No es algo reciente, pero parece que se está imponiendo de manera creciente y un tanto alarmante.
Se habla ya de un nuevo tipo de eslabón de la especie humana. El abecedario se abrevia: ya no quedan letras para calificarla, por lo que no se conoce por siglas sino por el nombre completo: la «Generación Mute», o «muda», para entendernos.
Sorprende, pues la impresión es que cada día hablamos más y estamos mejor comunicados, interactuamos constantemente, leemos o revisamos la prensa (seria,

rosa o amarillenta) en papel impreso o digitalizada. A mayores, incluso hay algún amigo, vecino o pariente que nos da el parte por sexta vez en menos de un mes. Y, con esto, ya nos perdemos: difícil saber dónde está la novedad y dónde la noticia seca o «resesa».
Será eso, que de tanto hablar nos hemos cansado de comunicar, se nos ha acartonado la boca y, con ello, quizás un poco el cerebro.
La generación muda, antes solo ligada a adolescentes y ahora a casi toda la población en edad adulta, tiene miedo. ¿A qué? No solo a la gente, al sistema, al mundo. Tiene recelo de perder su intimidad. Se protege contra agentes externos que considera invasivos, perjudiciales para su salud y, en particular, para su mente.
Pero, ¿cómo era aquello de que el hombre es un ser social, que precisa de sus iguales para departir y sobrevivir, o simplemente, vivir?
El teléfono fue un gran invento. Nadie lo duda: tanto el fijo como el móvil. Pero ahora resulta que es, en parte, franco enemigo. No por las ondas que emite sino porque, al no silenciarlo, ¡suena! Y, vaya incordio: calladito está más mono. Lo empleamos, mejor y más asiduamente -no todos, por fortuna- para las redes sociales, ésas que, parece, no dan la tabarra, pero tienen fichado hasta nuestro grupo de sangre.
Surge así lo que, coloquialmente, podría llamarse «comunicación intermitente». Cuando me conviene o tengo a bien hacerlo, contesto ese o aquel mensaje, o lanzo un elogio o un improperio a lo que me ha enviado un familiar o amigo o a lo que he visto en alguna de mi media docena de redes. Y lo hago cuando quiero, sin que nada ni nadie invada mi espacio, mi vida presente.
¡Viva la libertad, la sociabilidad y la sostenibilidad! Y, de paso, sin pensarlo, se borra la afabilidad, la empatía, la honestidad y la disponibilidad: «Tú escribe o llama que yo, si tal, ya te contesto cuando quiera o venga en gana».
Hay un término medio. El de los que contestan, pero, a la vez, con el manos libres o similares, hacen mil variadas tareas mientras atienden la llamada entrante. ¿Se puede? Sí, se puede. ¿El resultado? Variopinto. Algunas personas se las ingenian bien ante esta multi faceta. Otras, son un desastre: se pierden, aturullan, o pierden -y nos hacen perder- la paciencia al instante.
Jóvenes y adultos de mediana edad en breve verán la verdad de un hábito un tanto anormal.

Los mayores, los entrados en edad que no van acordes con a estas habilidades, ya lo pasan mal ahora. Con palabras de aquel programa televisivo, parafraseando podría decirse que «lo que necesitan es amor», hoy, y no dilaciones en el tiempo.
A pocos les han mantenido sus teléfonos fijos. Sus móviles suelen ser, o eso decimos, del pleistoceno. Y ¡no! Aquí fallamos: son los mejores porque no les entretienen en cosas banales y, entre otras virtudes, cargan la batería sin calentarse o, quizás pronto, en un banco inteligente con energía solar. Todo son ventajas, aunque ellos no lo saben y a veces suspiran por un Smartphone o una Tablet.
Celebramos el Día de los Abuelos el 26 de julio. Valoramos sus desvelos, sus sabias lecciones, sus loables vidas. Fue un día rojo en su calendario, y en el de alguno de los nuestros.
Los abuelos, si no existieran, habría que inventarlos. Evitan muchos traumas y, aunque con sus manías, sus rituales y reclamos, nos devuelven a la realidad más plena, a la vida y, sin aguar ésta, a la muerte, al alfa y el omega, al principio y fin de nuestro ser. Nuevamente, remedando otra consigna de la parrilla televisiva, se les podría gritar un «¡tú sí que vales!» e, incluso añadir «¡tú sí que sabes!», sin que tengan que mostrar, o hacernos ver, talento alguno.
¿Hablamos? Pues claro. Que no sea solo con nuestros asesores fiscales, con los vendedores -a veces, embaucadores- de pólizas de seguros, ni con las entidades bancarias para contraer insuperables gangas hipotecarias. Que sea con quien de verdad importa y en verdad escucha sin intereses ni interrupciones, con la intención real de entrar en comunión con nuestro mundo personal, inquietudes y afanes.
Y viceversa: se da por hecho una justa y leal correspondencia. Nada más desconcertante que una costumbre que abunda, al menos por estas tierras: saludar de lejos y soltar, casi vociferando, un gentil «¡hablamos!», sin más concreción ni intención, habitualmente, de hacerlo.
¿Hablamos, después de aclararnos? ... ¿O escudamos tras un parapeto de falsos egoísmos individuales? ... ¿Afrontamos el problema? Es necesario o en picado vamos prontamente a oxidarnos.
Pilar Alén, Profesora de la USC