El curioso caso del Dios lector
Dedicado a Juan Francisco Martel Santana, Teniente de Alcalde, concejal de Cultura,
Turismo y Servicios de Telde, por mantener año tras año una actividad veraniega
que dignifica su persona y da prestigio al municipio.
De igual modo, dedicado a cada una de las bibliotecarias y bibliotecarios por su profesionalidad,
atención, amabilidad, simpatía y entrega, capaces de hacer partícipes a niños, jóvenes y adultos
del apasionante mundo que, se esconde en cada libro, en cada taller, en cada juego.
Son las emociones provocadas por las ilustraciones, los juegos y las lecturas quienes
proporcionan a los lectores momentos entrañables e imborrables recuerdos.
Julio y agosto, meses veraniegos por excelencia, tiempo de vaciones escolares, vienen acompañados de la magia de los libros, las lecturas sosegadas, las bibliotecas de siempre, las que se encuentran abiertas todo el año, fieles a los servicos que prestan.

En Telde, una tiene su sede en un hermoso parque -parque de Arnao-, a caballo entre el barrio de San Juan y el de San Gregorio, la otra se encuentra en una señorial casona sita en una recogida y entrañable rúa peatonal -calle Licenciado Calderín-, del barrio de San Juan. Pero al llegar el verano, las bibliotecas teldenses cogen parte de sus bártulos libreros y se van al mar.
Son vacaciones, es cierto, pero las biblitoecas del casco histórico, haciendo honor a sus ilustres nombres, la del escritor teldense Saulo Torón en Arnau -San Gregorio-, la del escritor teldense Montiano Placeres en San Juan, no cierran sus puertas, son remansos de paz, lugares de estudio, centros de investigación, dinamizadores de cultura y a su extraordinaria labor unen, durante el período veraniego, la alegría de una hermana pequeña tutelada y así, recoleta y hermosa, se nos oferta la más playera: la Biblioplaya de Melenara.
Qué les voy a contar de mi afición a comenzar las mañanas caminando -de tal manía personal dan fe cientos de artículos escritos en los últimos años-, pero en verano, al placer de recorrer barrancos, litoral y cono volcánicos de la isla, se une el de transitar por el paseo marítimo de Telde -no en vano "El arte de caminar y el placer de sentir", mi más reciente publicación, transcurre por este litoral tan rico en espacios, especies, yacimientos aborígenes y valores geomorfológicos de singular belleza-, periplo que tiene una pausa al llegar a la altura de la Biblioplaya de Melenara.
Y observo. Siempre observo. Niñas y niños de todas las edades se dan cita en las mesas y sillas que hay tanto en su interior como en el exterior de esta singular biblioteca, abierta al océano. Cautiva mi atención una niña de tres años con una curiosidad enorme. Acompañada de la sonrisa de la bibliotecaria, juega, pinta, observa las ilustraciones de varios libros infantiles y se imagina uno que los está leyendo aunque su edad revela que aún tiene pendiente dicho aprendizaje. Yo disfruto con la observación de las personas, del entorno y la lectura de la prensa diaria. No soy el único, otros paseantes, residentes y usuarios de la playa, se acercan para informarse de las últimas noticias o llevarse un libro en calidad de préstamo.
El concejal Juan Francisco, a quien le dedico merecidamente el presente artículo, sabe de la importancia de la Biblioplaya pues no sólo es cultura, educación y ocio, sino también turismo.
Lo supe al escuchar las palabras de una pareja de extranjeros -franceses ellos-, al hablar del privilegio de consultar un libro o un periódico y disfrutar de su lectura frente a un escenario tan extraordinario como es la playa de Melenara. Estaban sentados en las sillas que hay para adultos, de espaldas a las mesas de prensa, la mirada perdida en el océano. Tras escucharlos, observé aquello que comentaban y no pude más que ratificar sus palabras. ¡Qué lujo de lugar para la aventura que supone leer un libro!
Lo cierto es que, hablándoles ahora me siento locuaz y, aún a riesgo de que pongan en duda mi equilibrio mental, voy a hacerles partícipes de una observación que, por extraño que parezca, no deja de ser real. Si bien es cierto que mi naturaleza no es proclive a realizar juramentos -nunca creí en fórmulas tan baladíes a la hora de aseverar algo-, no sé si servirá de algo asegurarles que no albergo duda alguna sobre esto que voy a relatarles.
Lo cierto es que en uno de mis paseos matutinos fue el pasado martes, trece de agosto ¿tendrá algo que ver tan supersticiosa fecha?-, que desde la playa de Salinetas me lleva hasta la urbanización de La Estrella, un poco más allá de la playa de la Garita, afirmaría, sin temor a equivocarme, que el mismo dios Neptuno se encontraba sentado en el muelle de Melenara, enfrascado en la lectura que le proporcionaba el libro que sostenía en una mano.

Mi sorpresa fue mayúscula y testigo hay de que no miento, pues lejos de acercarme a los bancos que sobre el muelle habilitaron para la observación de los riscos y el muelle de Taliarte, bancos que en verdad utilizo con la saludable intención de convertir en hábito la realización de unos cuantos ejercicios y algunos estiramientos, me dirigí raudo a las escaleras que, alejándome del espigón, me permitían alcanzar el paseo de Taliarte.
El hecho de sostener el libro con una mano y conservar la otra sujetando el tridente, el dios de los océanos no me infundía confianza alguna pues osado nunca fui y la imprudencia no me agrada, así que me alejé de él.
Había terminado de subir el tramo de escaleras y me encontraba justo al lado del panel que presenta la playa cómo era hace cuatro décadas -las fotografías son esclarecedoras-, e informa sobre la autoría de la escultura del Dios del mar que se encuentra sobre el promontorio marino, el escultor teldense don Luis Arencibia Betancort.
Un viejo residente que se encontraba justo al otro lado del panel, verbalizó las siguientes palabras, sin perder de vista el muelle:
- Ahí, donde usted lo ve, lo vengo observando muchas mañanas de éste y otros veranos. Apenas unos minutos sobre el muelle y regresa a su pedestal rocoso. Y de nuevo me encuentro con la imagen hierática del Dios, aquella que todo el mundo ve y recuerda: su cuerpo alzado y en reposo, el tridente firme en su mano izquierda, apoyado su extremo en el cantil, y su mirada, serena y profunda. Sobre su cabeza la corona de un Dios oceánico, atributo que sólo osan mancillar con sus excrementos las atrevidas e insolentes gaviotas. A mí me gusta levantarme y caminar de noche, el sol y yo no nos llevamos bien. Pues bien, todo sucede antes del amanecer, justo hasta el momento en que el horizonte pierde sus añiles ropajes para dar paso al rojizo resplandor. En ese brevísimo lapso ahí me lo encuentro, absorto en la lectura, ajeno a todo lo que le rodea, siempre con un libro en la mano.
- Curioso -respondí yo, incapaz de encontrar una respuesta con mayor coherencia.
- ¿Curioso dice usted? Curioso es que los libros que lee, pertenezcan al fondo bibliográfico de la Biblioplaya de Melenara. Nadie sabe como salen de ella, pero sí como regresan.
Aquella respuesta no me la esperaba. Sonreí. Observé su rostro, sereno y franco. Ningún atisbo de sonrisa o ironía percibí en él. Al parecer, el hombre hablaba en serio.
- ¿Cómo dice usted? -interrogué, incrédulo, ante tamaña insensatez.
- Lo que oye, caballero. Y si no lo cree, pregunte, pregunte al personal de bibliotecas. Un día u otro, depende del tiempo que le ocupa culminar su lectura, justo en una de las mesas donde usted lee la prensa por la mañana, encuentran un libro, desaparecido incomprensiblemente de cualquier anaquel o estante, húmedo aún, rezumando sus páginas un fuerte olor a salitre.
- ¡Sorprendente! -respondí, sin creerme una palabra, buscando con desesperación alguna razón que justificara la visión del Dios sobre el muelle.
Estaba claro que la imaginación de aquel vecino era asombrosa, pero lo cierto es que allí estaba él, el Poseidón griego -debo reconocer que no es este Dios, pues el carácter pacífico de esta deidad de Melenara no guarda relación alguna con el agitador de mares y océanos, provocador de terremotos y causante de naufragios- , pasando las hojas tranquilamente, concentrado en su lectura.
Incrédulo sonreí. No tenía duda en que los dos éramos víctimas de una incomprensible sugestión colectiva.
El color añil del cielo, sucedió a la negritud de la noche y las primeras tonalidades rojizas comenzaban a percibirse, tras el horizonte.
Me sentía tan incrédulo como Santo Tomás y deseaba con verdadera pasión buscar un modo de confirmar aquello que estaba viendo. Desvié la mirada hacia mi interlocutor, que no separaba un ápice sus ojos del dios lector, y parpadeé varias veces.
- Entonces -ironicé-, poco falta para que se levante, camine, nade hacia la roca y se ponga en su posición erguida.
- Nada de eso va a suceder, amigo mío.
- ¿Cómo? ¿No dijo usted que
?
- Sí. Es cierto. Le confirmé que en un instante usted vería la escultura como la esculpió don Luis, pero nada le dije de un dios en movimiento, comportándose como cualquier ser humano. Fíjese, fíjese usted bien -me recriminó, sonriendo.
Y ante mi asombro, la figura fue volviéndose cada vez más traslúcida. Como si fuese perdiendo su entidad corpórea, como si la masa de músculos, piel y carne que intuía sólida, capaz de palparse, fuera licuándose hasta volverse transparente, podría decirse que etérea. Y ciertamente, así era. De translúcida se trocó en transparente,tan transparente que nada quedaba de su cuerpo e imagen sobre el muelle.
- ¡Increíble! ¡Ha desaparecido! -reconocí, asombrado.
- Bueno -sonrió el hombre- Esa es una suposición suya.
- ¿Cómo?
- ¿Por qué no desvía su vista hacia el roque, donde siempre se encuentra?
Me quedé helado, frío como un témpano al observar, sobre el Puntón, la figura de Neptuno. Esa era en verdad, la identidad de aquel Dios, un poderoso dios romano, hermano de Plutón y Júpiter, esculpido en bronce, donde la belleza y la serenidad de la divinidad retaban al mismísimo océano cuando, bravío y enojado, sacudía con fuerza su cuerpo.
Incapaz de retirar la mirada de la escultura, reconocí a mi curioso acompañante:
- Al final va a ser cierto que Telde es tierra de embrujo, magia y hechizo, un municipio misterioso y fascinante.
A mis palabras le sucedieron un prolongado silencio. Sorprendido y agradecido por su compañía, giré mi cuerpo con la intención de despedirme de aquel hombre. Perplejo quedé cuando al otro lado del panel no había nadie.
José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.