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Fuerteventura

domingo, 10 de marzo de 2024
¡Esta es mi Atlántida! ¡Esta es mi ínsula Barataria! -reconoció Miguel de Unamuno durante su estancia
en la isla. El presente artículo lo dedico a quien conjugó en Fuerteventura, fortuna con infortunio.

Fuerteventura
Planaria -tierra llana, sin notables elevaciones-, Capraria -territorio con abundancia de ganado caprino-, fueron las denominaciones utilizadas por los romanos para referirse a la isla majorera.
Más adelante el nombre sería Erbania, término derivado de Ar-bani -la pared-, al parecer en clara referencia a un muro defensivo construído en la península de Jandía para separar dos reinos o cantones aborígenes majoreros. Maxorata al norte -reino de Güise- y Jandía al sur -reino de Ayose-. De dicha pared de piedra seca sólo se conservan algunos tramos de alturas que no llegan a un metro y anchura aproximada de cincuenta centímetros. Hay sólidas dudas sobre si esta muralla no definiría en realidad un espacio comunal para el ganado de las dos reinos y que los límites territoriales de ambos cantones los marcaran el barranco de la Torre y la playa del Jurado.
Sea como fuere, la denominación tras la conquista fue de Fuerteventura y puede que no sea erróneo que obedezca a la castellanización de una expresión francesa que al parecer exclamó el conquistador normando Jean de Bethencourt a su llegada a la isla; Quelle forte aventure!
Sería esta la nueva denominación de una isla que conocemos por tal nombre, rendida a Jean de Bethencourt y Gadifer de La Salle en 1405.
Sea esta la explicación adecuada, sea cualquier otra, me encuentro recién llegado del islote de Lobos y mi objetivo es continuar el periplo iniciado en La Graciosa siguiendo, a mi modo particular de interpretarlo, el GR 131.
En Corralejo tiene su inicio -lugar cuyo denominación obedece a un topónimo derivado de corral, al parecer referido a los montículos y pequeños círculos que forman las plantas de balancón (Traganum moquinii) en la fijación de los espacios arenosos, abundantes en el inmenso arenal que ocupaba esta franja dunar en aquel paisaje primigenio, y cuya forma recibe aquí el nombre de corralejos-, y en la punta de Jandía el final del periplo.
Iniciamos el trayecto en una pista reconocida como carretera ecológica en un panel situado en su comienzo, pista ancha realizada con polvo de vidrio y otros materiales, apelmazada y amalgamada con algún tipo de aglutinante y apta para el paso de senderistas y ciclistas. Sabremos de su éxito con el paso del tiempo pues a primera vista da la sensación de ser un firme fácilmente alterable por las escorrentías y por el tránsito continuo de practicantes de ambas modalidades deportivas. Quiero pensar que no estará abierta al tráfico rodado pues, de ser así, se arruinaría en muy poco tiempo. Acude a mi mente otra alternativa, mucho más económica e integrada perfectamente con el entorno por donde discurre, y no es otra que tal mejora se hubiese realizado con el mismo sustrato, compactándolo, nada más, simplemente definiendo sus bordes, asegurando su firme, dotándole de arcenes y aliviaderos para las tan escasas como eventuales lluvias, pero no dejo de reconocer que la economía verde es un futuro muy actual y que se ha vuelto enormemente atractiva para las empresas de siempre y, ante los cambios exigidos en materia de protección medioambiental -empiezo a sospechar que todo es una operación de puro marketing-, donde antes alquitraban con asfalto y hormigón, ahora, enfundándose el mono de ambientalistas, trabajan con pistas menos agresivas y menor impacto ambiental. Sin lugar a dudas son estas actuaciones "blandas", nuevas golosinas para unos empresarios y unos políticos que, de un modo u otro -en el campo de la ocupación y tratamiento del territorio, en el campo energético, en la gestión turística, etc. etc. etc.-, promueven la intervención sobre el territorio, sea del tipo que sea.
La ascensión a la montaña de San Rafael me permite desarrollar esta primera etapa majorera fuera de la pista señalada por el Gran Recorrido. Pista que discurre bordeando la alineación de conos volcánicos -conocida como alineación del Bayuyo-, hasta el pueblo de Lajares.
FuerteventuraEn esta primera parte de la senda, justo antes de iniciar el ascenso al cono, observo como el ser humano ha desarrollado una técnica de aprovechamiento de los terrenos generados al pie de los conos y que se extienden por el horizonte hasta alcanzar el cauce de pequeños barrancos y barranqueras, evitando la pérdida del suelo generado, estabilizando el terreno, dotándole de horizontalidad y favoreciendo la retención de las escasísimas aguas procedentes de unas lluvias que apenas llegan a esta tierra de climatología desértica. Se trata de largos y escalonados muros de piedra seca realizados paralelos a las curvas de nivel de los conos que los gestaron. Estas amplias zonas parceladas, apropiadas para cultivos de secano, reciben el nombre de nateros.
Es sintomático -me refiero, claro está, a la falta de mantenimiento-, que al inicio de la subida a la montaña de San Rafael, un cartel aparezca roto y tirado en el malpais. Curioso, me acerco buscando la información que contiene e identifico en él, la imagen de un guirre en vuelo, ave que goza de sus mejores poblaciones en Fuerteventura pero que durante esta primera etapa no llegaría a observar ejemplar alguno.
Cierto es que el GR-131 oficial -del que no faltarán postes indicativos en todo el periplo, identificándolo con la pintura de dos franjas paralelas: blanca arriba, roja debajo-, reconocido como Camino Natural de Corralejo a Punta de Jandía, busca la comodidad del trayecto, su fácil accesibilidad y para ello huye de pendientes acusadas y terrenos inestables. Su objetivo no es otro que hacerlo asequible y seguro para la mayoría de la población.
Mi GR-131, en cambio, ascenderá y descenderá todos los conos que encuentre en el camino. El acusado esfuerzo se verá recompensado por las panorámicas disfrutadas desde las excepcionales atalayas que me proporcionan sus cimas, permitiendo observar al detalle gran parte del norte de la isla, al tiempo que mostrándome la belleza propia de cada cráter, sus paredes, pendientes, su fondo, la vegetación y la fauna asociada al mismo...
Este periplo me llevará a observar esta serie de conos volcánicos como parte de una alineación de bocas eruptivas, en dirección noreste-suroeste, iniciada en la montaña Colorada, próxima a Lajares, extendiéndose hasta la montaña de la Caldera -no entiendo el porqué se identifica con esta denominación en todos los paneles y cartografías observados en el camino y la vigente y actual planimetría de GRAFCAN la registra como La Caldera de la Montaña-, y culminando la fractura volcánica en el islote de Lobos con la también denominada montaña de La Caldera.
Una vision aérea nos muestra la perfecta alineación de estos conos, conos que por orden de recorrido son los siguientes: montaña de San Rafael -Morros del Perro en la cartografía actualizada de GRAFCAN-, la montaña de Bayuyo, la Degollada Encantada, Las Calderas, La Caldera Encantada, caldera Rebanada, Calderón Hondo y por fin la montaña Colorada. Toda esta terminología toponímica recogida en la cartografía de IDEC (Infraestructura de Datos Espaciales de Canarias), no siempre coincide con la registrada en los paneles ubicados a lo largo del camino.
Cuando, abandonando la pista “ecológica”, inicio el ascenso a la montaña de San Rafael, en dirección norte observo dos conos volcánicos aislados, alineados entre ellos en una alineación paralela a la que estoy recorriendo. Se trata de la montaña de la Raya y la montaña de Lomo Blanco que destacan con su colorida tonalidad del inmenso mar de cascajos color ocre pálido que los rodea, identificado cada tramo con diversas denominaciones cartográficas: El Espigón, Laderas de la Vera. Los cotos Tamboriles, coto de don Salvador, Las Vistas, Llanos del Dinero, Laderas del Purgatorio… extendiéndose hasta perderse en el arrecife costero que, desde el núcleo urbano de Corralejo, al norte del territorio dunar, hasta la playa del Majanicho, se vuelve guardián celoso de la biodiversidad que alberga, verdadero paraíso para las aves esteparias, costeras y migratorias. Contrasta este territorio hiperárido con la azulada franja oceánica que observo tras él. Complementa el paisaje, elevándose sobre el horizonte oceánico, el azul desteñido de un cielo desdibujado, fruto de la calima, el calor y la distancia.
Es una interrogante para mí, observar como conos volcánicos surgidos uno junto a otro presentan, sin embargo, corrientes lávicas que discurrieron en direcciones opuestas. Así, la salida natural de materiales volcánicos del cráter de la montaña de San Rafael muestra una amplia abertura hacia el este y, justo a su lado, la montaña de Bayuyo abre su cuenca de desagüe en otro sentido, hacia el norte. Algo similar sucede con los conos que recorro a continuación, unos tienen la abertura de sus cráteres en clara dirección Este-sureste y la montaña Colorada en dirección Norte-noroeste. Mis escasos conocimientos vulcanológicos no me permiten emitir interpretación alguna, así que observo, disfruto y relato.
Es por ello que destaco en este artículo otras variables que pongo en valor, una es la estética paisajística de cada uno de estos volcanes y la espectacularidad de las panorámicas que sus cimas ofertan y otra hablar de la exigencia y dificultad de las sendas que nos permiten acceder a las mismas. Se trata de una serie continua de subidas y bajadas que ponen a prueba no sólo músculos y articulaciones de los caminantes sino su forma física en general, su resistencia y respuesta al vértigo y al empuje constante de un viento que azota con inusitada fortaleza en sus vertientes norteñas.
Todos los cráteres que observo en el periplo gozan de una belleza extraordinaria. La más completa gama de colores rojos y negros se despliegan en su interior, revelándonos el paroxismo de cada volcán en un pasado no tan lejano, geológicamente hablando -hablamos de un período entre cincuenta mil y ciento treinta mil años-. Observando con calma su interior, el cráter de San Rafael presenta zonas de un sorprendente color blanquecino que contrastan con el resto de materiales volcánicos emitidos. El estado de conservación de estas paredes, la inaccesibilidad de las mismas y la prohibición de abandonar el sendero sólo permiten elucubrar al viajero neófito sobre las razones o las causas que justifican estas variaciones cromáticas. Pero no sólo es este cráter quien nos sorprende, a lo largo del recorrido nos encontraremos con singularidades propias en cada uno de los conos observados.
Cierto es que los bordes de los cráteres presentan una estructura más rocosa y compacta. La erosión ha eliminado las cenizas volcánicas de sus estructuras, los materiales escoriáceos más débiles y fragmentados y sólo permanecen aquellos materiales lávicos que por su cohesión y fortaleza permanecen sin mayor alteración más tiempo. Esto favorece la formación de curiosos solapones, pequeñas ventanas y arcos en sus estructuras, socavones y cuevas que hacen de nuestro paso junto a ellas, un placer añadido, una circunstancia que une armonía y estética en un encuentro emocional lúdico y placentero.
Al pie del primer cono volcánico observo un enorme y extenso territorio alterado por las extracciones de áridos. Aquí y allá surgen pequeños montículos que bien pueden obedecer a pequeños hornitos, ahora muy desmantelados, ubicados sobre la línea de fractura antes indicada, bien a grandes acumulaciones de materiales volcánicos producto del enorme volumen de materiales extraídos. Me inclino hacia la hipótesis de pequeños hornitos, similares a los encontrados en el islote de Lobos, pues observando el paisaje que se extiende hasta la costa, más allá de la zona de explotación, el territorio sigue salpicado por estas pequeñas y peculiares elevaciones.
Ante la vista de tan amplio espacio transformado, es esencial tener bien definida la superficie de explotación y ejercer una estricta vigilancia para así preservar las zonas inalteradas. Es importante dicha observación porque todos los conos que vamos a recorrer presentan, en una cara o en otra, mordidas de diferente tamaño, práctica que ha sido muy habitual en todas las islas cuando no existía control alguno sobre la actividad minera en estos edificios volcánicos y se buscaba el mayor provecho con el menor gasto, de ahí las catas en todos los conos.
Más allá de la zona de extracción se extiende el núcleo urbano y el muelle de Corralejo y tras él, en el océano, se perfila la silueta de la isla de Lobos, nuestro anterior recorrido.
A nivel biológico, de la dureza extrema de estes paisajes puramente escoriáceos nos habla la inexistencia generalizada de plantas arbustivas. Sólo una es capaz de prosperar y morir en estas laderas azotadas por el viento: el espino de mar (Lycium intricatum), cuyos restos orgánicos, en forma de secos esqueletos blanquecinos, observo durante todo el periplo. Es cierto que la sequía sufrida es severa, pero sólo algunos ejemplares mantienen un hálito de vida, soplo vital que se revela en unas pocas hojas o en flores aisladas, fruto de la escasa humedad que les proporciona el frescor de la noche.
Sin embargo, son estos conos un paraíso para el mundo liquénico. Son tantas las especies que observo y no identifico que me quedo con la policromía que me ofertan, riqueza cromática que convierte cada piedra observada en una obra pictórica impresionista. No es casualidad que las islas alberguen más de un millar y medio de especies liquénicas y que un buen número de ellas sean endemismos insulares.
En el cielo, un ave hace acto de presencia en todos los conos volcánicos. Se trata del cuervo (Corvus corax canariensis), especie endémica de gran fortaleza aérea, capaz de domeñar los requiebros del viento y disfrutar del vuelo ante estas corrientes cambiantes.
Me siento, al abrigo del viento, justo antes de iniciar el descenso de la caldera Rebanada, camino del llano previo a la subida al Calderón Hondo. Invita a ello unos curiosos solapones a modo de olas petrificadas. Es hora de saciar una sed impuesta por el rigor del paisaje. Mis manos registran el interior de la mochila en busca del libro viajero que me acompaña por las islas: “El archipiélago nómada”, de José Luis González Ruano. Busco el capítulo dedicado a esta isla: “La ruta del naufragio hasta el desierto de Vigocho”. El marcapáginas registra esta frase: “Impresiona la aridez extrema de estas paredes de lava”. El caso es que no se refiere a Fuerteventura, pero es curiosa la similitud con estos paisajes recorridos. La frase pertenece a otro libro: “Ka i ak. Una isla, una piragua y unas botas de montaña”. Guardo el marcador para protegerlo del viento y disfruto de las palabras de José Luis:
“Fuerteventura es la orilla africana del archipiélago nómada, la isla que aproxima la visibilidad del continente. La primera huella oceánica, alargada y seca”.
Recupero el marcador, lo coloco en esta página y devuelvo el libro a su lugar, proseguiré su lectura al final del periplo. Otro trago de agua y me pongo en pie. Quiero continuar.
La primera impresión del Calderón Hondo -278 metros de altitud y 70 metros de profundidad su cráter-, es encontrarme con un hito volcánico convertido en reclamo turístico. Me sorprende, tras el periplo realizado en solitario, la masiva presencia de decenas de personas desfilando en línea, como una formación de hormigas, en busca de su objetivo final: el mirador de la Caldera. Es difícil alejar de la mente recuerdos similares observados en ésta y otras islas y que hablan de la elevada afluencia de visitantes a lugares concretos, soportando una capacidad de carga que supera lo deseable, recordemos que en la mayoría no hay límite ni control alguno.
Sirva de ejemplo la presión humana que sufre el roque Nublo en la isla de Gran Canaria con la subida diaria de mil quinientas a dos mil personas. No es una cantidad aproximada, es un registro oficial que estima en algo más de medio millón de personas al año las que acceden al Nublo.
Volviendo al Calderón Hondo, este cono volcánico se ha preparado para recibir una afluencia masiva de visitantes. Se dotó, turísticamente hablando, de zona de aparcamientos y pistas de acceso de las que parten cuidadas y atractivas sendas de piedra muy bien trabajadas que conducen sin mayor dificultad, tanto al borde del cráter como a un pequeño reducto etnográfico: un par de casas de pastores, corrales para atender y guardar el ganado, muros de piedra seca que, o bien delimitan propiedades o protegen parcelas cultivables en otro tiempo: los arenados. Hablamos del pasado en cuanto al uso ganadero y agrícola, pero estos vestigios recuperados y restaurados significan, en la actualidad, un buen reclamo turístico para la isla.
No es necesario llegar con la marabunta humana para ser conscientes del daño que su presencia y falta de control ejerce sobre el ecosistema. Un ejemplo: centenares de ardillas morunas (Atlantoxerus getulis) pululan por doquier. Comen de la mano del visitante, beben agua en los bebedores habilitados para ellas y procrean sin control alguno pues es un animal atractivo, a primera vista no es agresivo y para los visitantes significa un estímulo visual en un paisaje que se les antoja árido, una zona desértica de lava y sequedad. A nadie se le ocurre pensar que se trata de una especie invasora, que debería controlarse su población -se estima en un millón de ardillas presentes en la isla- o erradicarse, si fuera posible. Pero esta no es la realidad, muy al contrario, se trata de un animalito simpático, divertido, que gusta y la gente se encuentra muy satisfecha de verlo y agradece su presencia haciéndoles fotos y facilitándole alimento.
Siguiendo nuestro periplo, encontramos en el Calderón Hondo muy definida la senda que bordea el cráter, una ruta que permite circunvalarlo en su totalidad y regresar de nuevo al mirador habilitado. Existe igualmente otra senda que hace el recorrido del borde del cráter por su cara interior. Ambos senderos revelan el uso continuo de los mismos y el impacto de la masiva afluencia de personas al edificio volcánico. Sé que yo soy en este momento uno más ejerciendo presión sobre el edificio volcánico, pero también sé que no llegué en coche ni ascendí por el “puente de plata” que lleva al mirador. Yo realizo una travesía más dura, menos impactante y para ello me desvío por una senda bien definida que se encuentra habilitada en su cara norte, iniciando así un breve descenso que me conduce a la degollada que permite abordar el último cono antes de culminar esta etapa en el pueblo de Lajares o Los Lajares. Me refiero a la montaña Colorada. Una pista que destaca en la distancia por los materiales que componen su suelo -un profundo color rojizo-, discurre al pie de la montaña, tras terminar el sendero. Supe entonces, por la cartelería asociada a “Caminos naturales de Fuerteventura” y que se encuentra al pie de este cono si accedemos a él partiendo del pueblo de Lajares, de la prohibición de tránsito por la parte alta de esta montaña, al igual que del descenso al interior de su cráter y también de la prohibición de hacer la ruta de este cono y el Calderón Hondo a través de sus cimas. Ante el desconocimiento involuntario, estimo necesario un panel con información semejante cuando se pretenda abordar estos conos, partiendo de Corralejo.
Me detengo ante dichos paneles pues ofertan información esencial a la hora de conocer la geología de la zona, su historia agrícola y ganadera y las prohibiciones específicas que luego no están acompañadas con una rigurosa vigilancia. Algunas como: No acampar, no arrojar basura, se cumplen en general, pero otras como no alimentar la fauna salvaje, no salirse del sendero habilitado, no bajar al cráter, no hacer grabados o no hacer monolitos, depende de la educación y respeto de cada uno de los visitantes y no podemos negar que algunos desaprensivos hacen vista gorda de estas prohiciones y sus actos quedan reflejados en los atentados medioambientales que observamos in situ o en redes sociales y que, en la mayoría de los casos, quedan impunes. Es cierto que se trata de un espacio natural sensible de gran valor como reconoce otro panel, pero sin vigilancia, aunque esté traducido a todos los idiomas, no se respeta y valora como tal.
Un repaso a las sendas recorridas nos hablan de sustratos diferenciados que imprimen a cada una de ellas tonalidades específicas y así, la senda puede mostrarnos tonalidades negruzcas, tornarse luego en una coloración amarillenta y culminar la marcha, como es este caso, con una fuerte coloración rojiza al final del periplo.
La presencia de bisbitas camineros al llegar al llano confirma que, junto al cuervo, son de las aves más frecuentes y fáciles de observar en el tramo recorrido.
Es Lajares un bonito pueblo de casas blancas a las que acompaña el verde de sus jardines y árboles. Visto desde la montaña Colorada se observan núcleos urbanos más o menos dispersos, agrupados en un armonía urbanística que le imprime identidad de pueblo blanco. Los espacios no edificados corresponden a terrenos, cultivados unos, otros sin cultivar, que muestran homogeneidad en la práctica del arenado.
Es la hora de sentarse a tomar agua, queso, un vino de esta tierra y algún plato de cuchara -he leído al llegar, que se elabora un buen vino en Tefía en la bodega más pequeña de Canarias y un extraordinario queso en la Ampuyenta, intentaré probar ambos-.
Noto el cansancio derivado de la continua subida y bajada de estos conos volcánicos, seis en total. Cierro los ojos mientras estiro piernas y brazos. Siempre es recomendable algunos ejercicios para relajar la musculatura. Rememoro en unos minutos el periplo realizado y el placer que siento es enorme. No tengo duda alguna, mientras las piernas respondan y el corazón lo permita, El Camino de Canarias seguirá siendo mi Ítaca a donde no quiero llegar.
Los primeros versos del poema de Konstantino Kavafis me recuerdan siempre que el placer y objeto del viaje, siempre está en el periplo no en su término:
Cuando emprendas tu viaje a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.


José Manuel Espiño Meilán, escritor y caminante.
Espiño Meilán, José Manuel
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Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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