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La lluvia y los recuerdos

domingo, 04 de agosto de 2024
Dedicado a mi niñez, adolescencia y juventud.

El avión procedente de Gran Canaria aún no había culminado las operaciones oportunas en la pista de aterrizaje cuando sentí la magia húmeda de Santiago de Compostela. La percibía al unísono mi vista, con esa inconfundible imagen acuosa que la lluvia arrastra La lluvia y los recuerdospor las minúsculas ventanillas del avión, y mi corazón, a través de un cúmulo de reconfortantes emociones. Morriña le llaman los gallegos a este estado de gracia, verdadera cascada de sentimientos propios.
El viaje en guagua a Lugo estuvo acompañado de una vieja imagen anclada en recuerdos lejanos, una imagen habitual y familiar: dos enormes limpia parabrisas recorriendo incansables la panorámica luna delantera de un autocar de última generación y pura cristalera, incapaces de desviar tanta agua al frenético ritmo que llegaba y que, sin consideración alguna, golpeaba el vidrio dificultando la visión del conductor.
¡Cómo disfrutaba con aquel repiqueteo! ¡Cómo se agolpaban en mi mente múltitud de recuerdos de la niñez!
Los viajeros dirigían sus miradas a los cristales, sorprendidos ante aquella cortina de agua que desdibujaba el lujuriante verdor del bosque y los pastizales que se extendían a ambos lados de la carretera, formando jirones neblinosos sobre ellos, una especie de espesa bruma capaz de darle alas a la imaginación más atrevida.
Muchos viajeros, incapaces de interpretar una tierra no vivida, encontraban una incoherencia manifiesta entre la realidad del calendario -mediados de julio-, y aquel diluvio inusual. Una fecha en que, según ellos, deberían encontrarse con un verano espléndido, ausente de nubes, bajo el imperio de un sol radiante. Sin embargo, ante lo observado fuera de la guagua, el lacónico comentario del chófer confirmaba que aquello era Galicia y la estación veraniega aún estaba por llegar.
Para mí era lógica y predecible aquella tormenta de verano. Una más en el baúl de los recuerdos de toda una vida. De ahí mi enorme satisfacción al escuchar el intenso golpear de la lluvia tras los cristales.
Cerré los ojos unos segundos -la lluvia arrastraba versos de Antonio Machado, aprendidos de niño en aquellas clases de Lengua y Literatura en el colegio de los Hermanos Maristas: -Una tarde parda y fría de invierno. Los colegiales estudian. Monotonía de lluvia tras los cristales…- transmitiéndome su escucha cálidas sensaciones de paz y sosiego, cariño y amor, similares a las que experimenta cualquier persona en su regreso a la patria chica, a su tierra, a ese lugar tan entrañable que nos vio nacer y corretear la infancia.
Sonreí. Apenas tendría nueve años entonces y aquellos versos los había memorizado de corrido, sin puntos ni comas, sin comprender su significado, de esta manera: “Una tarde parda y fría de invierno los colegiales estudian monotonía de lluvia…” ¿Qué asignatura era esa de Monotonía? -me preguntaba entonces.
A Lugo llegamos bajo los dominios del agua. Dudaron algunos pasajeros antes de descender del autobús. Se trataba de un reducido grupo de canarios que habían llegado en el mismo avión y que tenían previsto iniciar su periplo jacobeo en la imperial ciudad romana.
La distancia que separaba aquella ciudad bimilenaria de la ciudad del Apóstol les permitía obtener la Compostelana -La Compostela es más correcto-, un certificado que refrendaba su realización del Camino Jacobeo. Eran cien kilómetros de recorrido a pie y ahí estaban, sorprendidos, revolviendo sus pertenencias mochileras en busca de los ponchos y chubasqueros que alguien les había aconsejado llevar siempre en las rutas gallegas, fuera cual fuera la estación del año y que, más de uno pensara en su momento, suponía un equipaje innecesario mientras ubicaba, con desgana y desconfianza, el socorrido plástico en la parte más profunda de su mochila. Tenían la sensación, bajo el sempiterno sol canario, ser víctimas de una pesada broma al haberles recomendado protectores para la lluvia en pleno verano. Y, mira tú, Galicia les había sorprendido y, en verdad, eran necesarios.
Cien kilómetros, esa era la distancia necesaria para obtener la certificación, un hermoso pliego a color con su nombre en latín -ver foto adjunta-, su registro como peregrino, y la confirmación de haber realizado la ruta a pie.
El inicio no podía ser más memorable, tras recorrer Lucus Augusti -Lugo lucía con orgullo su origen romano sin apenas cambiar su nombre desde entonces-, una ciudad que mostraba con orgullo sus tres Patrimonios de la Humanidad, descansarían y pernoctarían en el albergue de peregrinos situado en pleno casco histórico, en el interior de su muralla romana, para levantarse con el alba al día siguiente y, tras sellar sus credenciales de peregrinos, inicar el deseado y emocionante recorrido.
Al descender del autobús, la lluvia seguía cayendo y buscaron con rapidez en su mochila los chubasqueros que evitarían que sus ropas se mojasen. Acostumbrados a la isla, me observaban sorprendidos, ante la sonrisa radiante de mi rostro y ante una climatología que no esperaban en tan cálido mes veraniego.
- Cómo chove miudiño, cómo miudiño chove…
Ante mis palabras fruncieron el ceño. Sus rostros revelaban la necesidad de una traducción inmediata o, al menos, una aclaración a los versos.
- Así es mi tierra, queridos peregrinos, para recorrerla a pie no debemos olvidar que en la mochila siempre deberemos tener a mano un poncho y/o un chubasquero.
- Cierto -aseveró uno de ellos-. Ya nos sorprendió, al pasar la guagua por el pueblo de Melide, la imagen de muchos peregrinos protegidos con largos ponchos que cubrían no sólo sus cuerpos sino también sus mochilas.
- Ellos conocen bien la climatología de esta tierra. Los ponchos les mantienen secos e igual que se mojan, se secan, pero en el Camino por tierras gallegas, un día u otro, en cualquier estación del año, lo habitual es que el peregrino se encuentre con la lluvia y ésta es capaz de arruinarte la travesía.
Allí quedaron, en la estación. Yo, a propósito sin una prenda apropiada para La lluvia y los recuerdosguarecerme de la lluvia, salí a la calle con la intención de mojarme. Ansiaba hacerlo. Lejos de mi tierra natal, dicho placer era algo apremiante.
Me preocupaba un poco la mochila pues portaba una veintena de ejemplares de mi último trabajo literario. Deseaba compartirlo con familiares y amigos, pero se encontraban en el interior de una bolsa plástica estanca y tenía un interés especial en poner a prueba la impermeabilidad de la mochila.
- ... cómo chove miudiño pola banda de Laíño, pola banda de Lestrove.
Seguí tatareando la música de Amancio Prada, versionando la poesía de Rosalía de Castro, la emocional y extraordinaria poetisa gallega.
- En Lugo tamén chove miudiño -susurré para mí-. Coma sempre.
Me olvidé de la familia de peregrinos al tiempo que buscaba los jardines que me llevaban a una de las puertas de la muralla, la denominada Puerta del Campo Castillo o del Castillo, pero conocida también como Puerta de la Cárcel, no sin antes recordar mis tiempos de peregrino -sigo pensando que uno jamás deja de hacer el Camino-, y desearle al grupo canario: Buen Camino.
Había bajado la intensidad del chubasco y caminaba, ahora, bajo una lluvia fina y serena apenas perceptible y nada molesta, capaz sin embargo de mantener húmeda la calzada y continuar empapando la ropa que portaba.
Aspiré con intensidad los aromas procedentes de las rosaledas, magnolios y tilos de la plaza de España. Luego me detuve para observar la granítica piedra de la fachada barroca del ayuntamiento, oscurecido su color a consecuencia de la lluvia. Tras una meticulosa limpieza de todo el edificio, musgos y líquenes reclamaban de nuevo su presencia comenzando a recolonizar las aristas y los recovecos de la piedra.
O Pazo do Concello, así se denominaba en gallego aquella robusta y elegante obra arquitectónica, un palacio municipal que había sido levantado en el segundo tercio del siglo XVIII, rehabilitado y ampliado con posterioridad, hasta su conversión en las Casas Consistoriales que observaba ahora.
Deambulé sobre las piedras mojadas de la calzada, dejándome llevar no tanto por los recuerdos de mi adolescencia y juventud sino por los aromas gastronómicos y los sonidos familiares procedentes de su casco histórico.
Alcance así, húmeda la ropa, las tortuosas calles del barrio medieval, la plaza del Campo y sus soportales.
Había una mesa libre bajo uno de ellos y tomé asiento, sacudiendo con la mano las gotas de lluvia que perlaban mi sombrero, mochila y ropa, constatando la impermeabilidad del macuto, pues su interior se conservaba seco.
Acudió raudo un camarero.
- Día de perros -aventuró-. Aquí en Lugo, aún estamos esperando al verano.
Sonreí
- Pues, aunque le extrañe , venía buscando este tiempo.
Que va a tomar?
- Un buen vino de la tierra. ¿Crego e Monaguillo, Algueira, Abadía da Cova, Ponte da Boga?
- Por supuesto. Excelentes viños, veo que lle gustan los tintos de la Ribeira Sacra.
Era colombiano y hablaba un castellano propio, incorporándole algunos términos gallegos. Me extrañaba que, trabajando en hostelería, no se hiciera rápido con la lengua pero, como comprobaría más tarde, mi curiosa indumentaria en un día lluvioso le hizo mostrarse cauto.
Portaba yo una mochila húngara, de una practicidad increíble para paseos cortos, cubría mi cabeza un sombrero de ala ancha, éste checo, de una versatilidad contrastada: viento, lluvia, calor, frío…, un pantalón corto de confección nórdica, holgada camisa de senderismo de factura italiana y excelentes botas de montaña hechas en Mallorca. No podía negar que Bestard eran buenos en la confección de botas de senderismo y montaña.
- Peregrino, turista, senderista español al que no logro identificar su identidad -pensó el camarero.
Lo cierto era que, hasta el momento, nada le revelaba que en realidad tenía frente a él un lucense de nacimiento, canario de adopción, bregado en mil sendas y pateos por la tierra, por el mundo, por la vida.
- ¿Algo de picar? -sugirió él.
- ¿Un poco de lacón?
La sorpresa le duró un instante.
- Sí, por supuesto
- ¿Polbo a feira?
- Tamén temos -dijo, atreviéndose, sin temor a mi desconocimiento idiomático.
- Y una ración de zamburiñas. Creo que para comenzar está bien.
- Y para combatir el frío que sentirá con esa ropa húmeda -concluyó.
Volví a sonreir.
¿Frío en julio? La temperatura era ideal. Veinte grados marcaban los dígitos del termómetro situado frente a mí, en la cruz luminosa de una farmacia.
El camarero llegó con una copa y una botella de Abadía da Cova para descorchar. Tras hacerlo sirvió una generosa dosis de aquel elixir capaz de reconfortar mi cuerpo y procedió a llevarse la botella.
- No, por favor, déjela sobre la mesa. La tarde se presenta propicia para disfrutarla.
Tras su retirada, un trago de aquel caldo ancestral me transportó a cañones de vertiginosa pendiente que había recorrido muchas veces y donde alguien había acuñado, hacía ya varias décadas, la denominación de viticultura heroica.
Y así era. Heroico era extraer la uva cargándola a la espalda en capazos capaces de albergar 30, 40 y hasta 50 kilos de racimos, peldaño a peldaño, salvando con enorme dificultad tan vertiginosas pendientes, sin desfallecer.
Cierto que tal esfuerzo de titanes era cosa del pasado pues, en su mayoría, la electrificación y las máquinas realizaban ya dicha labor, para alivio y seguridad de los vendimiadores.
Y allí descansaba, en aquella copa, el resultado de la crianza de aquel mosto divino procedente de viñedos centenarios, de una uva autóctona producida en las laderas del río Miño, en un meandro con nombre muy sugerente “O Cabo do Mundo”, tierras que aún conservaban relictuales muros y bancales de su pasado romano, pues cierto era que hacía dos mil años, los apreciados vinos de estas tierras, viajaban a Roma para alegrar la mesa de sus emperadores.
Siglos más tarde, habían sido los monjes de los innumerables monasterios que esconden los valles de los ríos Miño y Sil quienes rescataron las cepas y las trabajaron, mejorando la técnica de fermentación de sus caldos.
- Excelente -reconocí.
Mi vista recorrió los edificios de la plaza. La lluvia los dotaba de vida. Una vida que se expresaba a través de sensaciones provocadas. Visualmente, las plantas de los balcones y las que habían prosperado junto a los bajantes, otras surgidas entre las piedras y sobre los tejados, despertaban del letargo propio del inicio veraniego y, ante la ansiada y esperanzadora lluvia, recuperaban frescura y lozanía.
Olfativamente las piedras húmedas emanaban sus particulares olores. Cerré los ojos para registrarlos mejor y comencé a diferenciar los efluvios propios del granito y diferenciarlos del propio de las pizarras de los tejados y de los intensos olores a carballo y castaño de las maderas de los balcones y ventanas.
Cerré los ojos para centrarme en el mundo auditivo. Fue así como escuché los sonidos del agua y fui capaz de distinguir aquellos producto de una lluvia fina y serena de otros referidos a la bajada rauda y tumultuosa por los canalones de las fachadas, diferenciando ambos de los estrepitosos sonidos del líquido elemento estampándose contra las duras piedras del suelo. Un poco más lejos, la sinfonía acuática se enriquecía con los sonidos del agua procedentes de las gárgolas que lucían un par de edificios señoriales y que, de diferente longitud, sección y forma, eran capaces de orquestar un curioso abanico de notas musicales.
Abrir los párpados supuso recuperar la húmeda imagen de decenas de casas centenarias y observar a la gente caminando bajo sus soportales.
Me levanté, deseaba sentir el tacto de la piedra, recién mojada en las zonas más protegidas de la plaza, chorreando en las paredes de la calle, antes de que el agua se dirigiera rauda a los aliviaderos.
Era agradable mojar los dedos y la palma de la mano, formar parte de la naturaleza del agua, hermanar el agua corporal con el agua de la lluvia, sentir.
El ruido de los platos sobre la mesa me devolvió a la realidad gastronómica. Llegaban las raciones, generosas siempre en mi tierra. La degustación de aquellas viandas me permitirían disfrutar del quinto sentido: el gusto.
Supe entonces que, a pesar de la distancia y los años, jamás me había ausentado de la vieja ciudad.

José Manuel Espiño Meilán, amante de los caminos y de la vida. Escritor y educador ambiental.
Espiño Meilán, José Manuel
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