: sargos, viejas y salemas, pero seguía allí cuando Albenes, con su piragua, necesitó de su ayuda para alcanzar la playa entre tanto arrecife.
Es curioso pero también Breogán sigue en la isla, con Amarca su mujer. Cuando escribí la novela, acababan de conocerse y vivían con ardor momentos en que no existe más que la locura y la pasión por la otra persona. Nunca olvidaron su primer encuentro en las aguas del Confital ni tampoco su nido de amor en Punta de las Arenas, dos paraísos personales que cada uno había revalado y compartido con el otro para convertirlos en entrañables e inolvidables escenarios de amor.
La pareja tiene dos hijos, aún pequeños, y mucha vida por delante. Van, de cuando en cuando, -me comentan amigos montañeros-, a la cueva arenosa cuyo duro lecho de arenisca excavado al pie del Andén Verde, entrañable tálamo cuajado de conchas fósiles, les invita a saborear sus cuerpos como en aquel entonces, rememorando locuras, saciando inagotables ansias, ajenos al paso del tiempo.
Si traigo estos recuerdos al presente artículo es porque ayer, treinta y uno de agosto, regresé después de muchos años al Confital.
Me llevó a pasear la persona más importante de mi vida aunque reconozco que, egoísta como soy, siempre le he sisado amor, cariño y tiempo.
- Vamos al Confital -sugirió.
Y allá fuimos.
Si hace más de una década -año dos mil diez- lo recreé hermoso, ahora se ha convertido en un verdadero paraíso. Caminamos en silencio, disfrutando de un cálido atardecer, dejándonos llevar por el derrotero cromático de un sol en tránsito, buscando su ocaso.
Alabé la intervención humana en el espacio -no suelo hacerlo pues la mayoría son verdaderos bodrios donde prima el cemento, la El Confital: Un paraíso en la ciudadcutrez y el hormigón-, primero con el desmantelamiento y eliminación de todo un poblado de chabolas, infraviviendas asentadas durante muchos años y que había sido erradicadas, de un modo paulatino, en su mayoría cuando inicié la novela.
De igual modo fueron perdiéndose aprovechamientos varios del litoral, quedando los vestigios de actividades industriales del pasado reciente, como la pedrera y las salinas. En la labor de mejora y conservación del territorio se llevaron a cabo profundas limpiezas de choque en un principio y más meticulosas y pormenorizadas luego, con la eliminación de cristales y pequeños residuos.
Me gustaba lo que observaba pues sabía que no era tendencia habitual recuperar, de tal modo, espacios o territorios convertidos antes en escombreras y basureros sin control.
La actuación sobre el suelo para mejorar el tránsito peatonal no era agresiva, gozaba de armonía. Los responsables de la intervención habían optado por materiales nobles: metal, madera y piedra. Había un acuerdo tácito: cualquier elemento incorporado debería tener baja altura, evitando ocultar la grandiosidad del entorno. Y así, con los materiales a ras de suelo -paseo de madera-, a veces elevándolos veinte, treinta centímetros para facilitar la dispersión vegetal, el tránsito de la fauna y la libre circulación de las escorrentías, se había logrado un paisaje abierto que permitía gozar siempre del escenario natural de unos acantilados y su artífice erosivo: el océano.
Facilitaba la pisada la madera e infundía seguridad el granito. Era lógico que el uso de estos materiales naturales provocara en los viandantes sosiego y bienestar.
Lo delataban los rostros de las personas que me cruzaba, la armonía de sus pasos, su presencia. Paseaba la gente y sonreía, y uno notaba en la atmósfera reinante, una agradable complicidad con el espacio recorrido.
De cuando en cuando, gruesas maromas sostenidas sobre pivotes de madera, alertaban de la presencia de islas de vegetación. Era ésta la estrategia empleada para preservar ejemplares botánicos de singular valía y tratar de recuperar la vegetación de un territorio ensalitrado. Pero, ante los resultados observados, era obvio que el proceso necesitaba tiempo. No se podía negar que la vegetación potencial, su estado clímax era cosa del pasado, un pasado con otras circunstancias, sin la nefasta influencia e intensa acción y transformación del ser humano. El suelo, ahora, se encontraba más empobrecido, había otras condiciones edáficas, climatológicas, ambientales. Todo había cambiado, todo seguía cambiando y seguiría haciéndolo siempre.
En las incipientes y nuevas barranqueras, los salados de mar habían ocupado todo su recorrido, semejando un desfile verde, fiel al cauce, donde su llamativa floración amarilla saludaba al verano con sus ardientes rayos solares, trazando un camino que sólo la arena y el agua salada, eran capaces de frenar su avance.
Aulagas señoreaban los riscos y laderas, pero en general la imagen percibida en el acantilado era la de un espectáculo geológico único y complejo. Las paredes revelaban el paroxismo generado por los volcanes de la Isleta, efusiones lávicas y mantos de escorias y cenizas que en las rasas intermareales y en las zonas sumergidas nos recordaban que, aquellos volcanes capaces de configurar una isla pequeña -isleta-, aún eran recientes, prueba irrefutable de que la isla mantenía, aletargada pero viva, su actividad volcánica.
Y allí, en las alturas, aprovechando las cuevas naturales que la erosión creó, la presencia de los primeros habitantes capaces de hacer suyo el territorio. La historia geológica unida a la historia del ser humano en esta isleta de reciente creación.
Respiré hondo. Un momento de lucidez me permitió comprender que a mis personajes, Breogán e Idaira jamás los encontraría allí, permanecerían anclados para siempre en mi particular territorio literario.
Intenté reconocer la cala donde Breogán se había sumergido siguiendo a Idaira, cautivado por su arrolladora belleza, Él seguía a su sirena aún a riesgo de quedar sin aliento en cualquier cueva de la rasa, a sabiendas de que yo jamás había buceado en el Confital y que la cala que buscaba no era más que fruto de mi imaginación.
Pero no fue en vano mi escrutinio, encontré en su lugar decenas de espacios marinos con caprichosas formas, increíbles microtúneles, minúsculas calas escondidas, pasillos de agua, charcos pletóricos de vida, pequeños bufaderos, en suma, tanta naturaleza salvaje que quedé prendado ante su belleza.
Fue entonces cuando el cielo se tornó naranja y la inmensa estrella recorría los últimos metros en el horizonte hasta perderse tras la alargada isla vecina, iluminando a su paso la impresionante silueta de su montaña mítica: el grandioso Echeide.
Era consciente de aquel error conceptual, pues no era el sol quien se ocultaba sino la Tierra que giraba, el planeta nave donde me encontraba propiciaba con su movimiento de rotación su relativa desaparición pues, más allá de mis ojos, otros ojos estaban viéndolo en este preciso instante emerger en su particular horizonte.
El sol se ocultaba ya y para mí era como si un inmenso telón azul prusia, ocultando el escenario, pusiera fin a un dejà vu que nunca había sucedido más allá de los límites de mi imaginacion.
- ¡Eh! ¿Nos vamos? Comienza a refrescar -aventuró mi compañera.
En silencio los dos, en aquel retorno a la vida cotidiana, supe que El Confital había dejado de manifestarse como un paraíso sólo literario para convertirse en parte de mí mismo, un imán emocional que me acompañaría el resto de mis días.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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