Mis calles
El chico del niki rojo - miércoles, 19 de junio de 2024
Cuando uno ha vivido en diferentes ciudades, siempre ha estado más ligado a una calle en particular, ya sea del centro o de la periferia.
He aprendido mucho observando a la gente, día tras día, en aquellas calles, en todas ellas. Una vez viví en un barrio llamado "La Soledad". Sin embargo, nunca me he sentido más acompañado que allí. Daba gusto que sus habitantes te saludasen al pasar cada día y ser invitado a tomar asiento un rato para charlar o beber un vaso de vino o una cerveza.
En el mes de septiembre, la calle principal de aquel barrio era una fiesta durante varios días. La vecindad, integrada por personas humildes, sacaban mesas y sillas fuera de sus viviendas y celebraban juntas su mutua amistad. Yo solía regresar de viaje cada año por esas mismas fechas y nunca olvidaré la acogida que me dispensaban todas esas familias nada más llegar.
También recuerdo bien la calle en la que pasé toda mi infancia y mi adolescencia, con sus aceras siempre concurridas, pues pocas calles de esa ciudad tenían tantos comercios y bares. No podría contar las veces que subí y bajé sus empinadas pendientes, ni los trayectos de autobús, ni los tragos de agua que bebí de su fuente, ni la cantidad de portales en los que me resguardé de la lluvia en primavera o del abrasador calor que despedía el asfalto cada verano.
Los chavales conocíamos de memoria un montón de nombres de calles de nuestro barrio y acostumbrábamos a pasear por la mayoría de ellas, cada vez ampliando nuestra ruta, nuestro horizonte. Andando y andando sin cesar, cruzábamos la frontera del entorno conocido para adentrarnos en el bosque de ladrillos de la gran urbe.
Entonces presumíamos ante otros chicos de saber llegar caminando a tal o cual sitio y de ser incapaces de perdernos. Éramos un grupo de incansables exploradores urbanitas, que se sorprendían a sí mismos por haber llegado tan lejos, a base de kilómetros a pie, apretando los dientes y los cordones de los zapatos, al percatarse de que aún quedaba otro largo trecho por recorrer, de vuelta a casa.
Ahora ponen nombres a las calles de las urbanizaciones de chalets adosados que crecen como hongos en las afueras de las ciudades. Pero esas no son realmente calles para mí, porque apenas tienen vida. Sus vecinos no suelen entablar conversación alguna, salvo raras excepciones, ni están atestadas de tiendas en las que detenerse a soñar ante cualquier escaparate, ni hay pobres pidiendo limosna, ni discotecas, ni bares, ni clubs de mujeres "malas", como había en las calles de mis tiempos juveniles.
He vivido en calles de ciudades en las que, al salir del portal de mi edificio, el sol me cegaba cada mañana o el viento helado del invierno me cortaba el cutis como una cuchilla. Calles en las que aparqué mi viejo coche, al que traté mal y desapareció entre los hierros de cualquier desguace. Calles en las que las acacias me regalaban "pan y quesito" en primavera. Aceras por las que machaqué pares y pares de zapatos y calzadas empedradas en las que manché de barro muchos calcetines y pantalones.
Calles en las que nos encontramos tantas veces y ayudamos a cruzar a señoras, niños y ciegos. Calles ruidosas, bulliciosas y luego mudas de madrugada, cuando el peligro acechaba en cada esquina, durante los crudos inviernos, con o sin copos de nieve sobre el pavimento. Esas eran mis calles y ahora no consigo identificarme con las que frecuento. Tal vez he cambiado yo y no ellas. Quizás todo lo que me rodea se haya modificado, sin darme cuenta. Seguro que eso ocurre por vivir en un mundo que ya no es el mío.

El chico del niki rojo
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