Paraíso botánico con especies supervivientes de la Era Terciaria
Dedicado a mis compañeras y compañeros, amigas y amigos del Camino de Canarias.
No puedo iniciar este artículo sin hacer una petición desesperada a todos los tinerfeños, a todos los canarios, una vez que las entrañas del macizo de Teno están siendo y serán horadadas por nuevos túneles, nuevos viaductos, nuevas carreteras, como lo fueron las del macizo de Tamadaba en esta isla.

El maldito cáncer de las prisas que todo lo devora a cambio de ganar unos minutos que nunca ganamos, sino perdemos, pues con la ampliación de la red viaria se multiplica de un modo exponencial el número de vehículos que la utiliza -véase como ejemplo la realidad de la GC-1, la TF-1, la TF-5 en muchas horas del día-. Se trata de un fenómeno de voracidad insaciable sobre un territorio, el insular, de espacio finito, sin contemplarse alternativas serias como la reducción drástica de vehículos particulares con mejoras notables en el transporte público, apuesta máxima por viales alternativos y seguros para peatones, ciclistas y patines, penalización a los vehículos que transportan a un único usuario (la mayor parte de ellos).
Aparte de esta breve digresión, jamás permitan que algo similar discurra por el corazón de Anaga. El asfalto envenena los últimos espacios pues acerca a ellos la marabunta humana de aquellos que necesitan llegar cómodamente a todos los lugares del planeta, sin estar acompañada tal proximidad del respeto debido, sin interactuar de un modo adecuado con el espacio observado, con sus habitantes no humanos quienes desde la colonización natural de esos últimos lugares son quienes tienen en verdad, todo el derecho a vivirlos.
Anaga debe continuar así, como se encuentra, tanto para nosotros como para las generaciones venideras.
Ya existen suficientes vías asfaltadas para llegar a sus aldeas y caseríos. Es necesario poner fin al asfalto en el paraíso, como lo es en el resto de la isla y de las islas. Pero hay una sinrazón anhelante que no piensa así, la del capitalismo enloquecido incapaz de detener su afán depredador y suicida. Ya lo estamos pagando todos los que vivimos y sentimos la isla, las islas. Y olvidamos que el capital, una vez agotado el recurso, una vez pierde interés, busca siempre nuevos refugios, nuevas inversiones dejando tras él, en los territorios explotados necesidad, miseria y paro, una tierra agotada, prostituída y mancillada, a la que se le extirpa y diluyen sus señas de identidad.
No se trata de catastrofismo esta reflexión, se trata de postulados vigentes en otros territorios que ya han sufrido la presión desmedida del sol, la playa y el dinero fácil para unos pocos.
No sé si somos conscientes, pero estamos perdiendo -en aras a un turismo que nada respeta porque nada siente más allá del sol y la playa-, los últimos espacios donde aún es posible disfrutar del silencio, donde las sendas recorren degolladas, laderas y lomadas flirteando con el vértigo que provocan sus abismos, donde el agua aún da vida al musgo, aún humedece la piedra volcánica, aún huele a agua, a vida, a esencia primigenia, donde el encuentro de nuestros cuerpos con el océano, desnudos ambos, sabe a intimidad, a disfrute pleno, por la soledad del paisaje y por su silencio, donde gritar aún supone un grito libertario de emoción y encuentro con nuestra esencia más pura.
Y este macizo, el de Anaga, denominado mucho antes Naga, es uno de ellos.
Al parecer, no hay duda en que el origen de este término es guanche-bereber.
Sólo doy fe de un registro bibliográfico consultado. Si desean ahondar en el abundante estudio toponímico, les recomiendo el trabajo sobre guanchismos de la Universidad de las Palmas de Gran Canaria o bien indagen en otras referencias bibliográficas. Yo, tras conocer diferentes significados dados al vocablo, me quedo con algunos que, a mi parecer, gozan de certidumbre por razones obvias. Así, su traducción como lugar en alto, el que está en la cima, o simplemente cima hace referencia a la cantidad de elevaciones que encontramos en este antiguo macizo -sólo en domos volcánicos, diecisiete se elevan en el macizo de Anaga-.
Cualquiera de ellos guarda relación con el lugar, pues es Anaga una sierra o un macizo, como quieran llamarle, formada por un territorio escarpado y agreste, donde los barrancos sorprenden por su potencia erosiva y donde los interfluvios, laderas y andenes provocan respeto y prudencia por su manifiesta verticalidad.
Tres encuentros he tenido con Anaga en diferentes etapas de mi vida y en los tres acompañado de extraordinarios amigos y compañeros de sendas y caminos.
Este último es el que dota de contenido y vivencias al presente artículo, es mi más reciente periplo.
Dos jornadas para disfrutar del corazón de Anaga y sus sendas. Dos jornadas para seguir un GR -Gran Recorrido-, tan singular que lo define un grupo de amigos con sus periplos por cada una de las islas.
Es Anaga para mí, guardián de la vida. Tres Reservas Naturales Integrales así lo confirman, al limitar con su singularidad legislativa, el tránsito por ellas. Vida que se manifiesta en su flora y fauna. Son casi cincuenta mil hectáreas de espacio marítimo-terrestre -algo más de quince mil terrestres, el resto marinas-, reconocidas como Reserva de la Biosfera -junio de 2015-, que albergan la mayor concentración de endemismos de toda Europa, formando parte del Corredor Biológico Mundial.
Este Parque Rural de Anaga -así lo contempla la Red de Espacios Naturales de Canarias-, nos permite recorrer de costa a cumbre y de cumbre a costa, pues casi todos los recorridos pondrán a prueba nuestras piernas subiendo y bajando ya que el desnivel acumulado será siempre elevado, la mayor parte de los ecosistemas propios de las islas.
Así, en la costa encontraremos lechugas de mar, perejil de mar y salados, salpicando de verde los riscos y las barranqueras, mientras que en los cauces de los barrancos crecen tarajales y palmeras canarias. Según ascendemos va tomando cuerpo el cardonal-tabaibal ocupando laderas y lomas. Pero nuestro periplo continúa y el bosque termófilo hace acto de presencia y los dragonales, sabinares y acebuchales nos ofertan sus bosquetes, destacando en las laderas con su cromatismo cambiante. La altitud dará paso al fayal brezal y casi sin darnos cuenta, en una transición marcada por la menor luminosidad y un frescor manifiesto, fruto de sus copas arbóreas, nos adentraremos en territorio de las lauráceas, una cubierta vegetal formada por decenas de especies arbustivas y arbóreas que forman la llamada laurisilva cubriendo por completo las zonas mas altas del macizo.
¡Cuántos ilustres viajeros acuden a mi memoria, admirados ante la belleza sin cuento de estos paisajes, verbalizado a través de sus palabras, registrado en sus diarios y sus crónicas!
Y es que Anaga, si algo necesita, es un control de su uso. Sabemos como hitos geográficos y biológicos como el Teide y sus cañadas, el roque Nublo y sus pinares, las dunas de Maspalomas y tantos otros espacios de todas las islas están afectadas por el tránsito continuo de millones de personas. Las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año personas de toda índole caminan por estos lugares, tras la magia y energía que encierran cada uno de ellos.
Camino del roque de las Bodegas, lugar donde tras su visita iniciaremos la senda que nos llevará a conocer una buena parte de este macizo, Taganana y el roque de las Ánimas nos acercan dos referentes esenciales en la identidad de esta serranía. El cultivo de la vid y la presencia de hermosos y ramificados dragos que señorean no solo este roque sino todo el camino que vamos a transitar, revelándonos la belleza y valor de un macizo único.
Si hay una imagen imborrable grabada en mi retina no es otra que la abundante presencia de dragos (Dracaena draco) dispersos por todo el territorio. Más de un centenar de dragos salvajes creciendo en las laderas de los barrancos recorridos.
Topónimos como Collada de los Dragos, Los Dragos, El Draguillo, Hoya Cruz del Draguillo, Punta del Draguillo, playa del Draguillo
hablan por sí solos de la generosa presencia de esta emblemática especie por el macizo de Anaga. Al viajero ocasional le sorprende la estrecha relación, el afecto y respeto que los habitantes de Anaga muestran hacia esta especie, y así, es rara la casa o la propiedad agrícola que no luzca con orgullo uno o más dragos en sus fincas o sus cercanías. Aporta paz su presencia, nobleza su porte y, si tenemos en cuenta la antigüedad de su género -especie relictual del Terciario, donde sus plantas formaban parte de los bosques subtropicales que se extendían por Europa- su figura es sinónimo de longevidad, fortaleza y leyenda, significando su presencia una esperanza verde que se perpetúa en el transcurso de los tiempos.
Oigo a los mirlos en las ramas de los dragos, es posible que disfrutando de sus jugosos y apetecidos frutos, y veo a sus pies discurrir el cañaveral por el barranco de Benijo, un tupido cañaveral que revela agua en sus nacientes y agua en el subsuelo.
Muchos topónimos hacen honor a otras especies de árboles y arbustos presentes en el macizo, autóctonos unos, es el caso de Mocán, barranco del Mocán, Palo Blanco, La Sabina, Collada del Almacigal, playa de Almáciga, Hoya de los Juncos, Collada Los Orobales, Cabeza del Tejo, hoya Los Loros, El Mocanillo, Ladera de la Jara, Lomo Los Pinos, Hoya del Barbuzano, collada La Sabina
introducidos otros, relacionados con el mundo agrícola y ganadero inherente a estos pagos: Los Morales, Higuera de Arriba, Higuera de Abajo, Lomo Los Codesos
Un poco antes del roque de las Bodegas iniciamos el camino. Un camino serpenteante en busca de la collada de los Dragos. Pequeño recorrido acompañado de cartografía propia, reconocido como Camino del Paso del Hediondo. En ascenso continuo, la altura nos proporciona hermosas imágenes de la costa que dejamos atrás. Pero el camino está cortado provisionalmente. Obras de mejora en el mismo nos obligan a retroceder y tomar el camino de Benijos.

El ascenso, por una vía o por otra, es inevitable. Destaca la blancura y armonía del caserío de Almáciga y la recortada línea de costa con el albor de la espuma del oleaje, donde playas de arena negra y cantos rodados se suceden. Playa del roque de las Bodegas, Playa de Almáciga, playa de Benijo, Playa Fabián
La playa de Almáciga se ha convertido en un paraíso surfero.
Frente a una costa poblada de roques y bajas que revelan su eterna lucha con el océano en un intento desesperado por formar una especie de avanzadilla indomable capaz de defender las tierras ganadas por el volcán, el pie de monte producto de la erosión de las lluvias sobre los barrancos y lomas nos ofrece impresionantes laderas de tierra y rocas que ponen en riesgo la perviviencia de las casas que se asientan bajo ellas, junto al la carretera, en el mismo borde marino, camino de Benijo.
El ascenso nos ratifica la potencia de la costa acantilada. La vegetación sorprende al profano, al que desconoce la evolución botánica propia de cada isla y por ello no identifico muchas de las especies que observo, maravillado por la admiración y respeto que provoca en mí la evolución biológica de los territorios insulares. Magarzas, tajinastes, cruzadillas, salvias, inciensos, siemprevivas, melosas, bejeques, matos de riscos, tabaibas, cornicales, vinagreras, hinojos y un gran número de otras especies desconocidas, se suceden en el camino y la mayoría nada tienen que ver en sus formas con las observadas en la isla de donde procedo, Gran Canaria. Es posible que sea la orientación donde se encuentran, la climatología propia, la composición del suelo
-¡son tántas las variables que desconozco la mayor parte ellas!-, pero las plantas observadas, es el caso de la magarza de costa, la vinagrera, el perejil de mar, difieren en su porte de las mismas especies observadas en mi isla pues, a simple vista parecen especies distintas. No es de extrañar pues que hasta plantas introducidas como las pitas, ni el colorido, la forma de sus hojas o el mismo porte difieran y así, las de este macizo se presenten más suculentas, frondosas y verdes frente al estoicismo, coloración grisácea y mayor tamaño y desarrollo, de las pitas observadas en la isla de Gran Canaria.
Las tabaibas dulces crecen robustas en los riscales y laderas, luchando contra la erosión continua de estas tierras inestables, con un sistema radicular potentísimo, tan potente que las raíces superan en grosor al mismo tallo y su longitud, increíblemente larga, consiguen sujetar la planta, adentrándose en la tierra, abrazándose a las rocas, a veces observándolas desnudas, desprovistas del suelo protector, más allá de una decena de metros del tallo de la planta.
Con la altura, la panorámica engancha. En la costa se suceden las bajas y los roques del Dieblo y los Roquetes. A la altura del roque de las Ánimas, la baja Grande, la Escupitina, el Morillo, la Loca, la baja del Palo, Galeón Grande, Galeón Chico, la Negra, la Ballena, el Mujiento, la baja El Tagoro, Navarrillo, La Pileta, todas ellas y todos ellos antes de alcanzar la playa de Almáciga.
No hay duda alguna en que el paisaje observado desde este camino es impresionante. Una buena parte de la costa norte de Anaga se revela ante nuestros ojos.
Llegamos a Benijo y seguimos el camino de Benijo dirección El Draguillo. Los dragos continúan siendo los heraldos de un paisaje donde la vegetación termófila se alterna con el fayal-brexal, cubriendo las elevaciones montañosas y los angostos barrancos con un manto vegetal cambiante y diverso.
La costa nos muestra el caserío de Benijo y en la línea de mar, a su playa le siguen la playa de Fabián, playa del Draguillo y playa de los Rempujos. Una nueva sucesión de roques pues la acción erosiva del océano es inagotable. Roque Carilo?, baja Santiago, baja Llana, roque Benijo, roque La Rapadura, Los Roquetes, baja La Serena, baja las Dos Hermanas
Una vez alcanzada la Cruz del Draguillo, siguiendo el PR-TF 6.3, seguimos el ascenso, camino de Chamorga -PR -TF 6. El camino se vuelve cada vez más exigente. Un letrero bajo la sombra de los árboles nos habla de fuentes, aquí llamadas chorros. El chorro del Laurel Rosa nos referencia un pasado donde buscar el agua en estos nacientes era una labor cotidiana de las gentes de estos pagos. A nuestra llegada al caserío de Chamorga, destacado núcleo poblacional del noroeste tinerfeño, los dragos señorean sus laderas, creciendo libremente. Son sus propios vecinos quienes repueblan la ladera con tan emblemática especie. Pago de arquitectura tradicional, nacido al amparo de la tala de madera a mediados del siglo XVIII, es un lugar ideal para refrescar la garganta con agua o, tal vez mejor, con una cerveza bien fría. Pero no es este un enclave de reciente ocupación. Ya la población aborigen hacía uso de estos llanos entre montañas y barrancos, gracias a sus abundantes aguas y generosos pastos, durante todo el año.
Poco queda de aquel pasado agroganadero de cabras y ovejas, vacas, burros y camellos -no he escuchado una esquila ni el rebuzno de un burro en todo el periplo-. Cambian los tiempos y la protección de estos espacios es mayor. Ha desaparecido la explotación forestal del bosque y es la apicultura una actividad que aún se mantiene.
Tras el descanso, discurre hasta la costa una senda cómoda, en descenso, conocida como camino de Roque Bermejo, senda que discurre paralela al cauce del barranco de Chamorga.
Nuestra ideas es más exigente y queremos continuar el ascenso siguiendo la senda del PR TF 6.1, en busca de Roque Bermejo pasando por el Faro de Anaga que, ya con orientación nordeste, nos ofrece extraordinarias imágenes de sus grandes roques, el roque de Fuera, con una singular silueta que nos recuerda la forma de un dinosaurio semisumergido en el Atlántico tinerfeño, y el roque Grande, más próximo a la costa. Imágenes que se vuelven más espectaculares e inolvidables si la ruta que elegimos para alcanzar roque Bermejo pasa por el abandonado caserío de Tafaya o Tafada y asciende la ladera -ascenso largo y exigente pero de impresionantes vistas-, en busca de la montaña de Tafada y, ya en descenso, el Faro de Anaga, para bajar luego por el camino de El Faro. Un panel nos habla del papel de las atalayas y aquí observamos una: la Atalaya de Tafada. Otras dos se encuentran en Igueste de san Andrés y en el Sabinal. Formaban parte de una red de alerta que, desde el siglo XVI al XIX, avisaban, mediante hogueras o banderas, de la llegada de flotas o navíos enemigos.
Alcanzado el faro, un camino discurre en busca del barranquillo El Moral. Barranco y Barranquillo desaguan en sendas playas, el de Chamorga en la del Roque Bermejo, el barranquillo en la del Muelle del roque.
Es la playa del muelle una playa de arena negra. El barco nos recoge camino de San Andrés. Apenas media hora para gozar con la visión de una costa salvaje. Se suceden Puntas, playas y desembocaduras de barrancos, éstos cubiertos de llamativo verdor. Apetece desembarcar en alguno de ellos y dejarse llevar por su naturaleza salvaje. Perderse.
Al pie de los acantilados, las cuevas marinas se suceden y el barco se aproxima a alguna de ellas para sentir de cerca su profundidad.
Caleta El Rincón, caleta El Marrajo, Punta El Drago, Puntilla El Viento son algunas de las calas y salientes que sugieren una costa sin antropizar, una costa virgen, apenas hollada más allá de las miradas procedentes de los barcos. La baja de Anosma esconde una playa con el mismo nombre y la Punta del Guincho, al pie del Risco El Guincho, disimula tras él, la cueva de la Mora, el callao de la Palmita y la baja Loca.
El periplo continua y una península destaca a nuestro paso, en ruta hacia San Andrés. Se trata del roque de Antequera que esconde tras su mole, Punta, playa y muelle con el mismo nombre.
Una decena de playas, otras tantas Puntas y calas se suceden hasta llegar a san Andrés, pasando antes por Igueste, su caserío, barranco y playa.
Pero el corazón del senderista, aunque la mirada esté embriagada de azul marino, permanece cautivo en los riscos de Anaga, en sus fugas y barrancos, en sus espacios abiertos y carácter indómito y desea que cuerpo y espíritu regresen a ellos para recorrer de nuevo los caminos del agua y del árbol, las sendas de la roca y las sendas de la vida. Deleitarse con los aromas que envuelve la naturaleza salvaje del macizo, sentir en la piel la impronta indeleble del aire puro, cargado de esencias naturales. Atesorar, pues de eso se trata, los recuerdos imborrables que provoca el tránsito por los últimos paraísos.