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Lanzarote

domingo, 11 de febrero de 2024
Dedicado a un hombre azul, capaz de imaginar la isla incinerándose a sí misma,
obstinada en ocupar su espacio para no ser devorada por el océano.

"Siento la necesidad de esperar sobre una roca negra, hasta que aparezcan los primeros pájaros cansados de sus viajes y reposen sobre la lava liberando las semillas del renacimiento" -manifiesta el escritor José Luis González Ruano en su capítulo Lanzarotededicado a Lanzarote, bajo un peculiar título que guiará mi periplo hasta la salvaje costa de El Golfo, la montaña de El Golfo, la laguna de los Clicos y la Peña del Guincho en el capítulo: "Revelaciones de la lava en la laguna verde de los Clicos".
Estoy regresando de La Graciosa en el primer barco de la mañana y, en la travesía, un par de pardelas en vuelo rasante mimetizan su plumaje con los reflejos del agua. Mientras, su estela dibuja un curvilíneo trazado sobre el océano y recortan sus siluetas las gaviotas patiamarillas en el oscuro paisaje de los riscos de Famara.
A mi llegada a Órzola me espera un barranco apenas visible en su desembocadura, pues su escaso cauce desaparece bajo la carretera que termina en el muelle, tan imperceptible que ni siquiera tiene un nombre reconocido. En el iniciaré la segunda etapa de mi particular GR 131.
Pero aún no es el momento de abordarlo, es tiempo de bajarse del ferry con sosiego y curiosear los paneles que nos hablan de paisajes vividos y de otros, sólo imaginados.
Así sé del archipiélago Chinijo que acabo de dejar atrás, de ese parque natural que abarca islotes, roques y acantilados y que se denomina así; Parque Natural de los Islotes. Y sé de las Salinas del Río, al pie mismos de los cantiles de Famara y de Punta Fariones, dos roques bien visibles y los arrecifes asociados a esta Punta y que el ferry acaba de sortear, en busca de abrigo en el puerto de Órzola. También a babor se observa el extenso arrecife que da continuidad a la colada del volcán, convertido en paraíso para la ictiofauna y para las aves. La importancia de estos fondos marinos y de la diversidad de las especies que albergan es tal, que la zona está reconocida como Reserva Marina de La Graciosa e Islotes del Norte de Lanzarote.
Alegra y reconforta saberlo. En terrritorios insulares como éste, tan sometidos a la presión y ambición del ser humano, toda figura de protección es poca.
Hay nueva kilómetros a Máguez, once a Haría y veintitrés a Teguise. Así lo indican los postes informativos que desde Órzola encontramos sobre los Caminos naturales, en este caso; Camino Natural Órzola-Playa Blanca, ruta que atraviesa la isla uniéndola de norte a sur. Nuestra etapa culmina en Haría pero el periplo a recorrer alcanzará los quince kilómetros pues nos desviaremos para llevar a cabo el ascenso al volcán de La Corona.
El exiguo cauce que ahora inicio entre las casas de Órzola lo delimitan pequeños muros de piedra que definen así la ocupación de terrenos, antaño cultivados. La Peña de la Pardela, Peña del Corral, Peña Hendida y Peñas Negras son diferentes bloques erráticos anclados en el mar de lava emitida por un volcán que pronto observaré, conocido cartográficamente como La Quemada de Órzola. Por su ladera comenzaré una constante y suave ascensión, a través de La Breña y Lomo Blanco, hasta llegar a Ye, ruta que me pondrá en la senda que aborda el volcán de La Corona.
Entre los bloques erráticos discurre el camino que recorro, un fondo de barranco que apenas es una cañada entre muros de escorias volcánicas y que recorre las vaguadas del valle de Fuente Dulce, el barranco Hondo y el Valle de Fuente Salada. A ambos lados, amplios terrenos -llanos de escasa pendiente- nos hablan de una fuerte erosión de los conos que observo y de antiguas tierras cultivadas, actualmente abandonadas.
Lanzarote Hay una salvedad, una esperanza verde en forma de aloe. Y así, una gran extensión de aloes cultivados nos revelan un reciente uso agrícola del territorio. Una empresa dedicada al cultivo ecológico de esta planta suculenta con múltiples propiedades, transforma y comercializa el jugo de sus hojas frescas en los campos de la alimentación y la cosmética.
Sigo el camino, en busca de la montaña Quemada de Órzola, dirección el volcán de la Corona. La localidad de Ye es el objetivo trazado en la dirección correcta para el ascenso al mismo. Las casas de Tefio quedan atrás cuando entre viñedos iniciamos la ascensión. Una ascensión con un camino bien definido pero engañoso en cuanto a su dificultad. Los materiales escoriáceos que cubren su suelo generan inestabilidad en la pisada, ocultando los riesgos inherentes al tránsito por este tipo de materiales. La falsa confianza que provocan se traduce en caídas frecuentes y en aparatosas heridas provocadas en la piel de brazos y piernas por los filos cortantes de estos materiales volcánicos. Con paciencia y cuidado pues el camino está bien definido por el tránsito de centenares de senderistas, en quince minutos alcanzamos el borde del cráter.
La sensación que provoca la llegada al mismo y la visión por primera vez de su cráter y el interior del mismo es difícil de expresar. Esa es la razón de acompañar al texto fotografías del mismo, con la intención de que cada lector pueda recrear una visión más personal de tal fenómeno geológico.
Ante nosotros y bajo nuestros pies, un centenar de metros de caída libre desde esta vertiente, altura que se acerca a los doscientos metros en su cota más alta, si tenemos en cuenta el desnivel existente desde su cima -seiscientos cuatro metros sobre el nivel del mar-, hasta el fondo del cráter -cuatrocientos veinte metros-.
Deplora uno la insconciencia de algunas personas que han subido al volcán, pues haciendo caso omiso a los letreros y señales que prohiben expresamente el tránsito libre por la crestería del mismo, lo abordan de un modo irresponsable por ambos lados, transitando sobre las escorias sueltas o soldadas de su manto lávico o bien descienden por la capa de picón que tapiza una parte del interior de la cara sur del cráter, capa inestable y acusada pendiente, con la intención de alcanzar el fondo del mismo.
Duele porque su insensatez pone en peligro sus vidas y arriesga las de quienes se encuentran observándolos. Duele porque deterioran con su acción y conducta un espacio único. Duele la inconsciencia de éstos y otros senderistas que, con similares conductas ajenas al respeto debido al espacio natural y los seres que lo habitan, han muerto o se han lesionado por causas inherentes al desconocimiento y la temeridad, pues no sólo está el riesgo de caída por el tránsito por terrenos peligrosos y no habilitados como sendas, sino la acción de fuerzas naturales como vientos que con frecuencia azotan la parte más alta y expuesta de la crestería del volcán, capaces de provocar inestabilidad y derribo.
Observar la flora en el volcán de la Corona es encontrarse con la biodiversidad propia de una isla plagada de endemismos. Hay bejeques, cerrajas, tajinastes, magarzas, botoneras, esparragueras... como en otras islas, pero las especies que observamos aquí, son endémicas de Lanzarote. Desciendo por su manto de cenizas en dirección sur. Se trata de una senda oficial, permitida, bien marcada, pero la pendiente es acusada y la posibilidad de caerse, alta. Un amplio manchón de vinagreras cubre este manto de cenizas volcánicas. Se trata de una de las primeras especies arbustivas capaz de colonizar sustratos tan inestables. Un solitario drago en medio de las vinagreras sorprende por su inusual presencia en dicho lugar y prospera sin aparente dificultad.
Si dejamos que nuestra vista recorra el discurrir del mar de lava en busca del océano, en dirección Punta Mujeres, observaremos la negritud provocada por los vacíos generados en diferentes zonas de la colada. Se trata de grandes huecos en la lava llamados jameos, verdaderos desplomes del techo del manto lávico que ponen al descubierto subterráneos tubos volcánicos. Testigos de este fenómeno son los Jameos del Agua y la Cueva de los Verdes que, próximos a la costa, identificamos desde aquí, merced a la albura de las construcciones realizadas para adecuar su uso, visita y tránsito y poner en valor dichos fenómenos geológicos como recurso turístico.
En nuestro periplo encontramos explícitas razones que nos confirman un daño irreparable a este monumento natural a causa de serias mordidas -entiendase enormes extracciones de cenizas volcánicas- provocadas por la ambición humana y la insensatez. Su manto de cenizas fue esquilmado en una buena parte de la vertiente sureste, rellenando luego el acusador vacío de la depredación con escombros. Mala forma de reparar el atentado que se ha convertido en un remedio generalizado para esconder, sin tratar los escombros, los residuos en ésta y en otras islas.
Camino de Haría, a nuestra izquierda observo las soberbias cimas de Las Calderetas, La Caldera de los Torres y la montaña de los Helechos, la más alta de las tres elevándose hasta los 582 metros. Sé que muchos de ustedes se preguntarán si no me atraen cada una de estas cimas y sus cráteres. Admito que mucho. No es casual que lleve recorrido y observado cada uno de los conos volcánicos que modelan la orografía teldense y una buena parte de los que se elevan en sus inmediaciones. Me atraen sus cimas, pero ahora estoy en una ruta que quiero culminar e intento no dejarme llevar por la emoción de la montaña y abandonar el camino trazado. También a mi izquierda surge una nueva cima, la Atalaya pero yo continúo por el Malpaís de Máguez. El GR-131 atraviesa en esta isla varios campos de volcanes y no es el momento de dejarme llevar por cada uno de sus conos volcánicos.
La entrada en Haría es placentera. Nos espera un recibimiento verde, auspiciado por una especie arbórea que llama la atención de un modo entrañable y encantador. Así es, destaca sobre todo el espectro arbóreo, la palmera canaria. Casas blancas conforman el núcleo urbano y, sobresaliendo en altura, los frondosos penachos de las palmeras canarias. No es gratuito el hecho de que Haría reciba el sobrenombre del valle de las mil palmeras.
Es Haría un asentamiento antiguo. Desde siempre ha sido tierra apetecida por los seres humanos. El agua y sus productivas tierras favorecieron el asentamiento de poblaciones estables desde la época aborigen. De profundas raíces prehispánicas, uno de cada cinco yacimientos inventariados en la Carta arqueológica insular se encuentra en este municipio.
Respiro hondo mientras recorro sus calles y plazas. Su carácter acogedor es innegable. La belleza arquitectónica de sus casas e iglesias bien merecen una visita más sosegada, pero ahora es momento de reponer fuerzas, la ruta del volcán fue exigente. Nada mejor que dejarse llevar por el olfato y detenerse en cualquiera de las terrazas que ofertan gastronomía propia.
Mientras espero por un caldo de millo y un plato de conejo en salsa, degusto dos productos extraordinarios de esta tierra que recorro y admiro, unas cuñas de queso semicurado de Teguise, con su piel enrojecida por el pimentón que la recubre, un poco de pan bizcochado y un vino rosado de una bodega de Tías que me recuerda la fuerza del volcán y los orígenes de la isla. Las uvas, Listán negro, se presentan convertidas en un exquisito regalo para el paladar.
Entorno los ojos mientras escucho las voces y risas infantiles de varios niños en la pequeña plaza que se encuentra cerca. Pienso en Lobos, la siguiente etapa y en el autor que guiará mis pasos por la isla a través de su lectura.
El hecho de plantear este periplo como una cata de islas donde la continuidad del recorrido lo definen, etapa tras etapa, los senderistas que lo realizan, me atrae, tanto por su originalidad como por la riqueza asociada a la diversidad paisajística y humana.
Tras degustar otra cuña de queso y saborear, lenta y reposadamente, un largo sorbo del elixir de la tierra surgido de las cenizas volcánicas y de la humedad que da vida a las parras, me atrapa el aroma inconfundible de la comida tradicional canaria. Un humeante caldo de millo llega a mi mesa.

José Manuel Espiño Meilán, escritor, viajero y caminante.
Espiño Meilán, José Manuel
Espiño Meilán, José Manuel


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