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Malabaristas y equilibristas

El chico del niki rojo - miércoles, 24 de julio de 2024
Cuando era niño, mis padres solían llevarme al circo. Me gustaban todas las actuaciones de aquellos artistas, pero, sobre todo, me fascinaban los malabaristas y los equilibristas. En el primer caso, era un verdadero espectáculo ver manipular y voltear mazas, pelotas, aros, diábolos, platos chinos y "hula hops". También me parecían dignos del mayor asombro los esfuerzos de hombres y mujeres para mantener el equilibrio sobre un alambre o una cuerda floja a varios metros de altura, con la simple ayuda de una barra larga o una vara de madera, aunque existiera una red de seguridad para evitar un posible accidente fatal.

Aún hoy en día, me quedo embobado cuando veo a alguien haciendo juegos malabares, con manos y pies, al detener el coche en los semáforos de las calles de mi ciudad. Admiro a las personas que poseen todas esas habilidades y siento una sana envidia, pues mi psicomotricidad deja mucho que desear y me dan pánico las alturas.

En nuestra sociedad hay un segundo tipo de malabaristas y equilibristas: las mujeres trabajadoras y madres. La inmensa mayoría realizan verdaderas maravillas para poder conciliar un empleo de mañana y tarde con el cuidado de los niños y la gestión de un montón de cosas más, con o sin ayuda de su pareja, si es que la tienen. En el caso de puestos de trabajo directivo o de cierta responsabilidad, la situación se complica con las reuniones interminables, los viajes o la actividad política y social.

Pero, además, existe un tercer grupo de artistas que tampoco trabajan en el circo, como es el caso del enorme colectivo de desempleados, precarizados y pensionistas con bajos ingresos, muchos de los cuales se sitúan en el umbral de la pobreza y que no sólo hacen equilibrios, sino peligrosos saltos mortales cada día.

Esta gente también merece mi admiración y compasión porque, a pesar de que las mazas les golpean de manera continuada en la cabeza y pierden el equilibrio sobre el alambre, se levantan cada día con la esperanza de que su vida pueda cambiar a mejor y que los que gobiernan se acuerden de ellos como yo lo hago en este escrito, en el que, asimismo, deseo incluir a los jóvenes.

Me refiero a aquellos chicos y chicas que, después de haber recibido determinada formación y lograr un puesto de trabajo precario, tienen la valentía de intentar soltar amarras del hogar familiar y emanciparse solos o en compañía de otros, pero que, al cabo de un tiempo, presionados por los elevados precios de los alquileres de la vivienda, y los bajos salarios, no tienen más remedio que volver a casa y no precisamente por Navidad, como se decía en aquel famoso anuncio publicitario.

Por mi parte, quisiera aconsejarles que no tiren la toalla y sigan luchando por conseguir su objetivo, haciendo caso omiso de los cánticos de sirena, pues, digan lo que digan ahora los triunfadores de sillón, nunca fue fácil abrirse camino en la vida para las anteriores generaciones, incluida la mía. Y para la inmensa mayoría de la juventud actual, angustiada por muchos problemas, además de un futuro incierto, tampoco lo será.
El chico del niki rojo
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Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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