Siempre tuve una extraña fascinación por los árboles. Les tengo un enorme respeto, por su contribución a la Naturaleza y a la salud del medio ambiente. Me he pasado mucho tiempo admirando el porte y la dignidad de algunos árboles singulares, centenarios y hasta milenarios.
Dado que en la gran urbe no suele resultar posible tener un árbol en casa, a menos que uno disfrute de chalet con jardín o viva en un ático en el que se pueda colocar una o varias macetas grandes, en las que una especie arbórea pueda sobrevivir lo suficiente pese al reducido espacio para sus raíces, decidí aficionarme al cultivo de bonsáis, hace ya muchos años.
De alguna manera, percibo una cierta similitud entre la condición humana y la Arboricultura en general, pues las personas un día, de súbito, nos sentimos como

árboles gigantes, pletóricos y fuertes, con los brazos extendidos a modo de ramas y con potentes raíces ancladas en la familia y en la tierra.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, ya sólo somos capaces de ofrecer la imagen de un bonsái, especie empequeñecida que ha vivido muchos años ya, ha sufrido varias podas y trasplantes de maceta, y a la que han alambrado y pinzado muchas veces.
La vida de un bonsái se parece bastante a la de un amor frustrado, que creció justo lo que le permitieron, sufrió recortes en hojas y raíces y lloró por sus yemas. Esos amores imposibles o infelices son como pequeñas plantas maltratadas por manos inexpertas, que conducen sin remedio a la muerte prematura.
Un bonsái, como un amor, no es un juguete. Ambos son responsabilidades que debemos asumir con seriedad. Necesitan de nuestra atención y cuidados constantes. Hay que regarlos y abonarlos, adecuadamente, para que puedan florecer y dar fruto. No se pueden dejar sin más sobre una mesa dentro del salón o en una ventana orientada al sur en verano, porque corren un grave peligro.

Una enorme sensación de tristeza me ha embargado cuando, sin duda por falta de pericia o por descuido, se me ha muerto un bonsái tras varios años de cultivo. Otras veces, me he sentido muy feliz cuando he visto revivir a un arbolito después de un agudo episodio de "stress" hídrico o recuperarse de las negativas consecuencias de una helada.
He llegado a tener un buen número de bonsáis de diferentes especies arbóreas y los he visto pasar las distintas estaciones del año, con sus sucesivas etapas vegetativas, echando hojas, mostrando sus pequeñas flores y hasta dando frutos, en algunos casos. Siempre me ha gustado observar el engrosamiento progresivo de sus troncos y ramas, imaginando que, si hacía bien la tarea, esas pequeñas maravillas podrían llegar a vivir decenas de años desde que enterré las semillas o los esquejes.
Alguien dijo una vez que la amistad y el cariño son como una planta que puede llegar a hacerse enorme. Yo sólo quería decir que, si eso es así, por desgracia muchos supuestos grandes y apasionados amores se quedan simplemente en bonsáis, al cabo de un corto período de tiempo. Aún así, yo sugiero intentar mantenerlos con vida porque más vale ser una planta viva, aunque sea de porte pequeño y no excesivamente reluciente, que ser una maceta solo llena de tierra, tal vez estéril.
Fotografías del autor del artículo.