Cuando la felicidad está en cada uno de nosotros
Dedicado a las personas que disfrutan de la vida sentados sobre una roca, observando el mar,
un paisaje cualquiera, un amanecer o una puesta de sol o bien inclinados sobre una planta,
admirados de su floración, su porte o su belleza, o siguiendo con la mirada el vuelo de las aves
o enfrascados en la lectura de aventuras y sueños de escritores que revelan en libros sus particulares
universos, y a todas aquellas que son felices, sin necesidad de mayores aspavientos.
Es fácil identificarlos, hay armonía y equilibrio en sus miradas pues se saben dueños de pequeños
tesoros emocionales que les alegran la vida. Sólo necesitan eso, alimentar su sensibilidad.
No concibo algo más triste que levantarse un sábado o un domingo con el pensamiento puesto en pasar el día, acaso unas horas nada más, en un centro comercial.

Cuando la felicidad que pretendemos está mediatizada por un consumo sugerido, no podemos ser felices. Cuando, sin necesidad alguna, dirigimos nuestra pérdida de tiempo a cualquiera de los grandes centros de consumo, la sociedad tiene motivos suficientes para preocuparse.
Quiero acercarles en este artículo la belleza. Cierto que es literaria, pero es este mundo del papel y la letra impresa uno de los lugares donde yo consigo la armonía y el equilibrio que pretendo. No se asusten, no es más que un modo del millón de maneras que cada uno tiene de cultivar su sensibilidad, su armonía, su alegría de vivir. Esta es una de las mías, nada más.
Si inicio este artículo así, es para que ustedes no releguen a planos secundarios sus aficiones, sus gustos, sus pasiones, sus intereses a la hora de buscar la armonía y el equilibrio que todos necesitamos.
Cuando lo conseguimos, ¡cómo cambia la forma de sentir el día! ¡cómo se ilumina nuestro rostro!
Y así es, vemos la vida desde una concepción diferente, donde la sensibilidad cultivada manifiesta una manera más interesante y gozosa de vivir. Si lo conseguimos -todos, con poco que nos esforcemos, disponemos de estrategias para ello-, tal vez entonces podremos hablar de ese término fugaz, equívoco y camaleónico llamado felicidad, lejos, eso sí, de los manidos parámetros utilizados hasta la saciedad por los gurús comerciales y sus estrategias de marketing, aquellos que nos aseguran que la felicidad se encuentra tras el uso y abuso de un consumo desaforado, infinito y eterno de objetos inútiles e innecesarios que antes de salir de la cueva de Aladino, muchos de ellos ya están obsoletos.
Vuelvo al principio, al nirvana que supone para mí la siguiente escena. Escena que repito con una fe inquebrantable todos los amaneceres, cuando la luz aún no ha hecho acto de presencia y por consiguiente, incapaz tal placer de negarme momentos emocionales que alimentan mi espíritu, fortalecen el cuerpo y provacan serenidad, consciencia, armonía y equilibrio. Me refiero a la belleza indescriptible de los amaneceres, cuando tras ellos somos conscientes de un nuevo día para vivirlo con la intensidad que nos gusta, y por la noche, tras los atardeceres, cuando la jornada declina con la puesta de sol y el cuerpo se relaja y sosiega, buscando recuperar fuerza, esperando el sueño que le proporcionará la energía necesaria para iniciar un nuevo día, que será siempre diferente, enriquecedor, emocionante, pues el futuro del mismo, sus horas, minutos y segundos no son más que una hoja en blanco que escribirermos poco a poco, mientras esperamos la llegada inexorable de un nuevo atardecer.
Hoy inicié la jornada de esta manera:
Seis y cuarto de la mañana, noche cerrada. Suena el despertador. Sólo suena una vez, pues mi mano lo apaga para respetar el descanso de quien está durmiendo.
Luego, mientras una mano busca la luz del cuarto tras la cabecera de la cama, la otra tantea la mesilla en busca de un libro y en mi caso, unas gafas de lectura.

No necesito lavarme la cara ni necesito levantarme aún. Me arropa el calor del lecho y me gusta así, con la mente relajada, virginal aún su estado, tras la función reparadora de un buen sueño.
Leo:
"En Corazón de María vivían, no hace mucho tiempo, un padre y un hijo conocidos como los Eremites, si acaso porque los dos se llamaban Euremios. Uno, Euremio Cedillo; otro, Euremio Cedillo también, aunque no costaba trabajo alguno distinguirlos, ya que uno le sacaba al otro una ventaja de veinticinco años bien colmados.
Lo colmado estaba en lo alto y garrudo de que lo había dotado la benevolencia de Dios Nuestro Señor al Euremio grande. En cambio al chico lo había hecho todo alrevesado, hasta se dice que de entendimiento. Y por si fuera poco el estar trabado de flaco, vivía si es que todavía vive, aplastado por el odio como por una piedra; y válido es decirlo, su desventura fue la de haber nacido.
Quien más lo aborrecía era su padre, por más cierto mi compadre; porque yo le bauticé al muchacho. Y parece que para hacer lo que hacía se atenía a su estatura. Era un hombrón asi de grande, que hasta daba coraje estar junto a él y sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada."
Cada mañana, una pequeña dosis de buena lectura supone la mayor cura de humildad que una persona puede darse si desea iniciarse o se ha iniciado ya en el placer de escribir. Es este mi caso.
Pero, cuando las apetencias no son las de un aprendiz de escritor sino de un lector empedernido, la lectura se vuelve bálsamo reconfortante y desconozco un modo mejor de iniciar el nuevo día, pues tras depositar de nuevo el libro en la mesilla, me encuentro presto a disfrutar del albor diurno, esa luz que iluminará el día y que viene precedida por la infinita y cálida paleta cromática que acompaña cada amanecer.
El magistral párrafo que les he traído forma parte de un relato: "La herencia de Matilde Arcángel", y su autor Juan Rulfo es un referente esencial en los pilares básicos sobre los que uno intenta cimentar sus emociones, reflexiones y análisis de la vida y sobre la fugacidad o no de las acciones que nos definen y modelan, que nos hacen individuos, con nuestras luces y nuestras sombras, con nuestros logros y nuestras miserias.
Pero es sobre todo belleza. Es un viaje a través de unas palabras que me llevan a paisaje perdidos, escenarios de antaño, al imaginario del escritor capaz de conseguir con sus escogidos vocablos que los Eremios penetren en mi imaginación, ocupen su espacio y respiren. Inmerso en el texto, vivo la escena y siento la repulsión y el odio en sus personajes, sé de sus cuitas, de su aliento y sólo la inminencia del amanecer me obliga a cerrar el libro para continuar la lectura más tarde, tal vez al anochecer.
Pero este artículo aborda también la simplicidad de las cosas, la sencillez necesaria para el disfrute de los placeres cotidianos.
Y así, no es necesario ser ornitólogo para disfrutar de la emoción del encuentro con un ave, con una bandada o con la armonía musical que nos sorprende y embriaga. Como no es necesario ser filólogo ni experto en literatura para goza de un libro. No es necesario ser botánico para disfrutar con la belleza de una planta, ni geólogo para asombrarse ante la grandiosidad de una montaña, una playa o un barranco.
No hace falta saber y conocer en profundidad áreas o temas específicos -aunque jamás me oirán hacer apología de la ignorancia- sino ser y sentir, pues es la sensibilidad de cada uno, abierta a tantas sensaciones que nos oferta la naturaleza, el ser humano y la vida quien convierta cada afición, inclinación o interés en aperturas a ese estado de ánimo, a ese equilibrio emocional tan indefinido como esquivo, que bautizamos como felicidad.